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El eje Washington-Vaticano El texto presente es una continuación de Juan Pablo II, ¿“el papa de la paz”?, y como tal amplía el marco de nuestro análisis sobre la posición del Vaticano en la pasada guerra iraquí. Pero arroja, de paso, no poca luz adicional sobre sus planes hegemónicos mundiales. Antes de la guerra, las relaciones del Vaticano con Estados Unidos e Israel eran ya muy buenas. Con el primer país, sobre todo desde los tiempos de la “Santa Alianza” entre Reagan y el propio Juan Pablo II, a principios de los años ochenta; con el segundo, desde el Acuerdo Fundamental de 1993 (ver “Tierra Santa”). La visita de Wojtyla a Oriente Próximo durante el Jubileo del año 2000 reforzó estas relaciones. Era necesario, además, asegurarse la confianza no sólo del conjunto del islam (aspecto en el que ya venía incidiendo Roma con su ecumenismo supracristiano; ver Los hijos de Abrahán), sino también el de los sectores más descaradamente antioccidentales y “anticristianos”: los llamados “fundamentalistas islámicos”, protagonistas de buena parte del terrorismo palestino. La imagen del papa enfrentado al “Satán” de Occidente, los Estados Unidos de América, resultaba ideal para ganarse esa confianza. Son bien conocidas, asimismo, las excelentes relaciones del Vaticano con la Autoridad Nacional Palestina (y en concreto con su presidente, Yaser Arafat). Juan Pablo II y Arafat pactaron en febrero de 2000 el llamado estatuto internacional de Jerusalén, lo que significa que «el régimen de statu quo se cumplirá en los Santos Lugares» y que «la OLP reconoce la libertad de la Iglesia católica para ejercer su derecho a desarrollar sus funciones y tradiciones, ya sean espirituales, religiosas, morales, benéficas, educativas o culturales», según un documento firmado por Celestino Migliori, subsecretario para Relaciones con los Estados, y por Emile Jarjoui, miembro del Comité Ejecutivo de la OLP (Elcorreogallego.es, 29.3.03). El reciente giro de las relaciones entre Israel y Palestina, inmediatamente posterior al comienzo de la invasión de Irak, resulta altamente significativo en este contexto. La aprobación de la Hoja de Ruta como documento base para las negociaciones de paz, parece tener estrecha relación con las presiones papales antes y durante aquella guerra, así como con sus mediaciones e intereses en el conflicto palestino-israelí. Es en este escenario en el que ha de entenderse la primera visita de Colin Powell al papa una vez conquistado Irak (ver “El Papa defiende ante Powell la necesidad de un Estado palestino”, en El Correo Digital, 3.6.03). Los frutos, aunque siempre difíciles de recoger, parecen estar llegando en las últimas semanas a un ritmo cada vez más firme y decidido. Incluso Israel, usualmente la parte más reacia a firmar acuerdos (por ser la más fuerte y por sentir, a la vez, que su fuerza es precaria), empieza a dar indicios de aceptar de una forma práctica la Hoja de Ruta (ver, por ejemplo, “Sharón invita a su homólogo palestino a una entrevista en cuanto forme su gobierno”, El Mundo, 19.4.03; “Sharón está dispuesto a aplicar la Hoja de Ruta tras recibir garantías de EE UU”, El País, 24.5.03; y, sobre todo, “Mazén pide a los palestinos el fin de la violencia y Sharón promete desmantelar las colonias ilegales”, El Mundo, 5.6.03). Por supuesto, no es aventurado prever que el proceso conocerá nuevos obstáculos, pero nunca como en la actualidad se habían dado tantas condiciones favorables a su feliz término (resumámoslas: la determinación estadounidense, fruto de las exigencias vaticanas; la imposición occidental de un moderado, Abú Mazén, como primer ministro palestino, para de paso eclipsar la figura de Arafat, tan desagradable al consorcio Israel-EE. UU.; la situación de casi total arrinconamiento del terrorismo islámico, una vez concluida, con la conquista de Irak, la última fase de la campaña bélica estadounidense iniciada a raíz del 11-S).
