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¿Reciprocidad o libertad religiosa? En la gran mayoría de los países islámicos no hay libertad religiosa; en el mejor de los casos hay cierta tolerancia para que las minorías practiquen sus creencias, pero las leyes y la costumbre dificultan la posibilidad de que un musulmán se convierta a otra religión. Se acepta que los hijos de los cristianos, por ejemplo, conserven la fe de sus padres, pero está o prohibido o muy limitado el dar a conocer la fe propia a los musulmanes. En el peor de los casos, la práctica de otra religión está penada con la privación de derechos, e incluso con la muerte. Por otro lado, sobre todo como consecuencia de los flujos migratorios, el islam cuenta cada vez con un mayor número de fieles en países no musulmanes, especialmente en Occidente. En consecuencia, estas comunidades construyen sus mezquitas y practican su fe en un contexto de mayoría cristiana o secular y de libertad religiosa. Ante esta realidad, es frecuente que desde Occidente se exija a los países islámicos reciprocidad en el reconocimiento de derechos básicos. El papa actual y otros miembros de la Curia romana la han solicitado en varias ocasiones (por ejemplo, Ratzinger el 15.5.06 y el 25.9.06, el cardenal Ruini el 21.3.06, o Giovanni Lajolo, secretario de la Santa Sede para las Relaciones con los Estados, el 17.5.06; todas sus declaraciones, recogidas por la agencia vaticana Zenit).
En noviembre de 2008 las autoridades de Arabia Saudita solicitaron al gobierno de Rusia permiso para construir una mezquita en Moscú; el Kremlin respondió que concedería tal autorización a cambio de la construcción de una iglesia ortodoxa en la capital saudí. Algunos han celebrado esta respuesta como «un saludable ejercicio de libertad religiosa» (Línea Cope, 9.12.08). Si la iniciativa hubiera partido de los musulmanes rusos, sería inaceptable que nadie les pusiera objeciones a la búsqueda de financiación, incluida la saudí. Todas las organizaciones religiosas de alcance mundial buscan recursos entre fieles de otros países. Pero, por la información disponible, parece que ha sido la dictadura teocratista saudí quien ha tenido la iniciativa de construir la mezquita en Rusia. Así que la primera cuestión en cuanto a los derechos humanos no es la presencia de mezquitas (punto en el que todos los medios han cargado las tintas), sino la iniciativa saudí de construir cualquier tipo de edificio. El derecho a construir una mezquita lo tienen los musulmanes residentes en Rusia. Lo que sería cuestionable es que el gobierno saudí, dada su condición totalitaria, esté legitimado para promoverla tanto en Rusia como en cualquier otra parte. Téngase en cuenta la propaganda a favor de su régimen que, más o menos directamente, pueden proporcionarle las mezquitas que financia.
Ahora bien, ¿son coherentes los “países democráticos” en su boicot a las dictaduras? ¿Acaso Occidente no establece todo tipo de vínculos con regímenes liberticidas? Y centrándonos en el caso que nos ocupa, ¿está Rusia legitimada para dar lecciones éticas, y concretamente en el campo de la libertad religiosa? ¿Extenderá esta preocupación por los derechos humanos a toda relación política y comercial con Arabia y otros países con regímenes similares? ¿Pondrá los mismos reparos al capital procedente de países occidentales que agreden derechos humanos fundamentales mediante guerras ilegales, secuestros y retención de “combatientes”, etcétera? Para poder exigir libertades a otros, quien lo haga debería mostrar el máximo esfuerzo por practicarlas en su país y en su actuación en el mundo. Y si un gobierno exige a otros libertad religiosa, debe establecerla de antemano y con carácter incondicional en su propio territorio. Pero es que además la respuesta de Rusia no supone en absoluto una exigencia de libertad religiosa en Arabia. La libertad religiosa no consiste en que se toleren ciertas prácticas a una confesión, sino en que todas por igual puedan ejercerse libremente. Lo que ha pedido el gobierno ruso es que, ya que ellos toleran la mezquita (vinculada a la religión oficial de un país confesional), los saudíes autoricen una iglesia ortodoxa. Tal planteamiento da a entender que, al igual que el islam es la religión oficial de Arabia Saudita, la ortodoxia es la religión oficial de Rusia, y denota que en este país no existe la libertad religiosa (algo que de facto es muy cercano a la verdad, pues la legislación y la práctica política en Rusia establecen una situación de supremacía de la iglesia ortodoxa y de severas limitaciones a otras confesiones). Es por tanto una exigencia contraria a la libertad religiosa.
