¿Qué es una “secta”?
© Javier Torrontegui
www.laexcepcion.com (17 de noviembre de 2010)

En 1979, dos sociólogos de la Universidad de Texas publicaron, en la revista Sociological Analysis, un artículo titulado La secta Tnevnoc. En dicho trabajo, los autores quisieron dar a conocer la existencia de una secta de carácter internacional que históricamente había sido objeto de represión social, pero que en la actualidad era socialmente aceptada. Dicha aceptación resultaba difícil de entender, según los sociólogos, porque sus prácticas se parecían considerablemente a las de otras sectas frontalmente rechazadas por la sociedad en general.

Así, por ejemplo, en el artículo se detalla cómo el mencionado grupo religioso buscaba reclutar nuevos miembros entre jóvenes y adolescentes, personas altamente receptivas a los mensajes idealistas. Una vez dentro de la organización, se les sometía a un adoctrinamiento profundo y los nuevos miembros eran inducidos a comprometerse por entero a los dictados del correspondiente dirigente, hasta convertirse en individuos totalmente dependientes e incluso, en ocasiones, carentes de voluntad libre.

Los recién llegados eran obligados a deshacerse de todos sus efectos personales con la finalidad de desligarse de sus vidas anteriores y, a veces, se les limitaban considerablemente los lazos y compromisos con el exterior. Debían concentrar su tiempo y energías en las actividades llevadas a cabo dentro de la institución.

Bromley y Shupe, los autores del artículo, detallaban que los miembros de esta secta debían adquirir la rutina de despertarse a las 4:30 de la mañana para hacer frente a un arduo día de trabajo, intercalado con largas horas de oraciones, meditaciones, cantos y otras ceremonias. Los componentes de este colectivo, al igual que los miembros de la secta Hare Krishna, llevaban cuentas para utilizar en sus monótonos y repetitivos cantos. Entre las celebraciones llevadas a cabo, casi siempre vetadas a cualquier observador ajeno, destacaba, según los sociólogos, una especie de fiesta donde se realizaban actos de canibalismo ritual. En dichas celebraciones, los miembros consumían alimentos que simbólicamente representaban partes del cuerpo del difunto fundador.

Entre tantas ocupaciones, los miembros de la secta Tnevnoc sólo podían disfrutar de una hora al día de “tiempo libre”; aunque incluso durante este breve período de tiempo podía prohibírseles estar solos o en grupos sin supervisión. Además, siempre según el artículo, los individuos dormían en tablones de madera con esteras de paja fina, llevaban una dieta espartana y con frecuencia se veía sometidos a una considerable presión para ayunar periódicamente.

Tal y como ya hemos comentado, los recién llegados a la organización, al ingresar en la secta, debían cortar el vínculo con personas e instituciones que previamente les hubieran servido de apoyo emocional. Durante el primer año se les prohibía salir de la comunidad y las visitas eran drásticamente limitadas. Dichos individuos fueron autorizados a escribir únicamente cuatro cartas al año. Dentro de la organización existía un sistema de parentesco ficticio en el que los líderes asumían los roles parentales, en un intento de sustituir a los padres naturales. En realidad toda la lealtad debía ser orientada hacia el colectivo, y de manera especial, hacia sus líderes. Éstos eran considerados representantes de Dios en la tierra y, en consecuencia, se les debía una obediencia absoluta. La sumisión de los nuevos miembros llegaba a formalizarse por medio de una promesa escrita, donde manifestaban su voluntad de obedecer de manera absoluta a los dictados de los líderes durante tres años.

Tal y como sucede en los Hare Krishna, quienes ingresaban en la secta Tnevnoc debían cortarse el pelo y vestirse con prendas especialmente diseñadas para que no hubiera distinción alguna entre los distintos miembros. En la secta Tnevnoc el intento de eliminar la individualidad llegaba a extremos tales que a los sujetos no se les permitía poseer o mirarse en espejo alguno.

En este ambiente tan restrictivo, con frecuencia las infracciones menores podían llevar a ser públicamente castigadas. En ocasiones, los líderes podían llegar a realizar ceremonias públicas de degradación donde los miembros eran obligados a postrarse frente a sus líderes y besar sus pies o, de manera alternativa, eran castigados negándoseles los alimentos.

Tras la publicación del citado artículo, algunas personas se mostraron indignadas por la existencia de dicha secta y exigieron a los autores que desvelaran el lugar donde podía ser localizada. Quienes así se manifestaban no habían caído en la cuenta de que el trabajo de Bromley y Shupe hacía referencia a un convento católico. En realidad, la palabra Tnevnoc era, simplemente, convent (“convento”), pero escrita al revés.


El poder de las palabras

¡Qué paradójico resulta el lenguaje! Gracias al lenguaje los seres humanos somos capaces de desarrollar un pensamiento articulado y definido. Igualmente, el lenguaje permite que podamos comunicar nuestro pensamiento a los demás. Las relaciones humanas se fundamentan en la capacidad del lenguaje. Es más, nuestra cultura actual y la historia de la humanidad hubieran resultado imposibles sin el lenguaje.

