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José Antonio Marina: Por qué soy cristiano. Teoría de la doble verdad ![]() En el panorama intelectual español el conocimiento del hecho religioso está tradicionalmente reservado a autores cercanos a los ámbitos eclesiásticos, y los pensadores “laicos” manifiestan por lo general una ignorancia pasmosa sobre estos asuntos; en el mejor de los casos, exhiben conocimientos secundarios que, a modo de tópicos o eslóganes, toman prestados de otros autores. Reconforta por tanto encontrar que un ensayista tan solvente como José Antonio Marina (“JAM”, según se identifica en su libro) se haya documentado prolijamente, estudiando de primera mano a los principales teólogos de la historia del cristianismo y buceando en los textos bíblicos. A fin de aligerar la lectura del ensayo, ha decidido prescindir de notas en la edición impresa, pero se pueden leer, a modo de bibliografía comentada por apartados, en su página web, donde también encontraremos un resumen del libro: http://www.joseantoniomarina.net. Marina considera imprescindible abordar la cuestión del cristianismo: «Mi idea de la filosofía como servicio público me impide elegir los temas», afirma (p. 13); de modo que ante el “problema” que constituye la religión en el mundo actual, se propone tratarlo con su habitual rigor analítico, claridad divulgativa y honestidad intelectual. Porque Marina “se moja” y responde abiertamente a la pregunta que formula en el título de su obra (a diferencia de lo que hiciera en Dictamen sobre Dios, ensayo que ya reseñamos en su día).
Comienza su ensayo ofreciendo una breve pero jugosa vislumbre del Jesús de los evangelios, tanto a la luz de lo que éstos nos ofrecen, como a partir de las principales interpretaciones teológicas. No oculta los problemas epistemológicos que plantea Jesús como personaje histórico, pero tampoco algunos de los excesos de la crítica autoerigida en oráculo de la verdad histórica, esa crítica que de forma prepotente (y sin consenso entre los autores, por supuesto), decide qué ha de creerse y qué no en el texto bíblico. Señala, por ejemplo, cómo las dataciones que tan categóricamente atribuyen algunos autores a los evangelios «representan más una hipótesis erudita que una constatación documental» (p. 25), o lo ridículo de ciertas teorías sobre los supuestos orígenes legendarios de Jesús. En el inicio del cristianismo hay una experiencia: «La fe en Jesús es –desde el punto de vista psicológico– fe en la experiencia contada por sus discípulos» (p. 40). De ahí que resulte imprescindible explorar el concepto de experiencia. Según JAM, «la inteligencia humana es un dinamismo imparable y expansivo» (p. 46). «No sé de dónde proceden esos grandes designios, diseños o proyectos» (p. 47), dice. Entre ellos incluye la religión, en una curiosa versión de la teoría de la proyección de Feuerbach: «Al hombre se le ocurrió la posibilidad de que hubiera Dios o dioses, lo mismo que se le ocurrió el triángulo isósceles y la teoría de la relatividad» (p. 48). Parece negar así cualquier revelación, pero acepta la religión en la medida en que la función moralizadora de las religiones «ha supuesto una benéfica limitación de la arbitraria acción del poderoso… hasta que ellas se convirtieron en poderosas» (pp. 50, 51). Marina las contempla en su dimensión histórica y evolutiva, de ahí que las considere «una creación compartida y coral» (p. 51). De la relatividad de la experiencia surge el problema de la verdad, que analiza en su “teoría de la doble verdad” (subtítulo del libro). Marina diferencia verdades universales y verdades privadas. Al primer campo pertenecerían la ciencia y la ética, y al segundo la estética y la religión. A la adecuación entre el contenido de una afirmación y la realidad la denomina “verdad material”; ésta sólo se convertirá en “verdad formal” cuando se haya demostrado experimentalmente, alcanzando un «estado suficiente de verificación» (p. 55). Sin caer en el relativismo subjetivista, Marina acepta, siguiendo a Popper, que toda afirmación científica puede y debe ser susceptible de una refutación. Pero su excesiva confianza en la ciencia y en la autofundamentación de la ética le conduce a otorgar a éstas un estatus de cierta infalibilidad que parece contradecir su propia teoría: «El campo de la aplicación de una verdad privada es estrictamente privado. Una persona religiosa puede acomodar su vida a sus creencias, puede explicarlas, pero en lo que afecta a los demás tiene que someterse a los dos grandes niveles de verdades universales:
Marina ha dedicado gran parte de su producción intelectual a justificar la universalidad de estos ámbitos del saber humano. Hay que valorar positivamente su defensa de unos valores absolutos, sobre todo en el plano ético, pues de lo contrario se incurre en un paradójico absolutismo del relativismo. Aun así, hablar de someterse a verdades científicas y éticas podría resultar peligroso, como trataremos de mostrar. En lo relativo a la ciencia, y sobre todo tras Kuhn y Feyerabend, ya no resulta tan plausible hablar de “la verdad científica”, al menos dotándola de superioridad epistemológica sobre cualquier otra clase de “verdad”; hay axiomas e incluso paradigmas que se aceptan por fe. En cuanto a la ética, hablar de “doble verdad” (tanto en el sentido epistemológico como en el moral) parece peligroso: es un planteamiento que suele conducir al desprecio de una de las dos “verdades” (en el enfoque de JAM, la religiosa, claro) y/o a la hipocresía. Si la “verdad religiosa” no tiene el mismo rango que la otra, entonces es fácil caer en la tentación de pensar que no es aplicable en todos los casos (pero el que sea una “verdad privada”, en tanto que es personal, no implica que su aplicación haya de restringirse a ámbitos privados; lo que implica es que no puede imponerse al resto de las personas). Desde una perspectiva bíblica no se puede hablar de una doble verdad, sino de una única verdad manifestada en planos distintos, pero no necesariamente siempre separados en la vivencia cristiana. Lo relevante es comprender que en ambos planos el cristiano genuino funciona con los mismos valores: los del Reino, por supuesto. Estos valores incluyen el respeto radical hacia aquél que no los comparte, es decir, quien sólo vive en el mundo y con los valores del mundo. Aborda Marina el problema de la resurrección de Jesús. Sin pronunciarse al respecto, esboza los enfoques teológicos propuestos en la teología a partir de Bultmann, reconociendo que el estado actual de la cuestión, desde el punto de vista académico, es «muy confuso» (p. 99). Concluye que «la inevitable tensión entre experiencia personal y canon acaba resolviéndose siempre en una apelación a la experiencia» (p. 100), experiencia que Marina confía en que venza finalmente entre tanto lío teológico. Se deduce así que el autor se alinea en las corrientes que espiritualizan todo lo sobrenatural en el Jesús de los evangelios, a pesar de que él mismo recuerda la rotunda afirmación de Pablo: «Si Cristo no está resucitado, vana es nuestra predicación y vana también nuestra fe» (1 Corintios 15: 14). Una afirmación categórica tristemente olvidada (junto con la profunda argumentación que la acompaña) o, peor aún, manipulada por no pocos teólogos modernos, y que merecería más atención al abordarse el tema, ya que en ella reside la impresionante síntesis entre sana teología e imparable impulso ético de la fe cristiana. El ensayo aclara con sabiduría algunos conceptos religiosos, tradicionalmente pervertidos. La fe, en la Biblia, es básicamente confianza: «El fiel tiene que ser Jesús, o Dios, es decir, quien hace la promesa. Así pues, el cristiano lo que tiene que ser es confiado» (p. 112). En realidad, «el “acto de fe” que estudia la teología no es un fenómeno real, sino un constructo teológico» (p. 113). Y su explicación sobre el concepto bíblico de amor es de lo más acertada: «Cuando los cristianos primitivos repiten insistentemente “Dios es amor”, tendemos a interpretar esta frase en clave sentimental. Nos equivocamos porque el cristianismo es muy poco patético. Amar no es un sentimiento, sino una acción. Una acción creadora de lo bueno» (p. 121, 122).
