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¿Quién es el Santo Padre? Uno de los títulos que ostentan los papas de Iglesia Católica Romana (ICR) es el de “Santo Padre”. ¿Cómo debemos entender este título a la luz de la Escritura? En cuanto al apelativo “Padre”, Jesús dijo: «A nadie en la tierra llaméis padre, porque uno es vuestro Padre, el que está en el cielo. Ni seáis llamados guías, porque uno es vuestro Guía, el Cristo» (Mateo 23: 9, 10). Queda claro que llamar a un hombre “padre” confiriéndole autoridad espiritual (como aclara el contexto) contradice directamente el evangelio. En toda la Biblia, santo por excelencia es Dios: «¡Santo, santo, santo es el Señor Dios Todopoderoso, que era, que es, y que ha de venir!» (Apocalipsis 4: 8). Cuando este término se emplea en relación con los hombres, se aplica especialmente a “los santos”, que nunca hace referencia a una categoría especial de personas, dotadas de virtudes extraordinarias, que destaquen entre los creyentes. Según los apóstoles, “los santos” son todos los cristianos, sin distinción (ver Hechos 9: 13, 32; Romanos 12: 13; 16: 15, etc.). La expresión “santo Padre” aparece una sola vez en toda la Biblia. En la oración llamada sacerdotal, Jesús, dijo: “Padre santo, a los que me has dado, guárdalos en tu Nombre, en ese Nombre que me has dado, para que sean uno, como lo somos nosotros” (Juan 17: 11). No cabe lugar a dudas: El Santo Padre es Dios. ¿Puede algún hombre asumir legítimamente ese título? Jesús también dijo: «Vosotros no queráis que os llamen rabí [maestro], porque uno es vuestro Maestro, y todos sois hermanos» (Mateo 23: 8). Contradiciendo este mandato, los jerarcas romanistas, con el papa a la cabeza, se erigen en maestros y ejercen el magisterio, dotado incluso de infalibilidad cuando el papa «proclama por un acto definitivo la doctrina en cuestiones de fe y moral» (ver el Catecismo de la Iglesia Católica, números 888-892).
El texto bíblico que más invoca la ICR para justificar la autoridad papal y la “sucesión apostólica” es Mateo 16: 18, 19: «También te digo, que tú eres Pedro, y sobre esta roca edificaré mi iglesia, y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella. A ti te daré las llaves del reino de los cielos; y todo lo que ates en la tierra, quedará atado en los cielos; y todo lo que desates en la tierra, quedará desatado en los cielos.» Muchos consideran que este pasaje otorga autoridad al obispo de Roma. Pero sólo desde la asunción previa de esa misma afirmación se puede llegar a entender así. Leamos el texto: ¿Dónde dice que Pedro será vicario de Jesús? ¿Dónde dice que Pedro tendría autoridad sobre toda la iglesia? ¿Dónde afirma que él a su vez debería tener unos sucesores que asumieran esa misma autoridad durante siglos? ¿Dónde dice que además esos sucesores serían los “obispos de Roma”? En ningún sitio. Simplemente hay una institución, el papado, que en fechas tardías comenzó a aplicarse a sí misma este texto para justificar su autoridad sobre toda la iglesia. Pero en las palabras de Jesús a Pedro no hay absolutamente nada que indique que se puedan aplicar a supuestos sucesores suyos. Aun si, forzando el texto, entendiéramos que Jesús establece aquí la autoridad de una persona sobre el resto de la iglesia, esa persona sería Pedro; pero el pasaje no autoriza a que nadie se proclame sucesor suyo.