Ahora bien, el lenguaje no sólo posibilita nuestro pensamiento y nuestro conocimiento, también los condiciona. Un ejemplo ilustrativo de ello lo tenemos en el término nieve. Para los occidentales dicho término expresa una realidad; pero los esquimales, para hacer referencia a dicha realidad, lo que nosotros entendemos por nieve, emplean treinta palabras distintas. Ellos viven rodeados de nieves, son capaces de observar diferencias entre los distintos tipos de nieves. Algo que a nosotros nos resulta imposible. El término nieve nos permite conocer cierta realidad; pero, a su vez, nos impide conocer la diversidad existente en dicha realidad.

Así pues, el lenguaje posibilita, pero a su vez condiciona; refleja, pero también construye. Necesito las palabras para elaborar mi pensamiento, pero dichas palabras, en la medida en que reflejan mis valores y creencias y las de la sociedad en la que estoy inmerso, pueden determinar mi pensamiento.

Pero hay algo más que debe ser añadido respecto a las palabras. Pensamos con palabras y las palabras influyen en nuestros pensamientos; pero, además, éstas “influyen en nuestra forma de sentir” (Grijelmo, 2000, p. 31). Como alguien acertadamente señaló: “Toda palabra tiene su olor”. Es por ello que cuando escuchamos determinadas palabras se desatan en nuestro interior sentimientos de afecto o de repulsa. Ello sucede con independencia de que lo afirmado sea verdadero o falso. Las palabras alcanzan al intelecto; pero más allá del mismo, afectan a las emociones.

Así pues, cabe afirmar que las palabras, con frecuencia, no se limitan a transmitir mera información o a enunciar una realidad de forma objetiva. Con frecuencia traen consigo, de manera implícita, una opinión y un juicio. En ese sentido, podemos afirmar que las palabras juzgan. Como afirma Grijelmo: “Juzgan los jueces, los árbitros, nos juzgan los números y los resultados. Pero también las palabras” (Grijelmo, 2000, p. 217).

Todo ello hace que debamos considerar a la palabra como un instrumento que acumula un gran caudal de fuerza. Una delicada herramienta imprescindible para la existencia humana que debe ser adecuadamente empleada. En caso contrario, puede llegar a convertirse en “un arma terrible” capaz de volvérsenos en contra y generar multitud de consecuencias nefastas, alterando la misma convivencia humana.

La historia de la humanidad nos ofrece una multitud de ejemplos relacionados con el empleo tendencioso e interesado de las palabras y sus consecuencias tan negativas. No es que ellas, por sí solas, hayan producido tales males; pero sí que han facilitado su aparición. “Las palabras manipuladas, en efecto, van por delante de las injusticias para abrirles el camino” (Grijelmo, 2000, p. 151).


El uso del término “secta”

El término secta es un claro ejemplo de ello. En un principio era una palabra ajena a la teología, pero con el tiempo acabó siendo empleada de manera hegemónica dentro de dicha disciplina. Un término carente, en sus orígenes, de sentido peyorativo alguno que, con el transcurso de los siglos, con su sola mención causaba temor entre quienes la escuchaban. Un vocablo que, empleado de manera interesada y distorsionada, ha servido para esconder un buen número de injusticias, abusos de poder y errores doctrinales. En definitiva, una palabra muy empleada en la actualidad, pero con un largo recorrido histórico lleno de avatares.

Dentro del campo de la sociología, fue Weber quien por primera vez propuso el concepto secta como opuesto al de iglesia. Su discípulo Troeltsch dedicó gran parte de su labor investigadora a profundizar en esa idea. En cualquier caso, para ninguno de los dos autores mencionados secta tenía sentido peyorativo alguno. Es más, consideraban que el cristianismo en sus orígenes podía ser considerado como tal.

El binomio iglesia-secta establecido por Weber y desarrollado por Troeltsch tuvo un amplio eco dentro de la sociología. En mayor o menor medida, ningún sociólogo dedicado al estudio de la religión dejó de tomar como referencia los trabajos de estos autores. Ahora bien, con el transcurso de los años comenzaron a surgir diversas líneas críticas que consideraban el modelo iglesia-secta ambiguo, vago, impreciso, inadecuado, poco fiable y carente de validez suficiente. Algunos llegaron a verlo “como un concepto muerto, obsoleto, estéril y arcaico”. Desde entonces, los intentos por consensuar una definición operativa entorno a dicho término no han resultado todo lo positivos que cabría esperar.

En la actualidad abundan las publicaciones acerca de las “sectas” y a algunos medios les encanta recurrir, cuando resulta conveniente, a dicho tema. Los autores se afanan por establecer definiciones y características que permitan diferenciar lo que es y no es una “secta”; pero cuando tales definiciones y características son analizadas con detalle, se observa la ausencia de criterios objetivos. Como señalan los sociólogos Castón y Ramos, existe una falta de “criterios objetivos que permitan determinar lo que es una secta y lo que es una iglesia” y, citando a Navas, continúan afirmando que “no existen unos parámetros con valor universal a los que se pueda uno referir, para incluir a unos grupos y excluir a otros” (Bericat, 2008, pp. 269-288).