El capítulo IV, “Pretensiones de verdad de las religiones”, es especialmente interesante. Marina analiza la tensión provocada por los dos grandes modelos de interpretación de la experiencia cristiana: la que él denomina “gnóstica” (vinculada a la especulación teológica, a la ortodoxia, a lo eclesiástico, y no necesariamente a la corriente religiosa conocida como gnosis) y la moral (asociada a la ortopraxia y la acción). En un sintético repaso a la historia del cristianismo, concluye que es la primera corriente la que se ha impuesto a lo largo de la historia. La exposición de JAM, tan atractiva por otro lado, no deja de resultar confusa, pues no vislumbra con nitidez el indisociable vínculo que en el pensamiento bíblico une el pensamiento y la acción, si bien él mismo reconoce la permanente interpenetración de ambos modelos, la relación dialéctica e interdependiente de Verdad y Bien. Admite que «la interpretación “gnóstica” encontraba muchas apoyaturas en los textos evangélicos» (p. 122) y señala con acierto que «el error del modelo gnóstico no está en lo que afirma, sino en lo que calla» (p. 123). Ahora bien, lo que no acaba de explicar Marina es que en realidad en el pensamiento bíblico no hay un “modelo gnóstico” ni una transición del conocimiento a la acción (título del capítulo VIII), sino una fe que confiesa y actúa simultáneamente, como en algunos pasajes parece intuir. Pero definitivamente asume la dicotomía y se decanta partidario de la corriente ética. Consideramos equivocada esta apuesta, pues en el evangelio no hay ética sin conocimiento, y viceversa. Elegir una de las dos dimensiones del mensaje (Verdad o Bien) significa truncarlo; insistir en la oposición lo desvirtúa. No le cuesta esfuerzo al autor, en cambio, compatibilizar la ética cristiana con la mística (a la que no menciona con este término, pero que describe acudiendo a la tradición teológico-espiritual de la iglesia ortodoxa; p. 125, 126; ver también las notas al capítulo VIII); una compatibilidad difícil de encajar, a nuestro juicio, en el mensaje de Jesús; otro tanto ocurre con el panteísmo, al cual, según él, «todas las religiones llevadas a sus últimas consecuencias tienen forzosamente que acercarse» (p. 146). Consideramos que el principal conflicto interno de la historia del cristianismo no consiste en la oposición conocimiento/acción; siendo ésta importante, es de una trascendencia mucho menor que la de la dicotomía fundamental, que gira en torno al concepto de autoridad: por tanto si hay una corriente que se ha impuesto a lo largo de la historia, ésta ha sido la “humanista”, que confía la conciencia a autoridades humanas (tradicionalmente sacerdotes, líderes religiosos, papas y similares; hoy se les suman no pocos teólogos erigidos en Autoridad Académica) y que estaría en abierta contradicción con el cristianismo genuino (ver Jeremías 17: 5, 7; Mateo 23: 8ss; etc.). Le ha plantado cara la corriente que promulga que la autoridad se dirige de Dios a los creyentes sin más intermediarios que la Revelación y el Espíritu. La primera corriente es generadora de realidades históricas autoritarias (y totalitarias); la segunda, de procesos que favorecen la libertad (por ejemplificarlo en una época concreta, léase nuestra reseña de la película Lutero). El supuesto enfrentamiento conocimiento/acción se supera en la praxis cristiana, por lo que es inadecuado decantarse por una de las dos corrientes. Pero ante la dicotomía autoridad humana/autoridad divina sí que nos parece necesario apostar decididamente por la segunda. La interpretación de Marina, demasiado ligada a la teología católica y ortodoxa (oriental), no acaba de profundizar en el carácter paradójico del pensamiento bíblico, a pesar del título del capítulo V (“Las paradojas de la experiencia cristiana”). El análisis es sugestivo, pues el autor expone con agudeza la traición que significa el asalto del pensamiento platónico (“gnóstico”) a la teología cristiana, en un proceso paralelo a las formulaciones dogmáticas y eclesiocráticas del romanismo. Pero al adscribir a la corriente gnóstica algunos textos de Pablo o la doctrina de la justificación por la fe que reivindicó la Reforma protestante, nos anuncia ya el reduccionismo ético al que JAM somete al cristianismo. Se advierte aquí la principal deficiencia del ensayo: Marina profundiza en las teologías cristianas pero, a pesar de aproximarse al texto bíblico con honestidad, respeto y no poca fe, soslaya uno de los ejes fundamentales del mensaje de Jesús, cual es el escatológico, como luego explicaremos. Y yerra estrepitosamente al considerar que «el ciclo gnóstico del cristianismo se cerró con el Vaticano II en el campo católico» (p. 69), al ignorar la pesada carga dogmática y eclesiocrática presente en los documentos emanados de aquel concilio (ignorancia habitual entre la mayor parte de quienes se interesan por estos asuntos). Para el autor el proyecto de Jesús, el Reino de Dios, es «gigantesco e impreciso» (p. 86). Subraya el impulso rebelde que contiene la fe cristiana, impulso que ha modelado el concepto de libertad en la Modernidad. De gran interés es la contraposición que hace JAM entre libertad de conciencia cristiana y las limitaciones a la libertad propias de la concepción griega, señalando cómo incluso en el protestantismo (que abrió la vía a la libertad) se cayó en la tentación de imponer una “verdad” religiosa (p. 117-120).
