La gran paradoja humana
© J.F.S.P. [juanfernandosanchez@laexcepcion.com] (30 de noviembre de 2002)

Grandes pensadores, a lo largo de la historia, se han preguntado por la esencia del hombre. Pero son raros los que se han adentrado en el auténtico meollo del problema humano. Quizá porque aceptarlo echa por tierra los lindos ensueños humanistas.

Muy probablemente, si se hiciera una encuesta mundial sobre la condición moral del ser humano, la gran mayoría de las respuestas vendrían a decir algo así como “en parte buena y en parte mala”. Se trata de una visión intuitiva, más o menos superficial, y más o menos consciente, que parece compartir un amplio porcentaje de nuestros congéneres. Pero que ha sido, además, avalada por conspicuos pensadores de todos los tiempos. “Mitad ángel, mitad demonio”, nos han dicho que es el hombre.

Justamente por ello, la teología popular, la literatura (no siempre la más excelsa)…, e incluso el cine de animación han insistido en que los humanos podemos ser igual de receptivos a la tentación del mal (pintado como un oscuro diablillo, tridente en mano, con cuernos y otros rasgos repulsivos) que a la invitación al bien (representado por un angelito blanco que nos habla al oído opuesto). He aquí la versión maniquea, dualista, bipolar… a que ha quedado reducido el gran conflicto cósmico del que nos hablan las Escrituras judeocristianas.

La cuestión relativa a la condición moral del ser humano es tan vital como frecuentemente ignorada por la historia del pensamiento. (Ésta se ha limitado, la mayor parte de las veces, a pasar de puntillas, o de soslayo, sobre ella, con la lógica consecuencia de que han sido ya demasiados los sistemas éticos, sociales, políticos, ideológicos e incluso utópicos abocados a darse de bruces con la realidad: vanos ensueños humanistas todos ellos…). Dicha cuestión forma parte fundamental de la pregunta por la naturaleza ontológica del hombre (ver Dualismo antropológico griego y judeocristianismo), es decir, la que inquiere por su ser y su composición global y elemental (física, psíquica, espiritual, material, atómica, energética…).

A menudo no se tiene lo bastante en cuenta que la respuesta básica que se dé al asunto ontológico condiciona mucho la que se ofrezca, a su vez, para resolver la cuestión de la moralidad intrínseca al ser humano. No es de extrañar, por ejemplo, que el dualismo antropológico se acompañe también de un dualismo moral. Así, y aun a riesgo de simplificar un poco, podemos afirmar que tanto la filosofía (neo)platónica como la religión católica romana (que se nutre de aquélla no mucho menos que del cristianismo) tienden a correlacionar la “parte espiritual” del ser humano (al menos, la más noble y elevada) con su tendencia al bien; y la “parte material” (cuando menos, la más baja), con su inclinación al mal.

A diferencia de esa visión pagana, la concepción monista que ofrece la Biblia, a la vez que integra espíritu y materia en un todo indisociable, sostiene en coherencia con ello que ese todo es o plenamente bueno o plenamente malo en un sentido moral. En concreto, habla de un hombre (plenamente) “bueno” anterior a la Caída, y (plenamente) “malo” con posterioridad a ella. No hay, pues, lugar para el maniqueísmo antropológico.[1]


Caída, historia y corazón humano

Si se acepta la Caída y las consecuencias implicadas tal como lass describe el texto bíblico, la historia humana resulta mucho más fácil de comprender que si se parte de cualquier otro supuesto; también el futuro se vuelve mucho más previsible. La trayectoria de la humanidad, en el marco espacio-temporal en vigor, ha estado, está y estará inexorablemente abocada al mal, por la sencilla razón de que el ser humano porta una naturaleza caída, plenamente mala.[2] Con semejante base, y en dicho marco, es imposible otro destino.

Ahora bien, no negaré que la afirmación anterior presenta problemas que suscitarán rápidas objeciones: “Es cierto que la historia humana no ha logrado jamás escapar al mal pero, ¿acaso no ha habido en ella ni un solo período, por breve que haya sido, de auténtico progreso moral, siquiera en algunos ámbitos espacio-temporales?” Y, sobre todo: “¿No nos cabe constatar, por pocas que sean, y más aún desde una perspectiva cristiana, mejoras morales genuinas en ciertas personas?” La respuesta en ambos casos es afirmativa, por tener razón ambas objeciones, y por más que aún pudiéramos seguir haciendo no pocos matices frente a ellas. ¿Cuál es la causa de que lo sostenido en el párrafo anterior sea cierto, pero no al cien por cien? Sencillamente, el hecho feliz de que la naturaleza humana, y el Mal, no es el único agente que interviene en la historia del mundo, ni siquiera el único que actúa en el corazón humano, que es donde se fragua en gran medida ese devenir histórico. De acuerdo con la concepción bíblica, Dios interviene en la historia, e incluso ha ubicado a un “intruso” dentro de la naturaleza humana, extrínseco a ella, y audible a través de la voz de la conciencia. Ésta, no se olvide, es ajena a las inclinaciones naturales del hombre, y su presencia sirve, más bien, para tratar de frenarlas e invitarnos a reconducirlas.