De forma reiterada, se ha señalado que las sectas se distinguen por su dogmatismo, liderazgo carismático, abuso de poder, proselitismo, exclusivismo… Con la misma insistencia, la realidad y los estudios comparativos han evidenciado que dichos rasgos, además de ambiguos, son perfectamente atribuibles a un buen número de organizaciones religiosas socialmente aceptadas (Prat, 1997, pp. 27-31).

Esta ausencia de criterios objetivos dentro de la sociología, resulta igualmente evidente dentro de otros ámbitos del saber. Aun así el término sigue siendo utilizado con frecuencia y cada día en una mayor diversidad de campos. Por paradójica, la situación pareciera asemejarse a lo relatado por Hans Christian Andersen en su cuento El traje nuevo del emperador. Cuento que viene a recordarnos que en la vida, en ocasiones, una verdad obvia puede llegar a ser negada por la mayoría a pesar de la evidencia.

En cualquier caso, si es cierto, como se ha dicho, que “la palabra fracasa cuando no cumple su cometido y no sirve para comunicar ni para entenderse ni para organizar eficazmente el propio yo” (Marina, 1998, p. 169), entonces cabría afirmar que el vocablo secta es una palabra fracasada. No resulta necesaria para denunciar, perseguir y castigar todo tipo de conducta que, dentro del ámbito de lo religioso y transgrediendo la ley, resulte reprobable y punible.

Han sido diversos los intentos de encontrar otra palabra que la sustituya y nos permita comunicarnos con mayor corrección. Aunque loables, dichos intentos ignoran que la cuestión, más allá de la semántica, está relacionada, en gran medida, con los siempre espinosos y recurrentes asuntos del prejuicio, el dominio y el poder.

Quisiera concluir esta reflexión recordando una experiencia que Phil Zuckerman, profesor de sociología, narra en uno de sus libros (Zuckerman, pp. 61-62). Dicho autor cuenta que en cierta ocasión dos de sus alumnos, Ted y Sally, acudieron por separado a los servicios religiosos de una denominación desconocida para ellos hasta ese momento. Sally, acostumbrada a ir a una iglesia evangélica de tipo pentecostal, asistió por primera vez a una misa católica. Por su parte, Ted, que había crecido dentro de una comunidad católica, visitó un servicio evangélico de carácter carismático.

Cuando Sally acudió el lunes a la oficina del mencionado profesor, con cierto grado de excitación comentó lo extraña que le había resultado la experiencia. Aquello le había parecido algo perturbador. A los ojos de Sally la membresía parecía comportarse como si fueran zombis, se levantaban y sentaban como robots, la gente repetía de manera mecánica palabras una y otra vez, todos al unísono. A Sally le sorprendió que en ninguno de los rostros hubiera signos de alegría, todos mostraban un gesto rígido. Le parecía incomprensible que el líder se limitara a emitir palabras monótonas y que los fieles, al unísono y sin sentimiento alguno, simplemente repitieran dichas palabras. A lo ojos de Sally nadie allí parecía vivo, era como si les hubieran lavado el cerebro, como si les hubieran programado. Para ella aquello se asemejaba una secta.

Por su parte, Ted, al comentar su experiencia, señaló que le había parecido vivir una situación estrafalaria. Tuvo que estar en el local durante varias horas y todo aquello le resultaba caótico. La gente, comentó Ted, no paraba de chillar, gritar y cantar. Le sorprendió que el predicador no dejara de moverse durante una hora, que no dejara de gritar y lanzar alaridos, mientras los fieles no guardaban silencio. Muchos movían sus brazos y sus cabezas. Cuando cantaban, levantaban las manos y se balanceaban; algunos mantenían los ojos cerrados y sonreían. En un momento determinado, algunas personas comenzaron a farfullar de una manera extraña, emitiendo sonidos extraños e incomprensibles. Una mujer, relató Ted, cayó al suelo mientras hablaba entre dientes. Por el gesto de los ojos le pareció que estaba sufriendo un ataque de epilepsia; pero ninguna de las personas allí presentes se inmutó. Según Ted, la gente parecía drogada o hechizada; para él aquello tenía todo el aspecto de una secta.

Como diría Jean-François Mayer: “La secta es el otro”.


Referencias

Bericat, Eduardo, El fenómeno religioso: presencia de la religión y de la religiosidad en las sociedades avanzadas, Sevilla: Centro de Estudios Andaluces, 2008.

Grijelmo, Álex, La seducción de las palabras, Madrid: Taurus, 2000.

Marina, José Antonio, La selva del lenguaje, Barcelona: Anagrama, 1998.

Prat, Joan, El estigma del extraño, Barcelona, Ariel, 1997.

Zuckerman, Phil, Invitation to the sociology of religión, Nueva York: Routledge, 2003.

Para escribir al autor: fjtfz@hotmail.com
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Ver también:

Iglesia Católica y sectas (6.9.2002)
El tratamiento que los medios de comunicación otorgan a las distintas organizaciones religiosas es claramente discriminatorio.

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