El capítulo final, “¿Por qué soy cristiano?”, es «un trozo de biografía intelectual» (p. 137), en el que expone su comprensión personal del Reino de Dios como despliegue de la actividad creadora del hombre dirigida hacia el Bien. Enlaza así con el eje filosófico de toda su producción intelectual (la inteligencia creativa) y con la tesis final de su Dictamen sobre Dios (la deriva ética de las religiones como signo de esperanza). Las conclusiones resultan un tanto decepcionantes, sobre todo para quien esperase otra cosa en función del título de su libro. Afirma Marina: «Esta dimensión divina de la realidad tiene un vocero, un anunciador». Sería de esperar que un cristiano lo identifique con Jesucristo. Pero para JAM es «el ser humano. Sin él no habría Dios. […] Dios es el modo como la conciencia humana –algunas conciencias humanas– profieren, expresan, conceptualizan esa realidad misteriosa que nos mantiene en el ser y nos impulsa» (la humanistización a la que somete Marina al cristianismo no es más que una nueva versión, aunque por un camino algo diferente, de las conclusiones de Feuerbach en La esencia del cristianismo). Y, a pesar de haber apostado por el modelo ético y desechado el “gnóstico”, Marina abdica incomprensiblemente ante este último afirmando: «Ésta fue, creo yo, la gran intuición de Tomás de Aquino» (p. 146, 147). El pensador se mantiene en este ensayo fiel a su optimismo, como reconoce al final del mismo: «Todo lo que he dicho […] es una verdad privada. Es, ciertamente, una verdad optimista y megalómana. Si Jesús tiene razón va ser posible mi gran sueño: transformar en todos los registros de nuestra vida el esfuerzo en gracia. Amén» (p. 149). A pesar de que planea en la obra cierto agnosticismo, cierta interpretación subjetivista y escéptica sobre la realidad de Jesús como alguien vivo hoy, Marina hace una apuesta pascaliana por la fe (una fe particular, como insiste en recordar): «Jesús hizo también una promesa. La agapé acabará triunfando sobre el mal y sobre la muerte. […] La tarea de los cristianos, como dice la carta de Pedro, es “acelerar la venida del Reino de Dios”» (p. 149). Estas palabras muestran que su conocimiento del mensaje de Jesús es insuficiente. Por supuesto que en el núcleo del mismo se encuentra la idea del Reino de Dios irrumpiendo en la historia humana a través de Jesús («el reino de Dios está entre vosotros ya»; Lucas 17: 21). Pero nada en su mensaje induce a creer que esta irrupción se producirá en la historia humana de forma evolutiva (según se entiende modernamente este término). Jesús predice que el Reino se manifestará en el testimonio de sus seguidores a lo largo de la historia, pero no promete éxitos, sino oposición y persecución (Mateo 16: 21-25, etc.); no prevé una mitigación progresiva del mal y un incremento del bien, sino todo lo contrario: «Por el aumento de la maldad, el amor de la mayoría se enfriará» (Mateo 24: 12), hasta tal punto que se pregunta: «Cuando el Hijo del Hombre venga, ¿hallará fe en la tierra?» (Lucas 18: 8). Eso sí, además promete que al “Reino de la gracia”, ya presente y en expansión gracias al Espíritu y a los cristianos que se dejan guiar por él, le acabará sucediendo el “Reino de la gloria” (ver Mateo 13: 31-35; Mateo 24: 30; etc). Es necesario comprender correctamente la escatología de Jesús (y la bíblica en general), que tan sencillamente se encuentra expuesta en los evangelios. Marina se acerca a ella a través de una cita de Schnackenburg: «Hay un desplazamiento de la mirada desde una escatología general a la expectación individual de “ir al cielo” después de la muerte, de llegar al más allá» (p. 142); pero interpreta erróneamente la “escatología general” de Jesús en clave colectivista e inmanentista, cuando Jesús mismo insiste en el carácter individual y trascendente de la salvación; eso sí, en frontal oposición al concepto griego de inmortalidad del alma (ver Dualismo antropológico griego y judeocristianismo). Jesús