A la luz de la propia Escritura, veamos qué quiere decir este pasaje. En primer lugar, ¿cuál es la roca a la que se refiere Jesús? Jesús dice a Simón: “Tú eres Pedro”, que en la lengua original, el arameo, se entendía como “Tú eres una piedra”. En principio, podría pensarse que ya que Pedro es una piedra (según su sobrenombre, Cefas, del arameo kefa), es sobre él sobre quien Jesús edifica la iglesia. Pero en Hechos de los Apóstoles 4: 10-12, el mismo Pedro se dirige al Sanedrín de los judíos en Jerusalén diciendo: «Sea notorio a todos vosotros y a todo Israel, que en el Nombre de Jesucristo de Nazaret, a quien vosotros crucificasteis, y a quien Dios resucitó de los muertos, este hombre está en vuestra presencia sano. Este Jesús es la piedra reprobada por vosotros los edificadores, y ha venido a ser cabeza del ángulo. En ningún otro hay salvación, porque no hay otro Nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos» (destacados añadidos en todo el artículo). Significativamente, el mismo Pedro en su primera epístola (2: 4-8) escribe a los creyentes, hablando del Señor: «Acercaos a él, piedra viva, reprobada por los hombres, pero elegida y preciosa para Dios. Vosotros también, como piedras vivas, estáis siendo edificados en una casa espiritual, en un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, agradables a Dios por medio de Jesucristo. Por eso dice la Escritura: “Pongo en Sión la principal piedra del ángulo, elegida, preciosa. El que crea en ella, no será defraudado”. Para vosotros que creéis, él es precioso. Para los incrédulos, “la piedra que los edificadores desecharon, vino a ser la piedra angular, piedra de tropiezo y roca de escándalo”». En los dos textos del propio Pedro se ve claramente que la piedra sobre la que se construye la iglesia es Cristo. En el segundo texto vemos además que todos los creyentes son piedras que después se van añadiendo al edificio (la iglesia); entre todas esas piedras no destacan unas sobre otras, y el propio Pedro no afirma ser una piedra especial, ni tener autoridad suprema sobre el resto. En los dos pasajes Pedro hace referencia a un texto del Antiguo Testamento, Salmo 118: 22, que Jesús citó en otra ocasión: «¿Nunca leísteis en las Escrituras: “La piedra, que desecharon los edificadores, vino a ser la piedra de esquina. El Señor hizo esto, y es maravillosa ante nuestros ojos?”» (Mateo 21: 42). Leyendo el contexto es evidente que Jesús, al hablar de la piedra, se refiere a sí mismo, y no a Pedro o a nadie más. En todo el Antiguo Testamento la roca es una imagen que siempre hace referencia a Dios o al Mesías, y no a un hombre (ver Deuteronomio 32: 4; Salmos 18: 2; Isaías 28: 16). Cuando Pablo recuerda la roca de la que manó agua en el desierto en tiempos de Moisés, dice: «La roca era Cristo» (1 Corintios 10: 4). En un sentido secundario, las verdades que Jesús habló son también una roca en la cual los hombres pueden construir con toda seguridad (ver Mateo 7: 24-25). La imagen de la roca sugiere una idea de fundamento: «Sobre esta roca edificaré mi iglesia.» ¿Cuál es el fundamento de la iglesia? La Biblia es clara, no es ningún mortal: «Nadie puede poner otro fundamento que el que está puesto, el cual es Jesucristo» (1 Corintios 3: 11). Y precisamente la declaración de Pedro que precede a las palabras “Tú eres Pedro…” es la afirmación de que Jesús es el Cristo (el Mesías, el ungido de Dios). En Efesios 2: 20-22 Pablo utiliza la imagen del edificio que se construye para representar la iglesia: «Edificados sobre el fundamento de los apóstoles y de los profetas, siendo la principal piedra del ángulo Jesucristo mismo. En él, todo el edificio, bien coordinado, va creciendo para ser un templo santo en el Señor. En él vosotros también sois edificados juntos, para la morada de Dios en el Espíritu.» Aquí vemos nuevamente que la piedra angular es Cristo; sobre él están los apóstoles y los profetas, y luego el resto de la iglesia.
