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Dualismo
antropológico griego y judeocristianismo La de la naturaleza humana es una de las cuestiones clave de cualquier pensamiento sistemático. De la respuesta que reciba dependerán las posturas y actitudes respecto a múltiples problemas. Presentamos aquí, a un nivel introductorio, algunas de las posiciones que sobre este asunto sostiene La Excepción. Aun cuando los filósofos presocráticos se centraron más en el cosmos que en el hombre (algo propio de una mentalidad panteísta como la suya), encontramos ya entre ellos algunas referencias interesantes a su concepción acerca de la naturaleza humana, por otro lado deudora de las visiones mitológicas y homéricas de la Grecia Antigua. Digamos antes que el concepto de naturaleza en los griegos está estrechamente vinculado al del ser, concebido en clave monista ("todo es uno") y, como ya hemos señalado, a menudo panteísta ("todo es Dios"), en la medida en que se consideraba a todo dotado de vida, e incluso de alma (pneuma). Así, la physis (naturaleza) sería la esencia de cada cosa pero también el principio (arjé) de todo lo que existe. Esto se halla particularmente presente en los tres primeros filósofos presocráticos, los milesios: Tales, Anaxímenes y Anaximandro.
Pitágoras y su escuela, en línea muy próxima a las corrientes religiosas órficas, definen ya una primera antropología filosófica, altamente deudora de las creencias tradicionales (mitología pagana). El hombre, según ella, estaría compuesto de una parte material, el cuerpo, y otra de origen celeste, el alma (psyche), cuya sustancia básica sería el pneuma infinito que llena el cosmos. (Algo, por cierto, muy similar a los conceptos hindúes de atman y brahman, respectivamente, lo cual delata el común origen pagano de unas y otras creencias). De acuerdo con el pitagorismo, las almas de los seres humanos estarían condenadas a transmigrar (o reencarnarse) en el caso de no haberse purificado antes de la muerte. (De nuevo, salta a la vista la similitud con las filosofías orientales). Heráclito, también presocrático, comparte el dualismo cuerpo-alma sobre un fondo básicamente monista-panteísta. Mantiene, además, la superior estima conferida al alma sobre el cuerpo, al sostener que la sustancia de la primera es más pura y sutil que la del segundo. Y así, hasta Sócrates, casi todos los pensadores griegos creen en un alma inmortal, separable del cuerpo. (La excepción es el atomista Demócrito, defensor de un materialismo radical, y por tanto de un alma material, lo que no le impide aceptar la existencia de los dioses). Sócrates, por su parte, afirma el carácter divino del alma humana. Aunque no queda muy claro hasta qué punto defiende la inmortalidad de la misma (su propia forma de morir ha sido a menudo interpretada como evidencia de que así era, pero en la Apología, el libro que la relata, compara la muerte con un sueño sin sueños), su antropología, nada sistemática, se sustenta sobre una base dualista alma-cuerpo. Su discípulo e inicial portavoz, Platón, mucho más sistemático en este asunto, es el gran defensor filosófico del abismo cuerpo-alma y de la superioridad e inmortalidad de ésta, a la que atribuía, como órficos y pitagóricos, la capacidad de transmigrar y reencarnarse. Afirma el historiador de la filosofía Guillermo Fraile que «Platón tuvo siempre un concepto elevadísimo del alma, como una entidad inmaterial distinta y contrapuesta al cuerpo». Pero es interesante señalar que también en este gran pensador hay un fuerte sustrato panteísta, como se revela en los comentarios del Timeo sobre el Alma cósmica, compuesta de los tres géneros supremos (lo Idéntico, lo Diverso y la Esencia), de cuyos residuos se habrían formado las almas inferiores, incluidas las de los hombres. El cuerpo sería el vehículo del alma (también su prisión), pero Platón indica que no es lo mismo encarnarse en un cuerpo de varón que, por ejemplo, en uno de mujer (inferior a aquél, pero superior al de un animal). El último gran filósofo griego, Aristóteles, aunque inicialmente muy influido por su maestro Platón, va incorporando de manera progresiva elementos antropológicos y biológicos que lo aproximan, en cierto modo, al materialismo de Demócrito (al que, no obstante, combate agudamente). De hecho, el fundador del Liceo afirma la unidad sustancial alma-cuerpo. Ello no le impedirá, sin embargo (y a pesar de que va matizando esta tesis a lo largo de su vida), aceptar la inmortalidad del alma, cuando menos la de su parte intelectiva. Pese a todo, pues, no llega a desprenderse del dualismo de fondo alma-cuerpo.
