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Mentalidades católica y protestante Por causa de un ecumenismo mal orientado y de un excesivo énfasis moralista, se observa en nuestro tiempo una acusada tendencia a minimizar las diferencias entre catolicismo romano y protestantismo. (Aunque nada complaciente con el primero, este artículo no debe entenderse como un ataque a ningún creyente en particular. Son las ideas y no las personas el objeto de nuestra crítica). «No puedo ni quiero retractarme en nada,
porque no es seguro ni honesto Cierta escritora lo tenía muy claro: «Cristo fue protestante.»1 Aludía así a las protestas de Jesús contra la adoración formalista e hipócrita en la que había devenido el judaísmo, y asemejaba esa actitud del Maestro a la que muchos siglos después mostraron los Reformadores. En este artículo no vamos a abordar la cuestión teológica que históricamente separó al protestantismo del catolicismo romano. Tampoco pretendemos enzarzarnos en la polémica surgida a partir de la tesis de Max Weber relativa a la superioridad de los países y comunidades protestantes.2 Nuestro modesto propósito es, más bien, subrayar los aspectos prácticos que se derivan de la diferencia entre las mentalidades protestante y católica romana, con sus consecuencias para el estilo de vida de cada cual.3
El catolicismo romano es el fruto de un retroceso en el seno del cristianismo primitivo hacia posturas paganas. Esta evolución se fue acentuando con el transcurso de los siglos, particularmente en la época de apogeo de la Iglesia Católica: la Edad Media. Las repercusiones de este singular alejamiento de la Biblia fueron múltiples y abarcantes. Se puede afirmar que afectaron a todas las doctrinas distintivas del cristianismo. El protestantismo nació precisamente con el fin de frenar y revertir ese progresivo desplazamiento hacia el paganismo religioso y moral. Sus líderes no buscaban separarse de la Iglesia de Roma, sino restaurar en ella los principios bíblicos y la pureza evangélica. El apogeo del protestantismo tuvo lugar en el siglo XVI y en los inmediatamente posteriores, a lo largo de los cuales la Reforma se mantuvo viva y fiel a sus principios. A fines del siglo XIX, sin embargo, las corrientes teológicas liberales y modernistas condujeron a un sector cada vez más amplio del protestantismo a cuestionar la fiabilidad de las Escrituras. En realidad, sin darse cuenta, muchos protestantes (en un principio, teólogos, exégetas y otros académicos) se deslizaban así hacia una postura católica respecto a la Biblia, según la cual no es Dios quien dice la última palabra, sino el hombre.
Hablamos, pues, de dos visiones religiosas mucho más alejadas de lo que a menudo se afirma. Mientras el romanismo tiende a centrarse en el ser humano, su esfuerzo y su libre albedrío, el protestantismo clásico enfatiza sin cesar la gracia y la soberanía de Dios como únicas garantías para superar nuestra condición caída. En este sentido, cabe afirmar que se trata de dos concepciones que se dan la espalda, mirando en sentidos opuestos.
La tabla comparativa superior muestra algunos de los puntos principales en los que divergen las dos tradiciones religiosas. Donde el protestante ve incapacidad humana natural, que le lleva a recelar permanentemente de sí mismo, el católico tiende a confiar en sus fuerzas y cuando estas no son suficientes en la cualificación moral de otros seres humanos con méritos acreditados. Desde esta óptica se entiende que el catolicismo romano sea más humanista (en sentido académico, según el cual el hombre puede) que el protestantismo clásico. De ahí su confianza en los mediadores humanos terrenales (curas, monjes, obispos, papas...) y celestiales (vírgenes, santos...) que tanto proliferan en el cosmos religioso católico romano. La fe humanista conduce de modo natural a la concesión de exageradas prerrogativas a ciertos seres humanos, en función de su erudición, talento, o de una pretendida superioridad espiritual y moral. Se llega así a justificar la humana inclinación a prevalecer sobre el prójimo, adueñándose de su conciencia, e incluso deificándose. Lo que Pablo de Tarso asoció con el misterio de la iniquidad.4 El sacramento de la confesión auricular al sacerdote es paradigmático de esa rígida jerarquía espiritual nacida de la confianza humanista. Por esta práctica se favorece que el fiel delegue su conciencia en su confesor, a quien cuenta sus pecados, y el cual le administra una penitencia ritual. Es el sacerdote quien decide la gravedad de las faltas cometidas por el fiel y el pago para purgarlas. De este modo, el papel de la conciencia ante Dios queda reemplazado por la subordinación de la conciencia moral a las decisiones falibles de otro ser humano, no necesariamente menos pecador que el penitente. La confesión obligatoria5 s una de las bases históricas del poder sacerdotal y papal, y se encuentra entre las que más y mejor han cimentado el clericalismo: estilo de liderazgo, supuestamente fundado en una prelación espiritual, por el cual se consagra la supremacía más o menos paternalista y/o tiránica de la minoría (el clero) sobre la mayoría (el pueblo). El clericalismo conlleva también la primacía de la iglesia (el elemento humano) sobre la Palabra (el fundamento divino). Y, en virtud de la superespecialización eclesiástica del clero, abona la consideración de la jerarquía como la Iglesia por excelencia, y de los miembros del clero como los religiosos por antonomasia, quedando los demás fieles reducidos a la condición de seglares.6 Esta división espacial entre lo sagrado (entendido como el ámbito oficial de lo religioso) y lo profano (lo que queda fuera de aquel ámbito) también se produce en el plano temporal. Así, el calendario eclesiástico ritualiza el tiempo,7 como consecuencia de lo cual se producen curiosos fenómenos. Un ejemplo es la histórica oficialización de los orgiásticos carnavales,8 regulados como alegres fiestas profanas previas a la lúgubre y sagrada cuaresma; otro, la repetición anual del llamado adviento, tiempo que en el romanismo designa los cuatro domingos previos a la celebración navideña. Se vuelve figuradamente así al periodo anterior a la primera venida de Jesús, ya acaecida, mientras se olvida aguardar la segunda,9 aún pendiente. La delegación de la conciencia propiciada por el sacramento de la confesión, la separación de los ámbitos sagrado y profano (o, respectivamente, religioso y secular), y la distinción entre los pecados por su supuesta gravedad (se habla de mortales y veniales, lo que alimenta una cierta permisividad), son rasgos que históricamente no han contribuido a reforzar la credibilidad del sistema entre sus mismos fieles. Y que han modelado una peculiar idiosincrasia en el católico típico. En concreto, se puede comprender que la seriedad, el compromiso práctico integral (todavía es común que se distinga entre creyentes y practicantes) y la espiritualidad profunda, no resulten favorecidos por los citados rasgos. Con frecuencia, el resultado es una actitud pícara o incluso cínica. En todos los puntos expuestos, la mentalidad protestante ofrece rasgos muy distantes, y a veces incluso diametralmente opuestos a los que configuran la mentalidad católica (véase, de nuevo, la tabla comparativa).