Quienes plantean la reciprocidad como medida para fomentar la libertad religiosa participan de una visión del mundo de raíces medievales (mantenida hoy por los defensores del choque de civilizaciones), en la que no existe la separación de la iglesia y el estado. Según ésta, las religiones están indisolublemente vinculadas por la tradición a una tierra y a la población que la habita, y los dirigentes de estas confesiones ostentan la representación religiosa del territorio (éste es el principal motivo de conflicto, por ejemplo, entre el Vaticano y el patriarcado ortodoxo de Moscú; ver Ecumenismo cristiano). Los regímenes islámicos se encuentran anclados en esa concepción; en ellos el islam es la religión oficial, y el conjunto de la sociedad se identifica con la comunidad de creyentes. Al igual que ocurría en la España medieval, las minorías de otras religiones pueden convivir en estos países, a veces con un estatus y unos derechos reconocidos, pero siempre bajo la figura de la tolerancia, no de la libertad. Denominarlos “países musulmanes” sería acertado desde esa perspectiva. Pero hablar de “países cristianos”, como tan frecuentemente hacen ciertos líderes, supone una traición a la naturaleza del cristianismo, incluso en el caso de que alguna confesión que se llame “cristiana” fuera oficial en un país, pues por definición el cristianismo no es un sistema social, sino una opción personal fruto de una conversión (ver Juan 1: 12 y Marcos 16: 15-16), y contrario a toda imposición. Además, la mayoría de las veces se denomina “cristianas” a realidades sociales muy alejadas del cristianismo genuino (ver Apostasías). El planteamiento de la reciprocidad conduce a graves distorsiones: en el caso que nos ocupa, se entiende que la construcción de un lugar de culto no es un derecho, sino un privilegio que se puede conceder o no. Esa misma concepción está presente en algunas declaraciones de la jerarquía católica romana. El cardenal Murphy-O'Connor, arzobispo de Westminster, afirmaba: «Nosotros en Occidente debemos imponer algún tipo de reciprocidad: nosotros somos tolerantes con las mezquitas o con que la gente lleve ropa distintiva; esperamos lo mismo para las minorías cristianas en países islámicos, que haya tolerancia para que podamos llevar crucifijos, libertad de culto y cosas por el estilo» (Zenit, 28.3.06; se añaden todos los destacados). El problema de plantear la cuestión de este modo es que toda tolerancia puede tornarse en intolerancia. La libertad religiosa de los ciudadanos debe ser respetada como un derecho inalienable, no tolerada como una concesión (ver Ecumenismo humanista). En afirmaciones de este tipo está agazapada, a modo de amenaza, la idea de que la falta de reciprocidad puede ser un fenómeno “de vuelta”: si los gobiernos de los países musulmanes no toleran a los cristianos, entonces los gobiernos de los “países cristianos” quizá dejemos de permitir ciertas prácticas (nótese el significativo uso del “nosotros” por parte de Murphy-O’Connor, autoridad religiosa de una confesión específica).
Desde luego, serán positivos todos los esfuerzos (pacíficos) por parte de Occidente para que los países islámicos avancen hacia la libertad religiosa. Pero plantearlo en términos de “imposición”, como hace el cardenal de Westminster, es contraproducente (y sintomático). Desgraciadamente, no se prevén avances rápidos hacia la libertad religiosa en estos países; y la globalización rampante no debe hacernos olvidar que los cambios sociopolíticos tienen su dinámica histórica, que es lenta (o muy rápida… cuando se promueven guerras o violentas revoluciones). Frente a las posiciones del papa y de otros jerarcas, Paul Hinder, vicario apostólico del Vaticano en la Península Arábiga, considera que «el término reciprocidad está investido de un significado ambiguo, que es mal tolerado» en el mundo islámico, e insistir en él «en sentido matemático no funciona». Recuerda a sus correligionarios que «el concepto de democracia según la mentalidad occidental es el resultado de un largo proceso que también a la Iglesia [Católica Romana] le ha costado aceptar. No se pueden imponer democracia y derechos como los conocemos nosotros, porque son fruto de un itinerario que no es por fuerza el que deben hacer también los Emiratos Árabes» (Zenit, 29.8.08). Sin duda, no está mal que los países democráticos influyan para que los no democráticos ajusten sus legislaciones a los principios emanados de los derechos humanos. Ahora bien, esta solicitud no puede estar basada en la reciprocidad, por una razón muy sencilla: la libertad es un principio, y por tanto no debe estar condicionada a las acciones de los demás. Si los países occidentales admiten la libertad de expresión, no lo hacen en función de que otros la admitan también. Si así fuera, se estarían equiparando en el fondo con los países sin libertades. En el caso de la libertad religiosa, los defensores de la reciprocidad olvidan un asunto fundamental: la