Cuando se parte de una visión panteísta o inmanentista de la realidad y de la naturaleza, es imposible llegar, sin solución de continuidad, a la idea bíblica de creación. Todas las religiones de todos los tiempos (con excepción de la bíblica), y todas las filosofías precristianas (pero también, por desgracia, la mayoría de las filosofías postcristianas, en la medida en que han hecho de la razón humana su fundamento epistemológico) han sido incapaces de concebir, e incluso han tenido por absurda, la idea de creación divina a partir de la nada. De ahí que José Ferrater Mora, en su célebre Diccionario de Filosofía, afirme: «La concepción griega del hombre puede admitir que el hombre ha sido "formado" y hasta que lo ha sido de un modo distinto de todos los demás seres. Pero en ningún caso admite que el hombre ha sido creado. Lo último, en cambio, es lo característico del judaísmo y del cristianismo.» Las filosofías y religiones paganas se mueven siempre en un mismo plano de inmanencia. Esto significa que todo (incluido el ser humano y los dioses) pertenece a un mismo orden de cosas. No hay, en ese planteamiento, lugar para lo trascendente. En realidad, el inmanentismo global es otra forma de aludir al monismo ("todo es uno") como base interpretativa del conjunto de lo existente. La concepción dualista alma-cuerpo se desarrolla en la historia de la filosofía griega, al menos en parte, como fruto del debate intelectual acerca de cómo conciliar esa supuesta unidad del ser (o monismo esencial) con la diversidad aparente (fenoménica) de seres de todo tipo: astros, piedras, animales, plantas, hombres, dioses... La tendencia general dentro de ese ámbito filosófico consistió en afirmar un continuum de sustancia común a todos los seres, y de manera destacada entre el alma humana y el "alma cósmica" o "universal". En este sentido, los individuos, en tanto que seres tangibles diferenciados, serían básicamente apariencias, o fenómenos, o copias de una realidad superior (constituida, en Platón, por el Mundo de las Ideas). Dicho continuum holístico, común a las filosofías orientales y, en general, al misticismo esotérico de todos los tiempos y lugares, negaría toda opción a una creencia genuinamente trascendente (entendiendo aquí la trascendencia como lo contrario de la inmanencia; así como ésta implica un solo plano de la realidad, aquélla supondría un abismo ontológico entre el Creador y todo lo demás).
El helenismo de los siglos anteriores a Cristo y el neoplatonismo latino posterior contribuyeron a impregnar de ideas dualistas primero el judaísmo y después el cristianismo, a pesar de que la Biblia, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, defiende una visión monista de la naturaleza humana (es decir, no hay separación esencial alma-cuerpo, ni por tanto inmortalidad del alma), así como una visión dualista del conjunto de la realidad (a un lado está Dios, y a otro, todo lo demás: criaturas y resto de la creación). Justamente, la base para aceptar sin problemas el monismo antropológico humano radica en la admisión de dos enseñanzas bíblicas: la infinita trascendencia de Dios y su creación del cosmos a partir de la nada. Con estos principios en mente, no es preciso suponer un alma esencialmente distinta del cuerpo, y por ello no es de extrañar que la Biblia nunca haya sostenido una doctrina semejante. © LaExcepción.com |
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