no concibe al hombre como un compuesto de cuerpo y alma, sino como alguien cuyo ser está integralmente limitado por la muerte, como consecuencia de su naturaleza caída (Mateo 7: 11; Lucas 18: 19). La muerte es un sueño, pero habrá una resurrección (del ser completo) al final de los tiempos, cuando Cristo regrese otra vez y establezca su reino en la tierra (Mateo 22: 31, 32; Lucas 14: 14, etc.). Esta idea del retorno literal y real del Mesías no se menciona en el libro, pese a ser una de las más repetidas por el propio Cristo, como expondremos. En torno a esta enseñanza gira todo el mensaje de Jesús, de ahí su insistencia en estar atentos a la evolución de los tiempos y a la lucha contra el mal (Mateo 25: 13); como muy bien resumía Machado, «Todas tus palabras fueron / una palabra: Velad» (ver La antisaeta de Machado). Jesús anuncia el desarrollo de una espiral de violencia y maldad, no el despliegue progresivo de la bondad entre los hombres. No augura un creciente respeto a los derechos humanos sino, al contrario, advierte de la intolerancia futura, en especial la de raigambre religiosa o pseudocristiana («Viene la hora cuando el que os mate pensará que rinde servicio a Dios»; Juan 16: 2). Ciertamente, sin el mensaje de Jesús no se habrían alcanzado la mayor parte de los logros éticos que hoy en día los hombres somos capaces de concebir y de desear (que no de cumplir, excepto en espacios y tiempos muy limitados). Pero la realidad mundial y las tendencias globales anuncian una deriva hacia el desastre humano y medioambiental, tal y como Jesús previó (ver Mateo 24). Resulta sorprendente comprobar cómo optimistas como Marina (quien además, aunque a su manera, en este libro se profesa “cristiano”) anuncian un mundo cada vez mejor como consecuencia del esfuerzo humano (ver ¿Fin del optimismo humanista?). En el pensamiento de Jesús está presente la acción continua del diablo (Mateo 4: 1-11; 13: 39; 16: 23; Juan 8: 44, etc.), también desterrado de la teología de Marina. Según Jesús, Satanás es un enemigo incansable; está vencido por la acción redentora de Cristo (Lucas 10: 18), pero todavía incordiará mucho hasta que sea exterminado (Mateo 13: 25). Es el de Jesús un mensaje de esperanza, y por tanto de optimismo, pero fundamentado éste en la acción de Dios, no en la respuesta humana por sí misma (Lucas 19: 40). Sus perspectivas de futuro con respecto al mundo son tenebrosas, pero la luz brillará entre las tinieblas. En ninguna de sus palabras se puede entender, como afirma Marina en sus conclusiones, que «el reino de la agapé, predicado por Jesús, es la salvación de la humanidad» (p. 151), si interpretamos ésta en sentido colectivista (como parece hacer el autor), porque según el Maestro de Nazaret no es la humanidad en su conjunto la que se salvará («muchos son los llamados, y pocos los elegidos»; Mateo 22: 14). El mensaje de Jesús es antihumanista, y la expresión “humanismo cristiano” con la que cierta teología ha querido reconciliar el cristianismo con el optimismo antropológico moderno es esencialmente contradictoria. Marina mismo considera que las bienaventuranzas de Jesús son el núcleo de su mensaje. Fijémonos en algunas de ellas para comprobar si Cristo promete una salvación intramundana, como interpreta JAM:
La pregunta obvia es: ¿Cuándo serán consolados y saciados los seguidores de Jesús, cuándo heredarán la tierra y el Reino de los Cielos? Jesús lo explica en multitud de ocasiones: «Porque el Hijo del Hombre vendrá en la gloria de su Padre, con sus ángeles, y entonces dará a cada uno según sus obras» (Mateo 16: 27). «Os aseguro que en la regeneración, cuando el Hijo del Hombre se siente en el trono de su gloria, vosotros que me habéis seguido, también os sentaréis sobre doce tronos» (Mateo 19: 28; ver también Mateo 25: 13, 31; 26: 64; Marcos 8: 38, etc.). La felicidad presente del cristiano se fundamenta en la promesa cierta de un futuro perfecto real, que se consumará cuando