Paralelamente a estas maniobras en Oriente Próximo, el Vaticano avanza en sus pretensiones de influencia política global. El que su posición ante la guerra haya consistido básicamente en solicitar la aplicación del derecho internacional le ha permitido ganar puntos en su lucha por contar con una posición más privilegiada en la ONU, donde, sin ser estado miembro, figura como “observador permanente”. Determinados sectores (feministas y partidarios nuevaeristas del cambio de paradigma; ver Globalización, Nueva Era y religión) vienen luchando contra este estatus, mientras que George W. Bush lo apoyó durante su campaña. Ahora el Vaticano se erige en máximo defensor del sistema de las Naciones Unidas. El cardenal secretario del Estado Vaticano, Angelo Sodano, afirma que «todos deberían hacer lo que les corresponde para ayudarles a asumir [a las NU] un papel cada vez más activo y eficaz en el escenario mundial»; en ese sentido, la “Santa” Sede «pretende estudiar las posibles formas de una mayor presencia en esta asamblea» (La Razón, 25.11.02). Una vez terminada la guerra, Juan Pablo II defiende que «las Naciones Unidas están llamadas a ser más que nunca el lugar central de las decisiones sobre la reconstrucción de los países» (Zenit, 15.5.03). Ahora bien, en el concierto de las naciones es «más necesaria que nunca una autoridad mundial que asegure la paz y promueva el desarrollo de los pueblos. [...] La situación de crisis de la ONU causada por la guerra en Irak no contradice sino que refuerza la petición de la Pacem in Terris sobre una autoridad política mundial» (arzobispo Renato Martino, presidente del Consejo Pontificio para la Justicia y la Paz, en Zenit, 11.4.03). Georges Cottier, teólogo de la Casa Pontificia, lo expone claramente: «Podemos ayudar a las Naciones Unidas: su trabajo es indispensable, pero no pueden hacer todo. Necesitan nuestra colaboración» (Zenit, 15.4.03). La calculada posición vaticana, que tanto satisfizo a los opositores a la guerra y que tan poco preocupó a los que emprendieron la contienda, logra situar a la “Santa” Sede en un plano de autoridad que excede al de cualquier otro liderazgo mundial. Esto no lo han expresado así solamente muchos políticos e intelectuales; los propios dirigentes romanos lo proclaman de sí mismos. Así, según Juan Pablo II, la Iglesia Católica Romana (ICR) se hace portavoz de la «conciencia moral de la humanidad en el estado puro, de una humanidad que desea la paz, que necesita la paz» (Zenit, 16.2.03). Ante anglicanos, ortodoxos y luteranos, el arzobispo Tauran declaraba que «la Santa Sede es una potencia, pero una potencia moral» cuya estrategia es «dar voz a la conciencia de las personas y de los pueblos, constituyendo una especie de corpus moral internacional. [...] La razón de ser de la Santa Sede en el seno de la comunidad de naciones es ser la voz que la conciencia espera, sin disminuir por esto la aportación de demás tradiciones religiosas» (Zenit, 25.5.03). Este liderazgo refuerza el largo proceso de “ecumenismo” dirigido por Juan Pablo II (ver Ecumenismo y autoridad). A raíz de la oposición de la mayoría de las confesiones cristianas a la guerra de Irak (incluida la iglesia metodista de Estados Unidos a la que pertenece Bush), el papa considera que «en un mundo lleno de peligros e inseguridad, todos los cristianos están llamados a proclamar al unísono los valores del Reino de Dios. [...] Los hechos de los últimos días hacen este deber urgente. [...] La búsqueda de la comunión plena entre todos los cristianos es un deber» (Zenit, 24.3.03). Además, dado que existe el riesgo de que se acentúe el llamado “choque de civilizaciones”, urge revitalizar el «diálogo interreligioso» (Zenit, 14.4.03). Manfred Kock, presidente del consejo alemán de la Iglesia Evangélica, señalaba en esta línea que «la actitud sobre la guerra ha sido un buen signo ecuménico entre católicos y evangélicos» (La Vanguardia, 1.6.03). Esta ofensiva de liderazgo global abarca también otro frente: la tradicional exigencia de que se citen las “raíces cristianas” de Europa en la Constitución de la Unión Europea, a punto de aprobarse (ver ¿Una Europa confesional?). El incremento de prestigio del papado parece que suscita simpatías a esta solicitud, renovada con fuerza los últimos meses. Finalmente, parece bastante probable que en la próxima convocatoria de los premios Nobel Juan Pablo II obtenga el de la Paz; ya el año anterior se rumoreaba esta posibilidad, pero finalmente recayó, en plena guerra de Afganistán, sobre la ONU y su secretario general (ver Una burla a toda la humanidad). Tal eventualidad supondría una nueva oleada de reconocimiento de su figura y de la institución a la que representa.