En todo el Nuevo Testamento queda claro que un apóstol (“enviado”) es alguien que anduvo con Jesús durante su ministerio terrenal y que es “testigo de su resurrección” (Hechos 1: 21-26); a los doce apóstoles dirigió Jesús una serie de palabras especiales que a ningún otro hombre le fueron dirigidas. Fueron dotados de autoridad en la iglesia. Pero esa autoridad se la dio Jesús a los doce apóstoles; en ningún momento estableció que ellos deberían tener sucesores con una autoridad similar. Entonces, ¿cómo podemos los cristianos seguir la doctrina apostólica, si ellos ya murieron? La respuesta es sencilla: ellos dejaron unos escritos, el Nuevo Testamento, con todo lo que el cristiano necesita saber para su salvación y su vida en la fe. La autoridad apostólica está en los escritos de los apóstoles, que deben ser aceptados, leídos y seguidos por toda la iglesia. No puede haber un hombre o un grupo de hombres que se arroguen la autoridad apostólica, pues ésta se la dio Cristo a los doce, que todavía están hoy predicando su palabra a través de sus escritos (ver Judas 17; 2 Pedro 1: 15, 16; 1 Tesalonicenses 2: 13; 2 Tesalonicenses 2: 15). Está claro que no hay por tanto una “sucesión apostólica” como la que pretende el papado. Como señala José Grau en El fundamento apostólico, «en su función de fundamento, y por su misma naturaleza, el apostolado no puede multiplicarse por sucesión». Y añade: «Es inconcebible cualquier idea de sucesión apostólica, en el sentido personal de la expresión, puesto que se halla en conflicto con el puesto único y peculiar que los apóstoles tienen en la historia de la salvación, puesto inamovible y perenne (Apocalipsis 21: 14; Efesios 2: 20; Romanos 15: 20).» Otra prueba evidente de ello es que si el pasaje de “Tú eres Pedro” se pudiera aplicar legítimamente a una institución que desde Pedro hasta hoy hubiera garantizado la sucesión apostólica, no existirían dudas de que esta sucesión habría sido clara y continua desde el principio. Pero no hay constancia ni en la Escritura ni en otras fuentes históricas de que Pedro fuera nada parecido al “primer papa”. En fechas tan tardías como el siglo V, Agustín de Hipona, el mayor de los teólogos católicos de los primeros siglos de la era cristiana, deja que sus lectores interpreten si Cristo dice que él mismo es la roca o si dice que Pedro es la roca (Retracciones I. 21. 1). Siendo que él apoyaba al papado, para entonces no deberían existir dudas sobre a quién se aplica el texto. Pero las había, porque hasta muy tardíamente el obispo de Roma no comenzó a aplicarse ese texto para “demostrar” su autoridad sobre los demás obispos. Por supuesto, la supuesta lista de obispos de Roma que el papado exhibe no tiene base histórica. El término “papa” se utiliza muy tardíamente; y, como veremos, en época apostólica y posterior no había un obispo para cada ciudad. Los personajes a los que se considera “primeros papas” debieron de ser simples obispos (episkopoi) de comunidades cristianas de Roma, sin ninguna jurisdicción sobre las iglesias de toda la ciudad, ni mucho menos sobre la iglesia universal. En el mismo siglo V Juan Crisóstomo, patriarca de Constantinopla, dijo que Jesús había prometido poner el fundamento de la iglesia sobre la confesión de Pedro, y no sobre Pedro; también dice que Cristo mismo es verdaderamente nuestro fundamento (Comentario sobre Gálatas, 1: 1-3; Homilías sobre 1 Timoteo XVIII. 6. 21). Según Eusebio, historiador de la iglesia primitiva (siglo IV), Clemente de Alejandría escribió que Pedro, Santiago y Juan no lucharon por la supremacía en la iglesia en Jerusalén, sino que escogieron a Santiago como dirigente (Historia eclesiástica II. 1). Otros padres de la iglesia, Hilario de Poitiers, enseñaron lo mismo. Por lo tanto, en la época en que el obispo de Roma era ya una autoridad importantísima, todavía no se consideraba que Pedro hubiera sido el primer obispo de Roma, ni mucho menos el “primer papa”. Cuando se buscó apoyo bíblico para las pretensiones del obispo de Roma a su primacía en la iglesia, las palabras pronunciadas por Cristo en esta ocasión fueron sacadas de su contexto original e interpretadas en el sentido de que Pedro era "esta roca". León I (siglo V) fue el primer obispo de Roma en pretender que había recibido su autoridad de Cristo por medio de Pedro. Resulta imposible de creer que si esto es realmente lo que Cristo quiso decir, ninguno de los otros discípulos hubiera descubierto ese hecho, ni tampoco ningún otro cristiano (ni siquiera los obispos de Roma) durante cuatro siglos después de que Cristo pronunciara esas palabras. Una de las mejores evidencias de que Cristo no designó a Pedro como la "roca" sobre la cual habría de construir su iglesia, es quizá el hecho de que ninguno de los que oyeron a Cristo en esta ocasión (ni siquiera Pedro) así lo entendió mientras Jesús estuvo con ellos, ni después. Si Cristo hubiera establecido a Pedro como principal entre los discípulos, éstos no habrían disputado repetidas veces por el primer puesto (Lucas 22: 24; Mateo 18: 1; Marcos 9: 33-35; etc.). El nombre Pedro proviene del griego pétros, que normalmente significa "canto rodado" o "piedra pequeña". En cambio "roca" es la traducción de la palabra griega pétra, que suele emplearse para designar una peña, una roca grande, fija e inamovible. Jesús hablaba en arameo, pero el evangelio está escrito en griego, por lo que no sabemos con certeza las palabras originales que usó el Maestro en esta ocasión. Pedro, cuyo nombre original era Simón, era conocido por el sobrenombre arameo Cefas (transliteración de kefa, “piedra”; ver Mateo 4: 18). Por eso sabemos que cuando Jesús le dice: “Tú eres Pedro”, en la lengua original se entendía como “Tú eres una piedra”. Ignoramos si Jesús usó dos veces la palabra kefa, una para referirse a Pedro como “piedra” y otra para referirse a “la roca”, pero está claro que en el texto que griego hay una diferencia clara entre ambos términos, y que Jesús hizo un juego de palabras con el nombre del apóstol que había reconocido en ese momento que Jesús era el Mesías. Evidentemente pétros, una piedra pequeña, no podría servir de fundamento para ningún edificio. Jesús aquí afirma que solamente una pétra, o "roca", podría cumplir tal función. Lo que Cristo dijo queda más claro con sus palabras registradas en Mateo 7: 24: «Cualquiera, pues, que me oye estas palabras, y las hace, le compararé a un hombre prudente, que edificó su casa sobre la roca [pétra]». En consonancia con esta breve parábola, cualquier edificio construido sobre Pedro, pétros, un débil y falible ser humano, tal como lo presenta claramente el relato evangélico, tiene un fundamento similar al de las arenas movedizas (Mateo 7: 26, 27).
Jesús le dice a Pedro: «A ti te daré las llaves del reino de los cielos; y todo lo que ates en la tierra, quedará atado en los cielos; y todo lo que desates en la tierra, quedará desatado en los cielos» (Mateo 16: 19). Jesús habla de unas llaves, que el papado se atribuye como símbolo de autoridad (es bien conocida la iconografía de Pedro ataviado como un papa medieval portando en su mano las llaves, que también están en el escudo papal). ¿Qué son esas llaves? Dar las llaves, en todas las culturas, incluida la bíblica, significa concesión de poder y autoridad. En Apocalipsis 1: 18 Cristo afirma tener “las llaves de la muerte y el Hades”, ya que por su resurrección ha dominado a ambos (ver también Apocalipsis 3: 7; 9: 1; 20: 1). En el Antiguo Testamento también aparece esta imagen con el mismo sentido (Isaías 22: 22). El propio Jesús aclara el sentido de la expresión al referirse a “la llave del conocimiento” (Lucas 11: 52), entendida como transmisión de la verdad; el paralelo de Mateo 23: 13 evidencia que la negligencia en esta transmisión implica “cerrar el reino de los cielos”. Esta interpretación está avalada por los textos talmúdicos; Shabbat 31ab, por ejemplo, afirma: «El conocimiento de la Torá es la posesión de la llave». Jesús acusa a los maestros de su tiempo, a quienes mejor conocían la Escritura, de cerrar «el reino de los cielos delante de los hombres, pues ni entráis vosotros ni dejáis entrar a los que están entrando» (Mateo 23: 13). Las llaves, por lo tanto, son el conocimiento de la verdad; y la verdad sólo está en la Palabra de Dios, no en la infalibilidad de ningún ser humano. «Tu palabra es verdad», dijo Jesús en su oración sacerdotal (Juan 17: 17). ¿Por qué entonces Jesús asocia la idea de las llaves con Pedro? Porque fue el primer hombre que confesó abiertamente que Jesús es el Mesías; se comprueba en los versículos justamente anteriores a la declaración de “Tú eres Pedro”: «Y vosotros, ¿quién decís que soy? Respondió Simón Pedro: Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente. Entonces, Jesús le dijo: ¡Dichoso eres, Simón hijo de Jonás; porque no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos!» (Mateo 16: 15-17). Cuando Pedro percibió la verdad de que Jesús era el Cristo, fueron colocadas en sus manos las llaves del reino y le fue abierta la puerta del reino. Pero esa misma potestad se la dio Jesús al resto de los apóstoles; en el mismo evangelio, un poco más adelante encontramos las siguientes palabras de Jesús a los doce: «Yo os aseguro: todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo» (Mateo 18: 18). Por lo tanto, es evidente que la autoridad que Jesús pudiera darle a Pedro se la igualmente a los otros once apóstoles. Nuevamente, no se menciona ninguna idea de “primado petrino” ni de “sucesión apostólica”, sino una autoridad otorgada a los doce. Jesús se reserva la autoridad suprema para sí, y prohíbe a los apóstoles que ejerzan una autoridad que no les corresponde. Propone además una auténtica inversión de valores en el ejercicio de la autoridad: «Los reyes de las naciones las dominan como señores absolutos y los que ejercen el poder sobre ellas se hacen llamar bienhechores; pero no así vosotros, sino que el mayor entre vosotros sea como el más joven y el que gobierna como el que sirve» (Lucas 22: 25, 26).
