Una religión sin imágenes
© Guillermo Sánchez Vicente
www.laexcepcion.com (9 de abril de 2006)

Muchas personas asumen que, mientras el judaísmo y el islam son religiones contrarias a la veneración de imágenes, el cristianismo las integró en su sistema de prácticas y creencias desde sus orígenes. Dado que el culto a las imágenes está muy presente en algunas iglesias, como la católica romana y las ortodoxas, se tiende a considerar esta práctica como específicamente cristiana.

Una mirada a la historia demuestra que los primeros cristianos rechazaban el uso de imágenes de culto. La razón es bien sencilla: la Biblia en su conjunto lo condena con claridad. De ahí que tardara tanto en imponerse en la iglesia.

Muchos ignoran que en el Decálogo hay un mandamiento específico, el segundo (que es, junto con el cuarto, el más extenso de los diez con diferencia), que prohíbe taxativamente la adoración de imágenes:

«No te harás escultura ni imagen alguna de lo que hay arriba en los cielos, abajo en la tierra o en las aguas debajo de la tierra. No te postrarás ante ellas ni les darás culto, porque yo Yahvé, tu Dios, soy un Dios celoso, que castigo la iniquidad de los padres en los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que me odian, pero tengo misericordia por mil generaciones con los que me aman y guardan mis mandamientos» (Éxodo 20: 4-6).

Cuando el texto prohíbe hacer imágenes de lo que hay «abajo en la tierra o en las aguas debajo de la tierra», claramente condena los ídolos paganos de las religiones de la antigüedad, en general antropomorfos o zoomorfos (incluso con forma de objetos inanimados). Pero el énfasis no se encuentra tanto en negar la existencia de estos dioses (algo implícito en el primer mandamiento), sino en destacar que el propio Dios que se revela ni necesita ni desea ser representado en imagen, sea ésta como sea, pues específicamente se prohíbe representar «lo que hay arriba en los cielos». Se condena por tanto el culto a las imágenes del Dios verdadero.

El texto que mejor desarrolla las razones por las que Dios prohíbe el culto a las imágenes se encuentra en el libro de Isaías:

«El forjador trabaja en las brasas, configura a golpe de martillo, ejecuta su obra a fuerza de brazo; pasa hambre y se extenúa; no bebe agua y queda agotado. El escultor tallista toma la medida, hace un diseño con el lápiz, trabaja con la gubia, diseña a compás de puntos y le da figura varonil y belleza humana, para que habite en un templo.

»Taló un cedro para sí, o tomó un roble, o una encima y los dejó hacerse grandes entre los árboles del bosque; o plantó un cedro que la lluvia hizo crecer. Sirven ellos para que la gente haga fuego. Echan mano de ellos para calentarse. O encienden lumbre para cocer pan. O hacen un dios, al que se adora, un ídolo para inclinarse ante él.

»Quema uno la mitad y sobre las brasas asa carne y come el asado hasta hartarse. También se calienta y dice: “¡Ah! ¡me caliento mientras contemplo el resplandor!”. Y con el resto hace un dios, su ídolo, ante el que se inclina, le adora y le suplica, diciendo: “¡Sálvame, pues tú eres mi dios!”

»No saben ni entienden, sus ojos están pegados y no ven; su corazón no comprende. No reflexionan, no tienen ciencia ni entendimiento para decirse: “He quemado una mitad, he cocido pan sobre las brasas; he asado carne y la he comido; y ¡voy a hacer con lo restante algo abominable!, ¡voy a inclinarme ante un trozo de madera!

»A quien se apega a la ceniza, su corazón engañado le extravía. No salvará su vida. Nunca dirá: ¿Acaso lo que tengo en la mano es engañoso?» (Isaías 44: 12-20; ver también Isaías 46: 5-9 y Salmos 115: 1-8).

Frente al espíritu supersticioso de las demás religiones, el judaísmo se presenta como una religión mucho más racional y desmitologizadora. La Biblia no contemporiza con la idolatría, sino que se burla de ella. Esta sátira es de aplicación universal e intemporal. Si en la cita anterior ponemos “santo” en lugar de “dios”, encontraremos una invectiva contra muchas prácticas de la religiosidad popular actual.