religión es una opción personal que va mucho más allá del lugar de nacimiento y residencia. Parecen olvidar que el cristianismo no es un patrimonio de los países occidentales, ni el islam de los países de mayoría musulmana. La libertad para abrir una mezquita en Europa no es un privilegio concedido a los extranjeros, sino un derecho básico de cualquier persona que resida aquí, independientemente de su origen (hay que recordar que no todos los musulmanes europeos son inmigrantes). Igualmente, es de esperar que en los países musulmanes haya libertad religiosa, no porque los occidentales allí residentes lo merezcan, sino porque es un derecho humano fundamental. Esgrimir el concepto de reciprocidad implica amenazar con no “ofrecer” a los musulmanes (extranjeros o no) lo que “ellos” (es decir, los regímenes de inspiración islámica) no “nos dan”; implica por tanto amenazar con suprimir derechos fundamentales, o condicionarlos al modo en que otros países los practiquen. Implica rebajar un principio democrático a una prerrogativa opcional. Como muy bien explica Umberto Eco: «Somos una civilización pluralista porque permitimos que en nuestro país se erijan mezquitas, y no podemos renunciar a ello solo porque en Kabul metan en la cárcel a los propagadores del cristianismo. Si lo hiciéramos, nos convertiríamos también en talibanes« (A paso de cangrejo, Barcelona: Debate, 2007, p. 257). Angelo Scola, patriarca católico romano de Venecia, declaró a Le Monde: «Debemos pedir a los países islámicos que hagan todo lo necesario para respetar la libertad de cada creyente que vive y trabaja en sus territorios, de dar a cada uno, sea cual sea su confesión, los medios para ejercer su libertad. Pero no quiero exigir a toda costa la reciprocidad. Hay una parte de dar gratuitamente en la fe cristiana que puede llegar a impactar en el corazón del otro» (26.3.05). Habría que matizar que la libertad religiosa que los musulmanes encuentran en Europa no es un “don gratuito de la fe cristiana”, ni mucho menos una concesión de la Iglesia Católica Romana, sino un principio democrático. Por lo demás el planteamiento de Scola es correcto.
El periodista marroquí Zouhir Louassini escribe: «Tal vez se esté olvidando que también en Occidente, mientras Iglesia y Estado no estuvieron separados, el cristianismo se comportó ni más ni menos que como ocurre en muchos de los países islámicos actuales. El verdadero desafío es convencer a las sociedades islámicas de la validez de los valores laicos y no el de conducir a las sociedades occidentales a impregnarse nuevamente de razonamientos religiosos» (El País, 1.4.08). En este artículo, Louassini incurre en algunos errores conceptuales, como considerar que “la Iglesia” es exclusivamente la católica romana, confundir lo “cristianista” con lo cristiano, o desvincular el laicismo de la religión –cuando las raíces de esta corriente están precisamente en el cristianismo genuino–; a pesar de ello, Louassini defiende con agudeza el principio fundamental en toda esta polémica: la separación de las confesiones religiosas y el estado como garantía de libertad. Efectivamente, resulta escandaloso que quien más predica la reciprocidad, quien ahora pretende dar lecciones de libertad religiosa, sea un poder político-religioso que a lo largo de su secular historia ha combatido todas las libertades básicas. Hasta el Concilio Vaticano II (1962-1965) la posición oficial del papado fue la que expresa el Syllabus de Pío IX (1864), en el que se condena enfáticamente a quienes defienden que «todo hombre es libre para abrazar y profesar la religión que guiado de la luz de la razón juzgare por verdadera» (III.XV), y a quienes creen que «la Iglesia no tiene la potestad de emplear la fuerza, ni potestad ninguna temporal directa ni indirecta» (V. XXIV). Pío IX abomina de la separación de la Iglesia «del Estado y el Estado de la Iglesia» (VI.LV); defiende que la religión católica romana ha de ser «tenida como la única religión del Estado, con exclusión de otros cualesquiera cultos» (X.LXXVII), y que a los extranjeros en «países católicos» no les ha de ser «lícito tener público ejercicio del culto propio de cada uno» (X.LXXVIII). Aunque el Concilio Vaticano II contradijo explícitamente estos posicionamientos, el Syllabus, como el resto de documentos conciliares de la historia, jamás ha sido ni será derogado por el papado, entidad experta en el Principio de Sí Contradicción. Es más, en 2000, el año de las “peticiones de perdón” papales, Juan Pablo II no sólo no renegó del siniestro legado de este “pontífice” que además decretó la infalibilidad papal, sino que exaltó su figura e inició su proceso de «beatificación». Ésta es la institución que ahora dice defender la libertad religiosa y exige la reciprocidad. Para escribir al autor: guillermosanchez@laexcepcion.com Leer también: BXVI: ¿Apostando por la guerra? (17.9.2006) Los hijos de Abrahán (30.7.2002) |
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