Ya hemos apuntado (ver Juan Pablo II: ¿”el papa de la paz”?) cómo los máximos dirigentes de Estados Unidos y del Vaticano en ningún momento entendieron la oposición papal a la guerra en clave de enfrentamiento real. Ya antes de la guerra, el presidente del episcopado alemán, cardenal Karl Lehmann, restaba importancia a las diferencias de enfoque, que otros se empeñaban en interpretar como un plante del papa a Bush: «¿Por qué no se puede tener un parecer diferente entre amigos sobre una cuestión determinada?» (Zenit, 12.3.03; cursiva añadida). En este sentido, es sumamente ilustrativa una entrevista con el estadounidense Ronald Rychlak, delegado de la “Santa” Sede ante el Tribunal Penal Internacional (TPI) (Zenit, 1.4.03). Sus declaraciones son “sorprendentemente” cercanas a las de Estados Unidos en numerosos puntos de política internacional. Por ejemplo, en relación con el papel del Consejo de Seguridad de la ONU: «Algunos piensan que vamos hacia una época en la que el Consejo de Seguridad debería ser más a menudo, si no siempre, la entidad que decida estos asuntos. Pienso que esto no es realista. Ya se deba a su propia falta de voluntad para hacer cumplir sus resoluciones o a la decisión de Estados Unidos y Gran Bretaña de ir adelante sin la aprobación de la ONU, parece que la autoridad del Consejo de Seguridad en este área ha sido seriamente debilitada». En cuanto al propio TPI, Rychlak considera que «usado de manera apropiada puede ayudar a hacer justicia en el mundo, en primer lugar llevando a los tiranos ante la Justicia. Al mismo tiempo, el tribunal podría ser la causa de gran daño. [...] Dudo que los verdaderos malhechores se detengan por la amenaza de que el TPI les persiga. Tal persecución tendrá lugar con abogados y el debido proceso, y no existe el riesgo de la pena de muerte. No estoy abogando para que el tribunal adopte la pena de muerte, pero la disuasión se mide normalmente basándose en la certeza y severidad del castigo». Teniendo en cuenta que quien habla no es una voz más de la ICR, sino un representante del Estado Vaticano, resulta significativa esta posición ambigua ante el tribunal de reciente constitución, boicoteado por Estados Unidos. Se puede apreciar cómo el papado, que tanto dice defender el derecho internacional, comparte en gran medida los criterios de Washington y parece justificar implícitamente la decisión estadounidense de no someterse a este tribunal. Su declaración final supone un apoyo abierto a la política exterior de Estados Unidos: «Los estadounidenses no han llevado a cabo estas guerras [en referencia a la Segunda Guerra Mundial y la de Afganistán] para conquistar; nosotros [los estadounidenses] hemos sido vistos más a menudo como liberadores. Ciertamente hemos cometido errores. Quizá recordaremos la actual guerra como un error. Pero muchos estadounidenses, sin embargo, piensan que nuestras fuerzas están intentando hacer lo correcto. Lo sabremos en cuestión de meses.» Hasta donde nos consta en La Excepción, de entre todos los analistas, católicos o no, que han abordado la posición vaticana ante la guerra de Irak, sólo aquellos sectores del catolicismo más conservador y combativo parecen haber comprendido su trascendencia real. No es de extrañar, en la medida en que son quienes más se identifican con la histórica y permanente línea de pensamiento del papado, que subyace a aparentes aggiornamentos conciliares y revoluciones aperturistas. En