El pasaje, como otros, más que atacar el culto a los dioses falsos, pone todo el acento en la vanidad de la imagen (cualquier imagen) como objeto de culto. Pues el peligro de que advierte Yahvé no es sólo el de los dioses falsos, sino el de las imágenes en sí, como se aprecia en Deuteronomio 4: 15 y 16: «Tened mucho cuidado de vosotros mismos: puesto que no visteis figura alguna el día en que Yahvé os habló en el Horeb de en medio del fuego, no vayáis a pervertiros y os hagáis alguna escultura de cualquier representación que sea: figura masculina o femenina.»

La religión de la Biblia tiene como fundamento esencial que «Dios es espíritu» (Juan 4: 24). Esta frase la pronunció precisamente Jesús, que es Dios hecho carne, de modo que resulta absurdo aceptar que tras su encarnación, como argumentan algunos, queda legitimado el culto a las imágenes divinas. Justo antes de afirmar la naturaleza espiritual de Dios, Jesús le había dicho a la mujer samaritana (que como tal, adoraba a Yahvé en el monte Gerizim):

«Créeme, mujer, que llega la hora, en que, ni en este monte, ni en Jerusalén adoraréis al Padre. [...] Llega la hora (ya estamos en ella) en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque así quiere el Padre que sean los que le adoren» (Juan 4: 21-23).

Esta sentencia es clave para comprender la desacralización que tiene lugar en el Nuevo Testamento. Ni siquiera los limitados espacios y objetos considerados como sagrados en el Antiguo Testamento (Jerusalén, el templo) conservan ya su naturaleza sacra. La religión hebrea era profundamente espiritual en comparación con las de su entorno. Jesús y los apóstoles llevan al extremo esta espiritualización. La primera iglesia no tenía templos ni objetos litúrgicos; se reunían en casas y contaban sólo con la Palabra, el pan y el vino. No había jerarquías y todos eran sacerdotes (ver ¿Quién es el Santo Padre?).

La posterior romanización y paganización del cristianismo “resacraliza” los espacios, los objetos y las personas. Es una clara regresión teológica y práctica: en lugar de potenciarse la espiritualización de la vida religiosa (espiritualización que acababa con las escasas concesiones “materialistas” del judaísmo), gran parte de la iglesia retrocede hacia prácticas idolátricas inéditas en Israel desde los tiempos anteriores al exilio babilónico (ver Pascua pagana).

Pero es evidente que los objetos sagrados no ayudan a la espiritualidad, sino que la obstaculizan. No hay más que ver las consecuencias que sobre el concepto de salvación tiene el culto a las imágenes o a las reliquias; jamás han favorecido la comprensión correcta del sacrificio de Jesús, sino que siempre la han oscurecido. Por no hablar de las repercusiones éticas: se realizan gastos suntuarios en arte religioso (mientras el pueblo se muere de hambre), se trata de acallar la conciencia o expiar el pecado mediante ritualismos vacuos…


Un mandamiento desconocido

¿Por qué es tan desconocido el segundo mandamiento? Sin duda porque en algunas versiones muy difundidas del Decálogo simplemente se ha suprimido. No es la única modificación realizada por la Iglesia Católica en la Ley de Dios, como se puede comprobar en la siguiente tabla comparativa:

La Biblia (Éxodo 20: 3-17)
Biblia de Jerusalén

Catecismo de la Iglesia Católica
Edición de 1992

No tendrás otros dioses fuera de mí.

Amarás a Dios sobre todas las cosas.

No te harás escultura ni imagen alguna de lo que hay arriba en los cielos, abajo en la tierra o en las aguas debajo de la tierra. No te postrarás ante ellas ni les darás culto, porque yo Yahvé, tu Dios, soy un Dios celoso, que castigo la iniquidad de los padres en los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que me odian, pero tengo misericordia por mil generaciones con los que me aman y guardan mis mandamientos.

 

No pronunciarás el nombre de Yahvé, tu Dios, en falso; porque Yahvé no dejará sin castigo a quien pronuncie su nombre en falso.

No tomarás el Nombre de Dios en vano.

Recuerda el día del sábado para santificarlo. Seis días trabajarás y harás todos tus trabajos, pero el día séptimo es día de descanso en honor de Yahvé, tu Dios. No harás ningún trabajo, ni tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu siervo, ni tu sierva, ni tu ganado, ni el forastero que habita en tu ciudad. Pues en seis días hizo Yahvé el cielo y la tierra, el mar y todo cuanto contienen, y el séptimo descansó; por eso bendijo Yahvé el día del sábado y lo santificó.