Pedro, por su personalidad, ejerció un importante liderazgo en la iglesia cristiana, y el propio Jesús tuvo palabras especiales para él cuando resucitó. Tres veces le dijo «Apacienta mis ovejas» (ver Juan 21). Pero es evidente que esta atención especial era una forma de consolarle porque precisamente Pedro había negado a Jesús tres veces durante el prendimiento (ver Juan 18). Si Jesús hubiera dado un liderazgo especial a Pedro, éste sería evidente en los primeros tiempos de la iglesia cristiana. Pero aun en el caso de que Pedro tuviera una autoridad mayor, ésta sería de Pedro durante su vida, no de ningún sucesor suyo, y menos de un “obispo de Roma” que se proclamara sucesor de Pedro. ¿Qué autoridad tuvo Pedro en la primera iglesia cristiana? En lo que se conoce como primer “concilio” de la iglesia, el de Jerusalén, se discutieron diversos asuntos en relación con la ley. ¿Quién habló con autoridad? Fue Santiago, aunque Pedro estaba presente y había pronunciado un discurso anteriormente (Hechos 15: 13, 19). ¿Y quién tomo la decisión final? «Entonces decidieron los apóstoles y ancianos, de acuerdo con toda la iglesia…» (v. 22). La decisión fue de todos los apóstoles, de los ancianos y de toda la iglesia (o “asamblea”). No había un solo hombre que tomara decisiones; Pedro no tomó ninguna por sí mismo. Ni siquiera los doce (y eso que eran apóstoles –cosa que nadie más podía ser después de ellos, como hemos visto– y que estaban dotados de la autoridad de Cristo y de la inspiración del Espíritu Santo) lo hicieron solos, sino con toda la iglesia. Cuando Pedro fue librado milagrosamente de la prisión, fue a una casa donde había cristianos reunidos, y les dijo: «Comunicad esto a Santiago y a los hermanos» (Hechos 12: 17). Cuando Pablo relata cómo llegó a Jerusalén a relatar su obra entre los paganos, Lucas dice: «Pablo, con nosotros, entró en la casa de Santiago; se reunieron también todos los ancianos» (Hechos 21: 18). Ni se menciona a Pedro (ver también 1 Corintios 15: 7). Es decir, que si, al menos durante un tiempo, había quien de alguna forma dirigía la primera congregación cristiana, éste era Santiago; pero en su ministerio tampoco vemos nada que implique una autoridad superior a los demás; es un ministerio de servicio y de administración de los asuntos de la comunidad. Según Gálatas 2: 9, destacaban en la iglesia de Jerusalén «Santiago, Cefas [Pedro] y Juan, que eran considerados como columnas». No se establece superioridad de uno sobre otro. Si Pedro hubiera sido algo parecido a un “primer papa”, las palabras de Pablo en Gálatas 2: 11-14 resultarían insólitas: «Y cuando Pedro vino a Antioquía, lo resistí cara a cara, porque era de condenar. Porque antes de que viniesen algunos de parte de Santiago, comía con los gentiles, Pero después que vinieron, se retraía y se apartaba, por temor a los de la circuncisión. Y los otros creyentes judíos participaron de su simulación, tanto que aun Bernabé fue llevado por la hipocresía de ellos. Cuando vi que no andaban rectamente conforme a la verdad del evangelio, dije a Pedro en presencia de todos: ‘Si tú, siendo judío, vives como gentil y no como judío, ¿por qué obligas a los gentiles a judaizar?’». Pablo no podría haber hecho esto si las palabras de “Tú eres Pedro” se hubieran interpretado como concesión de una autoridad especial de Jesús a Pedro. Un interesante pasaje nos permite contrastar la actitud de Pedro con la de los papas de Roma. El Señor guió a Pedro para evangelizar a Cornelio, un centurión romano, y «cuando Pedro entraba, salió Cornelio a recibirlo, y postrándose a sus pies, adoró. Pero Pedro lo levantó, diciendo: “Levántate, que yo también soy hombre”» (Hechos 10: 25, 26). La Biblia prohíbe claramente postraste ante un hombre en adoración, ¡y el mismo "primer papa" prohibió que un pagano lo hiciera! Si se impide incluso adorar a los ángeles (ver Apocalipsis 22: 8), ¡cuánto más la de un mortal, por muy apóstol que fuera o que pretenda serlo!