un interesantísimo artículo aparecido en la revista Arbil (nº 67, abril de 2003), titulado “Algunas reflexiones en torno al conflicto iraquí y a la actitud de los católicos”, Ángel Expósito Correa expone los múltiples puntos de contacto entre Wojtyla y Bush: En primer lugar, la voluntad de ilegalizar el aborto (Bush «elaboró un programa de aproximación a los católicos que hizo época») y de oponerse a él en los foros internacionales. El presidente «define su actitud como “cultura de la vida”, refiriéndose explícitamente a la terminología utilizada por el Papa». En segundo lugar, el apoyo a «la permanencia de la Santa Sede en su función de observador permanente en la ONU». Además, hay profundas coincidencias en temas éticos (como la oposición a la clonación humana y las campañas a favor de la continencia sexual), o en otros como la lucha mundial contra el SIDA. «En política interior Bush ha pedido continuamente que la subsidiariedad fuera el cimiento de la reforma del estado de bienestar» y ha favorecido que la intervención del estado en los problemas sociales y los relacionados con las minorías sea progresivamente reemplazada por la labor de las asociaciones y congregaciones religiosas (incluso ha situado al mando del ente coordinador creado para esa misión «a un médico católico que ha pasado diez años de su vida con Madre Teresa de Calcuta»). Destaca Á. Expósito cómo Bush «hace apostolado de la oración en casi todos sus discursos; y ha defendido a la Iglesia católica y al Papa (contrariando a muchos de sus votantes fundamentalistas protestantes) durante los escándalos de pedo-filia»; y, a continuación, el autor se pregunta: «¿No deberíamos alegrarnos como católicos de esta línea prográmatica de la administración Bush y tratar de imitarla -importándola- a Europa? ¿Es que acaso no viene como anillo al dedo tras la Nota doctrinal de la Congregación para la Doctrina de la Fe sobre “el compromiso y la conducta de los católicos en la vida política”? ¿No es un aliciente para todos nosotros ver cómo muchas de las exigencias morales que nos recuerda tal documento vaticano se ven realizadas por el presidente de la nación que actualmente detenta el liderazgo mundial y que marca las pautas de conducta y las modas -desgraciadamente a Europa llegan sólo las negativas- para buena parte del orbe?». Por si fuera poco, Expósito cita a continuación las declaraciones vaticanas más ambiguas (o claramente favorables a la posición de EEUU), a fin de contrarrestar un supuesto “No a la guerra” radical. Y concluye: «Me parece pues muy demagógico contraponer Bush al Papa en el tema concreto de la guerra sin matizar que las diferencias son más bien de medios y de plazos.» En una magnífica síntesis, agrega que «el que la Santa Sede considere que la doctrina Bush sobre la guerra preventiva –así como ha sido expuesta por la Casa Blanca– pueda chocar con la doctrina católica de la guerra justa y que esté convencida de que todavía existen márgenes para una solución pacífica –mediante la continuación de las inspecciones de la ONU– no significa que de suyo la contradiga o que el posible ataque sea de por sí injusto. Lo que realmente parece temer la Santa Sede (junto a las posibles consecuencias para los cristianos [...]) son las consecuencias de una mal explicada y/o expuesta “guerra preventiva”. Es decir, si realmente no se tiene el mayor número de pruebas posible que hagan evidente la amenaza de Iraq para la seguridad de Occidente y de Oriente Medio es preferible buscar otras soluciones». El párrafo final constituye una auténtica revelación programática: «Éstas son sólo algunas de las contradicciones de cierto mundo católico que evidencian la urgencia de una intensa labor sociocultural con el fin de devolver criterios y categorías (histórico-teológicas, además de políticas), que permitan la difusión y la inculturación de una auténtica cultura católica, paso previo y fundamental para la restauración/instauración de una futura Civilización natural y cristiana.»