él regrese, si bien es cierto que desde el nuevo nacimiento del que habla el Maestro en Juan 3 ya el creyente puede experimentar el Reino de la gracia. Jesús enseñó una y otra vez que volvería y que entonces él completaría la obra de instauración del Reino que ya comenzó aquí y que encomendó continuar a sus seguidores (además de numerosos dichos, dedica un sermón completo al tema del fin de este mundo, recogido por los tres evangelios sinópticos; ver Mateo 24 y paralelos). Será otra irrupción de Dios en la historia, esta vez para poner fin definitivo al mal. Pero esa promesa no incita a una actitud evasiva ante el mundo en que vivimos (de ahí el carácter anticristiano de fenómenos como el monacato o cierta mística), sino todo lo contrario: la ética cristiana encuentra en estas promesas un fundamento, un trampolín para la acción. Jesús apuesta por la confianza en la Providencia a pesar del sufrimiento; por tanto su fe no es fe en el hombre, que es el llamado, sino en Dios, que es quien llama, como Marina resalta con acierto. La garantía de éxito está en la participación de lo sobrenatural en el mundo, algo que ciertamente Dios hará a través de su pueblo. Y aquí aparece otra dimensión fundamental del pensamiento de Jesús que (junto a las ya señaladas del dominio transitorio del mal y de su segunda venida) Marina pasa por alto en su exposición: la actuación del cristiano en el mundo no se “limita” a hacer el bien (lo cual no es poco, ciertamente…), sino que tiene como meta primordial la dependencia del Padre (de la cual se deriva todo lo demás): «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz, y sígame. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida por causa de mí, la hallará. ¿De qué aprovecha al hombre, si gana todo el mundo, y pierde su vida?» (Mateo 16: 24-26). De ahí «la necesidad de orar siempre, y no desmayar» (Lucas 18: 1). Para Jesús es imposible que alguien sea seguidor suyo sin la oración (Mateo 6: 5-13, etc.)
En conclusión, JAM se adentra con inteligencia y sinceridad en la figura de Jesús, acepta sus planteamientos éticos, pero no logra sintetizar el conjunto de su pensamiento. En su peculiar cristianismo faltan, a nuestro juicio, líneas esenciales del mensaje del nazareno, pero hay que dar la bienvenida a la defensa que hace de la ética cristiana, máxime cuando en una sociedad en la que cada vez más se esgrime la religión como motivo de enfrentamiento personal y político, Marina, desde su influencia pública como intelectual, hace años que defiende valores cada vez más atacados, como el respeto, el sentido común, el rigor, el análisis desprejuiciado, el laicismo y los derechos humanos. Incluso ha escrito un libro para expresar su particular profesión de fe. Al principio la formula de manera negativa, identificando con agudeza a dos de los principales enemigos actuales del cristianismo genuino (aunque los caracteriza con rasgos secundarios, incluso anecdóticos, en cuanto a su gravedad): «Si ser cristiano quiere decir creer en un jefe de Estado que tocado con una tiara bizantina dice desde su palacio vaticano que es infalible y prohíbe el uso de la píldora anticonceptiva, o se entiende por ser cristiano emocionarse con la romería de la Virgen del Rocío o dejarse timar afectivamente por los telepredicadores neocon americanos, no cuenten conmigo» (p. 10, 11). Pero al final la fórmula es positiva, y va acompañada de su personal compromiso de acción: «Jesús hizo también una promesa. La agapé acabará triunfando sobre el mal y sobre la muerte. Para comprobarlo habrá que ponerla en práctica. No hay forma de saber si esto será así o no. […] Voy a fiarme de él, a ver qué pasa. La tarea de los cristianos, como dice la carta de Pedro, es “acelerar la venida del Reino de Dios”. Pues por mí que no quede» (p. 149). © Guillermo Sánchez Vicente Para comentarios sobre esta reseña, escribir a: laexcepcion@laexcepcion.com |
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