En cuanto a el dicho de Jesús «todo lo que ates en la tierra, quedará atado en los cielos; y todo lo que desates en la tierra, quedará desatado en los cielos» (Mateo 16: 19), el catolicismo romano lo ha interpretado como una concesión de autoridad apostólica para admitir en la iglesia o excomulgar. Mateo 18: 15-20 muestra claramente que la disciplina en la iglesia cristiana (en la que el propio concepto de “excomunión” no tiene cabida a la luz de la Biblia) siempre debe aplicarse de igual a igual, y nunca por la intervención de una autoridad jerárquica. Es más: cualquier creyente puede reprobar la actuación de otro, aunque éste ostente una mayor responsabilidad en la comunidad. La finalidad de la disciplina es “ganar al hermano” (v. 15), es la reconciliación, no la exclusión. El pasaje evangélico continúa con las palabras: «Os aseguro también que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, sea lo que fuere, lo conseguirán de mi Padre que está en los cielos. Porque donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mateo 18: 19, 20). La autoridad, entendida como responsabilidad, está en el conjunto de los creyentes, no en una élite jerárquica. “Atar y desatar” sólo se puede comprender en el contexto de preocupación por la salvación del otro, y no como un privilegio o autoridad que tiene la iglesia para determinar quién entra o no en el reino de los cielos, prerrogativa exclusiva de Cristo: «El Padre no juzga a nadie; sino que todo juicio lo ha entregado al Hijo» (Juan 5: 22). Por tanto, como señala Oscar Cullmann en Saint Pierre, disciple, apôtre, martyr, lo que Pedro (Mateo 16: 19) o los demás apóstoles (Mateo 18: 18) hicieran en la iglesia «tiene repercusiones en el reino de los cielos»: la predicación del evangelio confiada a los discípulos afecta a la salvación de los hombres; la difusión y aceptación del mensaje “ata” en la tierra, y por tanto queda “atado” en el cielo. Pero es la Palabra de Dios (y en el contexto de Mateo 16, la propia confesión de Pedro de que Jesús es el Mesías) la que ata, no la autoridad de los hombres. Según el propio Jesús, «el que me rechaza y no recibe mis palabras, ya tiene quien le juzgue: la palabra que yo he hablado, ésa le juzgará el último día» (Juan 12: 48). Cuando la palabra de Cristo, confiada a los apóstoles, es aceptada o rechazada, quien la recibe o desprecia se está “atando” a algo que tiene consecuencias eternas.