Lejos de enfrentar al Vaticano y al gobierno de los Estados Unidos, la guerra de Irak ha supuesto una gran oportunidad para un mayor acercamiento diplomático (ya antes del 11-S Bush había comentado que «el Papa es el mejor interlocutor del mundo y de los pueblos»; El Mundo, 24.7.01), así como para una ratificación, con redefinición incluida, de la “Santa Alianza” que en los años ochenta establecieron Ronald Reagan y el presente papa. El 3 de marzo la consejera para la Seguridad nacional del presidente George Bush, Condoleeza Rice, se encontró con exponentes católicos estadounidenses, entre los que se encontraban cuatro cardenales. «Al final del encuentro, no se revelaron detalles sobre los contenidos de la conversación» (Zenit, 4.3.03), al igual que ocurriera dos días después tras la visita a Bush del cardenal Pio Laghi, enviado de Juan Pablo II. En las horas previas al estallido bélico, el secretario de Estado norteamericano Colin Powell llamó por teléfono al arzobispo Jean-Louis Tauran, para comunicarle: «Comprendemos las inquietudes del Papa, pero en ocasiones hay cuestiones que no podemos evitar porque amamos la paz y quisiéramos que se alejaran y creo firmemente que ésta es una de esas cuestiones» (Zenit, 19.3.03). La agencia vaticana no informa de que el antiguo general de la guerra del Golfo recibiera reprimenda alguna por sostener esa postura. Poco después de la toma de Bagdad, John Bolton, subsecretario del Gobierno de los Estados Unidos para el control de los armamentos y de la seguridad internacional, fue recibido por Tauran, ante quien confirmó el compromiso de su gobierno de respetar las normas que deben seguirse en la guerra. También apreció «la disponibilidad de la Iglesia católica para colaborar en el campo humanitario en el alivio de los sufrimientos de la población iraquí», e hizo referencia a «las recientes declaraciones del presidente George W. Bush en Belfast sobre la rápida resolución del conflicto palestino-israelí para que todo Oriente Medio pueda alcanzar la paz» (Zenit, 9.4.03). Aparte de las lamentaciones y preces papales por el sufrimiento de las víctimas de la guerra, en aquellos días ni una sola condena explícita de ésta salió de Roma (sí algunas tibias e indirectas: «La guerra de prevención como método no sirve para nada. Si hay que prevenir se tiene que hacer durante un plazo limitado», dijo Renato Martino, presidente del Consejo Pontificio Justicia y Paz; Argenpress, 23.5.03). Por el contrario, un comunicado hecho público por la Secretaría de Estado del Vaticano califica «los últimos acontecimientos ocurridos en Bagdad» como «un cambio radical muy importante en el conflicto iraquí y una oportunidad significativa para el futuro de la población», y «auspicia que las operaciones militares en curso en el resto del país terminen pronto, con el fin de ahorrar otras víctimas, tanto civiles como militares, y más sufrimientos a esas poblaciones. [...] Ahora que se perfila la reconstrucción material, política y social de Irak, la Iglesia católica está lista, mediante sus instituciones sociales y caritativas, a prestar el socorro necesario» (Zenit, 10.4.03). Cuando las tropas estadounidenses se apoderaron del centro de Bagdad, el cardenal Ratzinger confesó: «Estamos felices de que haya salido así. No se podía prever lo que podía pasar y con las armas químicas todo era posible. Pero ahora se puede volver a empezar». En cuanto a la supuesta oposición frontal a la guerra, se limitó a decir que «resistir a la guerra, a sus amenazas de destrucción, era algo justo» (Zenit, 10.4.03), dando a entender que era legítimo hacerlo, pero no la única opción éticamente válida. Las declaraciones más nítidas –recogidas por la agencia vaticana Zenit– sobre la cercanía total entre ambas potencias provienen de James Nicholson, embajador de George W. Bush ante el Vaticano, quien considera que «las relaciones entre los Estados Unidos y la Santa Sede siguen siendo buenas, pues se fundan sobre valores comunes. El presidente Bush y el Vaticano comparten verdaderamente muchas cosas: el