Santificarás las fiestas.

Honra a tu padre y a tu madre, para que se prolonguen tus días sobre la tierra que Yahvé, tu Dios, te va a dar.

Honrarás a tu padre y a tu madre.

No matarás.

No matarás.

No cometerás adulterio.

No cometerás actos impuros.

No robarás.

No robarás.

No darás testimonio falso contra tu prójimo.

No dirás falso testimonio ni mentirás.

10º

No codiciarás la casa de tu prójimo, ni codiciarás la mujer de tu prójimo, no su siervo, ni su sierva, ni su buey, ni su asno, ni nada que sea de tu prójimo.

No consentirás pensamientos ni deseos impuros.

 

No codiciarás los bienes ajenos.

La tradición católica ha suprimido el segundo mandamiento, de modo que la numeración del resto queda modificada. Para mantener el número diez, se desdobla el décimo original. (Obsérvese también la gravísima distorsión del cuarto mandamiento).

Esta misma tradición ha tendido a acentuar los contrastes, incluso oposiciones, entre el judaísmo y el cristianismo. Pero en el Nuevo Testamento, más que una ruptura con el Antiguo, lo que se produce es un cumplimiento del mismo. El propio Jesús afirmó: «No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento» (Mateo 5: 17). Ciertamente Dios se hace hombre en Jesucristo, y por tanto se hace visible. De ahí que durante su ministerio en la tierra Jesús recibió adoración por parte de sus seguidores. Pero eso de ningún modo abroga el mandamiento de no realizar imágenes. Todas ellas siguen considerándose ídolos en el Nuevo Testamento.

Según Pablo, «no debemos pensar que la divinidad sea algo semejante al oro, la plata o la piedra, modelados por el arte o el ingenio humano» (Hechos 17: 29). Aunque los antiguos griegos (a los que él se dirigía en Atenas) honraban a las imágenes de sus dioses, eran conscientes de que ellas sólo los representaban. Por eso Pablo acentúa el que Dios no sea semejante a los materiales con los que se le pueda representar; en consecuencia, es inaceptable representarlo con ellos. Todo el Nuevo Testamento insiste en esta prohibición: «Huid de la idolatría» (1 Corintios 10: 14); «Guardaos de los ídolos» (1 Juan 5: 21).

Al caracterizar a las imágenes, se insiste desde la racionalidad en los aspectos que ya ridiculizaba Isaías: «Cuando erais gentiles, os dejabais arrastrar ciegamente hacia los ídolos mudos» (1 Corintios 12: 2). En su denuncia del paganismo, Pablo presenta en su contra el que cambiaran «la gloria del Dios incorruptible por una representación en forma de hombres corruptibles» (Romanos 1: 23). Aunque Cristo se hizo hombre, su encarnación en modo alguno abre la vía a la representación visible de la divinidad con vistas a su adoración.

Este aniconismo se mantuvo durante las primeras generaciones de cristianos, como dan fe testimonios posteriores a los escritos apostólicos. Por ejemplo, Celso, el autor que trató de refutar el cristianismo desde sus planteamientos grecorromanos, afirma que «los cristianos no pueden soportar la vista de templos, de altares ni de estatuas» (El discurso verdadero contra los cristianos, IV, 97).

Las imágenes fueron apareciendo con fines representativos (no cultuales) en las primeras pinturas cristianas de las catacumbas, sin contravenir el mandamiento bíblico, en una época en que también en el judaísmo se realizaban representaciones de temas bíblicos, como atestigua la sinagoga de Dura Europos, en Siria. De los frescos murales se pasó a los relieves historiados de los sarcófagos, y más tardíamente se comenzó a realizar estatuas de bulto redondo. Hubo importantes movimientos de opositores a las imágenes que apelaban al mandamiento bíblico, como la que provocó la primera crisis iconoclasta en el siglo VIII en Bizancio. La polémica se saldó con la disposición favorable a las imágenes de culto en el Concilio de Nicea del año 787; decisión que no evitó el resurgir iconoclasta en el siglo IX. En 843 triunfa la “ortodoxia” de los iconódulos (adoradores de imágenes) frente a los iconoclastas, que quedan estigmatizados como “herejes”. Un camino largo de asimilación del paganismo en el seno del cristianismo, como el recorrido por tantos otros dogmas y creencias antibíblicos.