Entre los títulos que la ICR asigna al papa está el de “obispo de Roma”. Pero ¿qué es un obispo, según la Biblia? Pablo indica los siguientes requisitos para el obispo, o dirigente de una congregación: «Si alguno aspira al cargo de obispo, buena obra desea. Es necesario que el obispo sea irreprensible, esposo de una sola mujer, sobrio, prudente, decoroso, hospedador, apto para enseñar; no dado al vino, ni violento; sino amable, conciliador, no codicioso del dinero, que gobierne bien su casa, que tenga sus hijos en sujeción con toda dignidad. Porque el que no sabe gobernar su propia casa, ¿cómo cuidará la iglesia de Dios?» (1 Timoteo 3: 1-5). Interesante pasaje que nos recuerda que la imposición del celibato es un fenómeno muy tardío en la historia de la iglesia, y, en cualquier caso, ajeno a la Escritura. El término obispo procede del griego epískopos, que vendría a significar “supervisor”. En todo el Nuevo Testamento se utiliza el término como equivalente al de “anciano” (en griego presbíteros; ver Tito 1: 5-7). La ICR está organizada jerárquicamente, y a cada obispo le corresponde una diócesis formada por un número variable de parroquias. Pero en tiempos apostólicos normalmente cada iglesia tenía un obispo o anciano; no había nadie (excepto los apóstoles, mientras vivieron) que tuviera autoridad sobre él, y nadie que estuviera bajo su autoridad. La iglesia apostólica estaba organizada de forma horizontal, no vertical, y todas las comunidades y sus dirigentes tenían el mismo rango. En Hechos 20: 17 Pablo «envió llamar a los ancianos de la iglesia de Éfeso», lo cual indica que en una misma ciudad había varios obispos, seguramente porque cada uno era responsable de una congregación (y entre todas componían “la iglesia de Éfeso”). Sólo a partir del siglo II, muertos ya los apóstoles, surge lo que se conoce como el “episcopado monárquico”, una nueva forma de ver la autoridad episcopal, contraria a lo establecido por el Señor. A partir de entonces los obispos, siguiendo el modelo de los magistrados y altos funcionarios imperiales, asumen un rango superior al de otros ministros. Progresivamente se profundiza la distinción entre clero y laicado, inexistente en época apostólica. Con el tiempo la iglesia deja de estar organizada en comunidades locales iguales entre sí y se jerarquiza; el territorio en el que está extendido el cristianismo se divide en provincias eclesiásticas, adoptándose para los diferentes niveles organizativos la estructura política del Imperio Romano. Se traiciona así el modelo apostólico de iglesia. Al principio había un equilibrio de fuerzas entre los diferentes obispos, pero con el tiempo fueron destacando los obispos de las ciudades políticamente más destacadas en el Imperio (Antioquía, Alejandría, Constantinopla… y por supuesto, Roma). Es fácil comprender cómo el obispo de Roma, la capital imperial, no tardó en reclamar la soberanía sobre los demás obispos y sobre la iglesia universal. Pero no la logró fácilmente, e incluso, como veíamos, todavía en el siglo V ni los más “papistas” consideraban evidente que las palabras de Jesús a Pedro establecieran la supremacía romana. Cuando se hundió la autoridad imperial romana en el siglo V, el obispo de Roma tuvo la vía libre para asumir la autoridad espiritual (y, en la medida en que pudo, política) sobre toda “la cristiandad”. El papado se presentó como la continuación del poder imperial; incluso se asumió el ceremonial de la corte imperial, que pasó a enriquecer, hasta hoy, la liturgia eclesiástica. Pero el obispo de Roma todavía tardaría un tiempo en asumir de forma efectiva y “universal” esa autoridad.
El obispo de Roma asumió títulos que precisamente correspondían al emperador de Roma. Entre ellos está el pontifex maximus, un título que antiguamente correspondía a una autoridad religiosa romana, pero que en época imperial los emperadores paganos asumen en su proceso de divinización personal. Este título se traduce como “Sumo pontífice”. Aunque inicialmente los pontifices quizá se llamaban así por custodiar el puente (pons) Sublicio sobre el Tíber, el término “pontífice” (“que hace [de] puente”) evoca la idea de mediación. La mediación religiosa en el antiguo Israel la hacían fundamentalmente los sacerdotes, como se comprueba en todo el Antiguo Testamento. Parecería lógico pensar que en la iglesia cristiana también los sacerdotes son los mediadores. Ahora bien, ¿quiénes deben ser los sacerdotes en la iglesia? El mismo Pedro nuevamente, dirigiéndose a toda la iglesia en el texto que antes citado a raíz de la roca, dice: «Acercaos a él, piedra viva, reprobada por los