Nada nuevo diremos si afirmamos que la esencia de la españolidad, tal como suele entenderse, incluye de manera destacada el talante católico romano. La historia de España, siempre a caballo entre la permisividad y la tiranía religiosa, es un producto típico de ese talante. El dominio espiritual y temporal sobre las conciencias, la mitificación clerical de los gobernantes, el nacional (o imperial-)catolicismo derivan todos ellos de esa visión pagana del cristianismo. Pero no más que sus contrapartidas lógicas, surgidas (y eclesiásticamente reguladas) por la necesidad de encontrar válvulas de escape a tanta opresión: la fiesta (incluida la nacional), el exceso, el desorden, el pícaro desprecio de la ley...; pero también la rebeldía política desbocada, aunque nacida de un ansia legítima de libertad: no es extraño que en España, como en otros países católicos y ortodoxos del sur y el este de Europa, y como en la América Latina, la izquierda revolucionaria (comunista, incluso anarquista) arraigase con mucha más fuerza que en las naciones protestantes del norte de Europa y de América, con democracias más longevas, estables y equilibradas. Ni lo es que llegase a ser lugar común referirse a la condición ingobernable del pueblo español. En pocos países modernos se ha fracasado tan clamorosamente en el logro de un equilibrio entre autoridad y libertad, y si en nuestros días el desastre se ha visto en buena medida atenuado (de manera más engañosa que real), ha sido gracias a la influencia de los valores políticos y morales de inspiración protestante, que llegaron a prevalecer en Europa. (¿Qué hubiera sido de España en otro contexto histórico o geográfico...?). La mentalidad católica romana es tan medular en el ser español que, contra lo que ellos crean, no suelen librarse de ella ni los ateos más rotundamente anticlericales. Estas comillas indican, precisamente, que por lo común ignoran el meollo real del clericalismo. Se trata de una ignorancia casi inevitable: despectiva frente a todo lo que huela a religión, la cultura progre española (ver Progres: El ocaso de una pose) acostumbra a efectuar un análisis superficial del fenómeno, identificándolo meramente con la moral tradicional impuesta por los curas, y tan contraria a sus tendencias libertinas. Pero el verdadero mal del clericalismo radica más bien en su naturaleza político-religiosa: en la propensión católica romana a la unión de la iglesia y el estado, propensión que se encuentra en la misma definición de esta religión. Pero sólo desde una óptica religiosa10 es posible comprender plenamente por qué. En realidad, el progre español promedio es, por su mentalidad, un típico católico romano, sólo que declaradamente agnóstico o ateo. Sus gustos libertinos no son menos culturalmente católicos que la moral tan detestada por él, debido precisamente a que esa moral, de hecho, siempre tuvo en la práctica las válvulas de escape mencionadas. Así resulta comprensible que cuando el progre español, puesto ante la situación de elegir entre el protestantismo y el catolicismo, vea siempre con mejores ojos al segundo, aun desde una supuesta distancia, por considerar al primero demasiado lúgubre y puritano; es decir, no tan permisivo como el talante católico romano (éste, más colorista y mediterráneo). El movimiento antiprogre que emerge en la actual coyuntura españolas (ver La Brigada Antiprogre) no es menos culturalmente católico romano que los progres. De hecho, y aunque no siempre desde una convicción profunda, tiende a defender explícitamente incluso los aspectos propiamente religiosos de esa mentalidad. Justamente por reacción a la cultura declinante, los antiprogres enarbolan los valores tradicionalmente españoles, sin escrúpulos a la hora de efectuar las más osadas reinterpretaciones históricas. Entretanto, el protestantismo sigue aguardando su oportunidad en este país que siempre despreció la Reforma. Pero, cuando es genuino, no se obsesiona por ello, pues sabe que el mensaje cristiano de salvación es primariamente para los individuos, no para entes colectivos como los países. Sabe, incluso, que cuando el énfasis se torna colectivista, el cristianismo degenera inevitablemente en clericalismo. Notas © LaExcepción.com |
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