La propia iconografía “cristiana” delata sus orígenes, pues tanto en sus inicios como en su desarrollo histórico ha asimilado, consciente e inconscientemente, las formas de representación paganas: el Padre, Cristo, María y los santos son reproducidos con los atributos, rasgos y elementos de Júpiter, Apolo, Mercurio, Isis…


La excusa de la “religiosidad popular”

La teología católica romana afirma que no son las imágenes las que reciben culto, sino la realidad espiritual a la que representan (Cristo, María, los santos). Pero la observación de las prácticas romanistas desmiente por completo esta distinción. No hay más que comprobar la forma en que se trata a las imágenes, como si fueran seres vivos: se les pide cosas, se los traslada de un santuario a otro, se los lleva en procesión, se les canta, se les ofrecen votos y exvotos…

Y es que una vez que se abre la puerta a la imagen de culto, inevitablemente la idolatría viene detrás. Cualquier concesión a la “religiosidad popular” es una vía de entrada del paganismo. No hay más que leer los libros bíblicos de los Reyes para comprobar cómo es fundamentalmente el pueblo el que se desvía una y otra vez adorando a dioses paganos (baales y astartés), construyendo cipos y altares en lugares altos, añadiendo ídolos y capillas al templo de Jerusalén, mientras que los escasos reformadores que Dios suscitaba (los profetas y algún que otro rey) encontraban una y otra vez la oposición popular a la vuelta al culto espiritual de Yahvé. Incluso entre los reyes que trataron de erradicar la idolatría en el pueblo hubo quienes no pudieron doblegar la religiosidad popular. Joás, por ejemplo, «hizo lo recto a los ojos de Yahvé. […] Sin embargo, los lugares de culto no fueron retirados, y el pueblo seguía ofreciendo y quemando incienso en los altozanos» (2 Reyes 12: 3, 4).

Se puede apreciar un exacto paralelismo entre ello y el fenómeno de la religiosidad popular en los territorios “cristianizados” por la Iglesia Católica Romana, donde los viejos cultos y lugares sacros paganos han sobrevivido bajo revestimientos pseudocristianos (ermitas, santuarios, bosques y fuentes sagrados…). La diferencia está en que en estos casos las autoridades eclesiásticas sólo excepcionalmente han prohibido estos cultos, y normalmente contemporizan con ellos, aun a sabiendas de que no contienen ni un ápice de cristianismo.

Por supuesto, los teólogos e intelectuales más preparados no suelen creer en estas prácticas claramente idolátricas. Pero las aceptan como parte de la “religiosidad popular”, como manifestaciones de la sencillez del pueblo, incapaz de comprender las profundidades teológicas a las que ellos sí tienen acceso. Es una muestra más de los dos niveles de religiosidad característicos del catolicismo romano (ver Mentalidades católica y protestante). Y evidencia por parte teólogos y jerarcas romanistas un desprecio hacia el pueblo que el propio Dios en absoluto comparte.

El propio budismo, que nace con tendencias claramente iconoclastas y espiritualizantes, en sus manifestaciones populares rápidamente se convierte en una religión idolátrica, hasta extremos que el propio Buda jamás habría imaginado.

La naturaleza humana se inclina ante la imagen. El hombre tiende a la idolatría. Esto puede apreciarse mejor que nunca en la moderna sociedad del culto a la imagen en todas sus dimensiones: realidad virtual, cine, cosmética, top models, obsesión por las marcas, moda “metrosexual” … Nadie está libre de las diversas modalidades de idolatría que nos asedian. Por eso es comprensible que el Dios de la Biblia pusiera un límite claro al uso de las imágenes y que lo estableciera en el propio Decálogo. No hay mayor rebeldía que la del iconoclasta.

Para escribir al autor: guillermosanchez@laexcepcion.com
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Lecturas complementarias:

¿Es verdad que los católicos adoran imágenes?
Defensa, desde un punto de vista católico romano, del uso de imágenes de culto.

¿Por qué los evangélicos no veneran las imágenes?
Más argumentos bíblicos contra el uso de imágenes de culto y la veneración a los “santos”.

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