respeto por la vida, por la dignidad del hombre, por las libertades religiosas, por los derechos humanos. En los valores estamos verdaderamente cerca, somos así». «Al hablar a los diplomáticos de todo el mundo, el Papa dijo: “No a la guerra. No es siempre inevitable”. En esto, los Estados Unidos estaban totalmente de acuerdo. Añadió: “La guerra debe ser el último recurso”. Y también sobre esto estábamos de acuerdo». «Días después, volvió a hablar sobre el argumento: “la guerra es un fracaso para la humanidad”. También estábamos de acuerdo en este caso. Fundamentalmente no nos hemos encontrado en contraste con las declaraciones del Papa. Es un hombre de paz, no puede expresarse de otro modo». Y, significativamente, en una clara afirmación (difundida, sin comentario alguno, por el propio Vaticano), destacaba: «Por otra parte, no ha dicho nunca: “La guerra es inmoral”. La doctrina de la Iglesia considera la hipótesis de una guerra justa, por ejemplo, en caso de que un país sea atacado o corra el riesgo de un ataque inminente. El presidente Bush ha considerado que los Estados Unidos se encontraban en esta condición. El Papa no ha compartido este juicio». ¿Qué dirán sobre esto los católicos que se han manifestado contra la guerra, creyendo sinceramente que sus dirigentes avanzaban en la misma línea pacifista? Si bien Nicholson considera que éste no ha sido el objetivo principal de la postura del papa, «sus intervenciones» a favor de la paz «han tenido un efecto positivo en el mundo islámico». «Han comprendido que no se estaba levantando ninguna trinchera religiosa». «Estados Unidos espera que el mundo haga propia la exhortación del Papa: “Los hombres deben aprender a vivir en recíproca tolerancia”. Evitar el choque de civilizaciones es el objetivo de los Estados Unidos», concluyó (Zenit, 13.4.03). Tras esta “reconciliación” (de quienes jamás se enfrentaron), llega el momento en que en el Consejo de Seguridad se debate si levantar o no las sanciones a Irak. Desde luego, el Vaticano, junto con numerosas organizaciones internacionales, siempre denunció el criminal embargo que contribuyó al exterminio del pueblo iraquí. Pero en esta ocasión eran los propios Estados Unidos quienes exigían el levantamiento para así poder explotar sin límites los recursos del país conquistado. De ahí que, siendo la razón del embargo la supuesta presencia de armas de destrucción masiva, sólo los inspectores de la ONU podrían dictaminar el fin del mismo. Pero, como era de prever, el Consejo de Seguridad aprobaba el fin del embargo, sancionando de este modo, sin discusión ni denuncia alguna, la violación del derecho internacional que había supuesto la guerra (a partir de ese momento los países “pacifistas”, especialmente Francia, renuevan su idilio con el gobierno de los Estados Unidos, como si nada hubiera pasado). El Vaticano, por supuesto, se suma a las celebraciones del fin del embargo, sin efectuar la más mínima referencia a las causas que acabaron con el mismo (y, de paso, con la vida de varios miles de iraquíes; Zenit, 23.5.03). El pasado 1º de junio Bush calificaba a Juan Pablo II como «uno de los líderes morales más grandes de nuestro tiempo» (Zenit). Esta declaración fue muy bien acogida por la Curia vaticana (Estrella Digital, 1.6.03), y precedió a la visita de Colin Powell al papa. Previamente a ésta, y por si a alguien le quedaban dudas sobre si el Vaticano condena realmente la guerra de Irak, Powell dejó claro que no tenía intención de pedir excusas al papa por la decisión de atacar Iraq (ibid.); está de más decir que tampoco Juan Pablo II se las exigió. El diplomático manifestó también que pensaba convencer al papa de que el pueblo iraquí había sido “liberado” (Religion Today, 14.6.03). El encuentro estuvo marcado por la simbología militar (saludo de Powell a la Guardia Suiza que lo recibió protocolariamente; uso por parte de éste del término militar “Sir” al dirigirse al papa). Al final, Juan Pablo II le pidió que trasmitiera sus “respetuosos saludos” al presidente de Estados Unidos (ACI, 2.6.03) y lo despidió con uno de los lemas favoritos de Bush y de su nación en los últimos tiempos: «Dios bendiga a América» (El Correo, 3.6.03). Posteriormente el portavoz papal explicó que el encuentro entre ambos se celebró en «un clima verdaderamente cordial», favorecido por los elogios de Bush al papa (Zenit, 2.6.03).