Pero es aquí donde llegamos a…


La gran paradoja humana

Se dirá y volverá a decir que el hombre es un “ser” (o incluso un “animal”) “racional”; y otros responderán, e insistirán, que no, que lo que define al ser humano es justamente lo contrario, su irracionalidad (no se confunda con a-rracionalidad). O, mediante otras tentativas, se nos recordará que la nuestra es la única especie capaz de hablar, o de reír, o de experimentar autoconciencia…

Al margen del grado de acierto, no pequeño, de cualesquiera de esas definiciones, lo importante es que ninguna de ellas llega al meollo de la problemática humana, a su gran circunstancia (por hablar en términos orteguianos). Pues aquellas caracterizaciones, valiosas para el análisis tipológico (y comparativo con otras especies), apenas llegan a rozar la verdadera condición humana.

Esta condición verdadera, esta gran circunstancia trágica que es la única de verdad relevante para el hombre, tiene la forma de una tremenda paradoja: El ser humano debe pero no puede. Con semejante realidad, ¿cómo no va a ser el individuo de nuestra especie alguien condenado, al menos en principio, a la ansiedad, al tormento interior, al sentimiento de culpa, y a desear evadirse por medio de las drogas y adicciones (en cualesquiera de sus formas), de la mística o del suicidio…?

La maldad humana es, en realidad, la impotencia para el bien, que nos es ajeno por naturaleza.[3] No podemos obrar el bien y, sin embargo, algo dentro de nosotros, pero ajeno a nosotros, nos exige que lo hagamos… ¡¿Cabe una condición más absurda que la humana?! (Y, ¿dónde quedan, por cierto, los bellos cantos al libre albedrío de nuestra especie?).

Confrontada por la ética a hacer el bien, y no sólo a título meramente formal y externo, sino íntimo y auténtico, mi naturaleza se rebela y clama: “¡No puedo!” Pero la voz de la conciencia no cede por ello en su exigencia: “¡Debes!” ¿Cómo puede ser esa voz un emisario de Dios, concebido éste como el sumo amor? No podría serlo, no podríamos hablar de un Dios-Amor, salvo que ésa no fuera la única forma en que él interviene en nuestras vidas…

La Biblia nos dice, por cierto, que Dios no se limita a decirme “¡Debes!”; también se ofrece a salvarme de mi impotencia (“Ahora no puedes, pero gracias a mí podrás un día…”). A través de esa voz (el “¡Debes!” que ha insertado en mí) me apremia a darle la razón a mi naturaleza, a hacer mío su grito: “¡No puedo!” He ahí la humildad (ver Modestia y humildad), que no es otra cosa que el reconocimiento de mi impotencia, de que sin ayuda externa jamás podré llegar a cumplir con lo que me exige el “¡Debes!”.

La propuesta esperanzada del cristianismo bíblico (ver Mateo 11: 28-30; Romanos 7: 15-25) es justamente ésa: “Admite tu debilidad, reconoce tu impotencia, no niegues tu maldad natural. Y arrójate, como un niño, en los brazos de Quien puede dejar la gran paradoja humana convertida en un macabro recuerdo del pasado.”

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[1] Tampoco, en realidad, para ningún tipo de maniqueísmo cósmico, en la medida en que existe una distancia infinitamente abismal, trascendental, entre el Bien (Dios Creador) y el Mal (originado en una criatura; ver El origen del mal). No cabe hablar de una dicotomía bipolar en el universo, sino de una esencia absoluta y eterna, el Bien, y una condición contingente y temporalmente tolerada, el Mal.

[2] Respecto a esta plena maldad conviene aclarar: 1. Que no tiene por qué ser constantemente visible (i.e., continuos actos reprobables); el miedo, el interés, las convenciones sociales, el freno de la conciencia (de la que luego hablaremos) y otros factores impiden, por fortuna, la plena manifestación de la maldad humana. 2. Que no debe confundirse maldad con premeditación perversa, alevosía, crueldad y otras actitudes similares; éstas, por supuesto, entrarían en el ámbito de aquélla, pero la maldad no necesariamente las exige. 3. Que la maldad es constitutiva del ser humano, y por tanto tiene que ver más bien con el ámbito de las motivaciones que con el de las intenciones; es más esencial al ser humano que sus actos.

[3] De inmediato se comprenderá, entonces, que por muy triste que sea nuestra condición natural, hay al menos un consuelo moral, y no pequeño: No somos culpables de nuestra maldad intrínseca, pues nacemos con ella (y afirmar que nacemos culpables, cosa que por cierto hacen ciertas confesiones religiosas nominalmente cristianas, es lo mismo que afirmar que somos culpables de nacer…).

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