hombres, pero elegida y preciosa para Dios. Vosotros también, como piedras vivas, estáis siendo edificados en una casa espiritual, en un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, agradables a Dios por medio de Jesucristo. […] Vosotros sois linaje elegido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido para Dios» (1 Pedro 2: 4, 5, 9, 10). El sacerdocio levítico del antiguo Israel no ha sido transferido a un grupo reducido de personas consagradas, sino a todos los cristianos, como personas dedicadas a Dios. Apocalipsis 1: 6 confirma la idea al establecer que «nos constituyó en un reino de sacerdotes para servir a Dios, su Padre» (ver también Apocalipsis 5: 10; 20: 6). Por supuesto, estos pasajes no se refieren a los ancianos, obispos o pastores de la iglesia, sino a todos los creyentes. En todo el Nuevo Testamento la palabra “sacerdote” sólo se aplica a dos tipos de personas: a los sacerdotes levitas del antiguo pacto de Israel, y a los cristianos en general. Ahora bien, en Israel también había un sumo sacerdote. Si todos somos sacerdotes, ¿quién es nuestro sumo sacerdote? Se lee en la epístola a los Hebreos: «Hermanos santos, participantes del llamado celestial, considerad al apóstol y sumo sacerdote de la fe que profesamos, a Jesús» (3: 1); «siendo que tenemos un gran Sumo Sacerdote, que entró en el cielo, a Jesús, el Hijo de Dios» (4: 14). La misma idea aparece en Hebreos 2: 17; 5: 5, 10 y otros textos de la misma epístola. En todo el Nuevo Testamento, la expresión “sumo sacerdote” sólo se utiliza para referirse bien a quien oficiaba este cargo según la ley de Moisés en el templo de Jerusalén (cargo caduco para los cristianos), bien a Cristo. Quien se arroga el título de sumo sacerdote claramente pretende ocupar el lugar de Cristo. Y eso es lo que hace precisamente desde hace siglos el papa, quien se denomina también a sí mismo “Vicario de Cristo”, cuando Jesús estableció que su único representante en la tierra sería el Espíritu Santo (Juan 14: 16, 26; 16: 7-15). Los sacerdotes del antiguo Israel eran mediadores ante Dios; así lo exigía el servicio de sacrificios y ofrendas del templo de Jerusalén, servicio abolido tras la muerte de Cristo (ver p. ej. Mateo 27: 51). Pero ahora esa función sacerdotal y mediadora se extiende a todos los creyentes; ni siquiera los apóstoles que estuvieron con Jesús pretendieron monopolizarla. La función sacerdotal de los cristianos se ejerce mediante la oración, algo para lo que todos están capacitados. Y la oración de unos, por mucha dignidad que pretendan tener, no vale más que la de otros (ver p. ej. 2 Corintios 1: 11; 1 Timoteo 2: 1). Pero esa mediación no sustituye la auténtica y única mediación: «Hay un solo Dios, y un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también» (1 Timoteo 2: 5). Nadie más puede mediar entre Dios y los hombres.
No pocos teólogos católicos niegan que Pedro fuera “obispo de Roma”, y admiten que el evangelio en ningún modo establece el “primado de Pedro” o la “sucesión apostólica”; pero a la postre aceptan el papado como institución legitimada por la tradición histórica, o por simple pragmatismo; es fundamentalmente por eso por lo que, a pesar de su distanciamiento de las posiciones más ultrapapistas, siguen siendo católicos romanos (ver Hans Küng no se entera y Habemus Papam). La Iglesia Católica Romana sostiene la inspiración, verdad y autoridad de la Biblia (ver el Catecismo, números 105-108). Ahora bien, admite también la autoridad de la Tradición, de ahí que esta iglesia «no saca exclusivamente de la Escritura la certeza de todo lo revelado» (nº 82). En los ejemplos que hemos estudiado y en muchos más, es evidente que cuando hay un conflicto entre la Revelación y la Tradición, la segunda se impone sobre la primera (comparar, por ejemplo, la versión de los Diez Mandamientos del Catecismo con el Decálogo bíblico). Se repite así aquello que Jesús reprochaba a los fariseos: «¿Por qué también vosotros quebrantáis el Mandamiento de Dios por vuestra tradición? […] En vano me honran, enseñando como doctrinas, mandamientos de hombres» (Mateo 15: 3, 9). En conclusión, sólo Dios es Padre, y muy especialmente Santo Padre; sólo Cristo es Sumo Sacerdote. No tiene además ningún vicario en la tierra, más que el Espíritu Santo. Cualquiera que ose asumir estas funciones, está tratando de usurpar la autoridad divina y de ocupar el lugar de Cristo. La Escritura también prevé y describe esa usurpación (2 Tesalonicenses 2: 1-4; 1 Juan 2: 18, 19). Para escribir al autor: guillermosanchez@laexcepcion.com |
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