El recorrido que hasta aquí hemos efectuado permite comprender que las cosas no son tan sencillas como los medios de comunicación, ellos mismos muy poco “avisados”, han dado a entender por medio de sus énfasis y valoraciones. A resultas de éstos, durante el conflicto iraquí la opinión pública nacional e internacional ha interpretado, mayoritariamente, los gestos papales como los propios de un sincero pacifista o, cuando menos, los de un esforzado pacificador. Esperamos haber demostrado que la realidad es mucho más compleja. Como telón de fondo de las aparentes discrepancias sobre la guerra iraquí entre Estados Unidos y el Vaticano, había entre ambos un forcejeo –iniciado por el segundo– que tenía menos que ver con esa contienda bélica de lo que aquellas disensiones parecían indicar. La necesidad de renovar y redefinir la ya añeja “Santa Alianza” era la clave. Si a principios de los ochenta es fácil comprender que la iniciativa para firmarla fue sobre todo norteamericana, en la actualidad ha sido el Vaticano el principal interesado en ratificarla. Entonces, Estados Unidos precisaba ayuda para desembarazarse de su gran rival, la Unión Soviética; en nuestros días, la “Santa” Sede ha sentido la necesidad de que la única superpotencia militar del planeta, siempre tentada a la autosuficiencia, prestase una (todavía) mayor atención a las aspiraciones romanas y acelerase su puesta en práctica. De alguna manera, con sus exigencias bajo la presión del “No a la guerra”, el Vaticano estaba reclamando a Estados Unidos el pago de sus servicios prestados en la lucha victoriosa contra el comunismo. El mencionado forcejeo, con todo, va aún más allá de los objetivos específicos del Vaticano. A este peculiar estado, así como a la iglesia que le sirve de fundamento (la ICR), no le gusta tener que andar siempre dependiendo de la potencia secular de turno. Y, para esa preciada autonomía, ¿qué mejor que la supremacía? Detrás de bastidores, la guerra de Irak escondía otra guerra: la que, fiel a su tradición, la “Santa” Sede ha emprendido, desde su recuperación como potencia mundial décadas atrás, en pos de la autoridad suprema. En la nueva Edad Media que parece emerger en nuestros días, la ICR vuelve a sentirse capaz de desempeñar el papel decisivo, aunque ahora ya a escala planetaria. No en vano cuenta con la institución –el papado– a la que tantos atribuyen la mayor autoridad moral del mundo. Y, tratándose de una institución que es al menos tan temporal como espiritual, ¿por qué no elevar también esa autoridad a la esfera política? La lucha por la supremacía es parte, sin duda esencial, de los planes ecuménico-globalistas del Vaticano conducentes a obtener la hegemonía decisoria en todo el planeta. ¿Por qué toda esta realidad es generalmente pasada por alto, incluso por muchos conspicuos analistas? Hay varias razones. A la habilidad vaticana para mantener sus verdaderos propósitos en la mayor discreción posible, debe añadirse la general desatención del factor (neo)religioso en nuestro tiempo, especialmente en España y la mayor parte de Europa. Este hecho es fruto de la extendida mentalidad progre o modernista (ver Progres: El ocaso de una pose), que, aunque declinante, sigue presente a través de su poderosa inercia posmoderna. Pero hay otro elemento aún más crucial, y que afecta incluso a muchos de los que sí conceden importancia a ese factor (neo)religioso. Se trata de la falta de comprensión acerca de la naturaleza político-religiosa de la ICR, así como de las implicaciones prácticas de esa naturaleza (ver Mentalidades católica y protestante) y de los riesgos que las acompañan. Estos rasgos de la ICR ayudan a comprender, por ejemplo, por qué resulta errónea cierta hipótesis que ha circulado entre algunos ardientes pacifistas, y a la vez sinceros admiradores de Juan Pablo II, desde que empezó a clarificarse el desenlace de la guerra iraquí. Las decepciones de esas almas nobles se habían ido acumulando paulatinamente: primero, el papa no había visitado la ONU para frenar la guerra; después, no había viajado a Bagdad como “escudo humano” para detenerla; más tarde, una vez iniciada, se había mostrado más preocupado (tanto él como el resto del Vaticano) en la “reconstrucción” de Irak que en condenar la invasión; finalmente, había llegado su “reconciliación” con los representantes de la superpotencia agresora, Powell incluido… Semejante “desinfle” progresivo de la oposición papal a la guerra fue interpretado por esos sectores aludiendo a la posible situación que el anciano y enfermo Juan Pablo II estaría sufriendo como “rehén” de la propia Curia romana. Pero esta interpretación supone ignorar la estructura jerárquico-papista que caracteriza a la ICR y al Estado Vaticano, así como dar excesiva importancia al estado de salud del papa (no tan malo como para impedirle hacer ya dos intensos viajes, a España y a Croacia…, nada más concluida la guerra; ni tan abarcante como para haber afectado a su excelentelucidez mental, públicamente exhibida de manera reiterada en las últimas semanas). Si realmente el papa es un hombre tan honrado como se dice –cuestión en la que aquí no entramos–, y si su oposición a la guerra era tan rotunda como a aquellos admiradores suyos les pareció, ¿cómo pensar, entonces, que iba a dejarse “secuestrar” por nadie? A la mínima protesta suya, todo su inmenso prestigio se hubiera llevado por delante a sus “secuestradores”. (En cuanto a salidas aún más expeditivas por parte de éstos, al modo de lo que quizá le pasó al antecesor del papa actual, resultarían para ellos al menos igual de problemáticas…). Por lo demás, las consideraciones de los párrafos previos tampoco deberían hacer pensar a nadie que, con sus presentes concesiones (sobre todo, en relación con la Hoja de Ruta), Estados Unidos está dando mucho más que la “Santa” Sede en el proceso negociador. La fuerza de la superpotencia romana es ya asombrosa, pero aún no sobrepuja (significativamente, al menos) a la superpotencia estadounidense. Aparte de la ayuda recientemente prestada por el Vaticano para “legitimar” en la ONU la ilegal ocupación de Irak, Estados Unidos cuenta con la ICR para configurar la neoideología que tanto necesita, de cara a proseguir y justificar su campaña bélica y “antiterrorista” “Maldad Duradera”; y con vistas a reafirmar su hegemonía militar y económica sobre todo el planeta. Periclitadas las ideologías de los siglos XIX y XX, el sistema vuelve a echar mano ahora de la religión. Y, puestos a instrumentalizar esta poderosa fuente de motivación humana, ¿por qué no recurrir a la versión de la misma que es, con mucho, la más influyente en nuestros días? Digamos para terminar que resulta triste, pero significativa, la extendida creencia de que la más genuina representación del cristianismo actual reside en una institución como el papado-Estado Vaticano, cuyos fundamentos son principalmente políticos, y cuyos principios de actuación están basados, por tanto, más en el cálculo y la estrategia que en la firmeza de convicciones éticas. ¡Qué poco tienen que ver los típicos ardides y estratagemas que, bajo sus faldones, urden y utilizan los maestros de la “diplomacia vaticana”, con aquella sencillez evangélica pregonada por el Maestro verdadero: «Vuestro “sí” sea “sí”, y vuestro “no” sea “no”; para que no caigáis en condenación» (Santiago 5: 12)! Pero se equivocan si piensan que jamás serán descubiertos: «Nada hay encubierto que no se llegue a descubrir, ni oculto que no se haya de saber. Lo que dijisteis en tinieblas, será oído en plena luz; y lo que hablasteis al oído en las habitaciones más escondidas, será pregonado en las azoteas» (Lucas 12: 2, 3). © LaExcepción.com |
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