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La “Nueva Era”, una típica
religión posmoderna «Hubo tiempos en que Dios habitaba con normalidad en la cultura
occidental. I. Breves notas para una conceptualización de la posmodernidad El pensamiento posmoderno no constituye, propiamente hablando, una concepción del mundo, sino una multiplicidad de ellas;[2] en todo caso, dentro del amplio panorama de conexiones existentes, es posible tematizar algunos aspectos relevantes del posmodernismo que, al situarse en relación analógica con ciertas características de la Nueva Era (que sí conforma una cosmovisión),[3] pueden mostrarnos un conjunto de “conexiones sutiles” entre ambos términos. Estas relaciones nos darían la pauta de existencia de un ámbito común o suelo nutricio de una cosmovisión que corresponde epocalmente al período histórico que denominaremos como “posmodernidad”, sin que por ello se entienda que tal conexión desborda la categorización del análisis propuesto y se concluya en una lógica inversa; en definitiva, no todo lo posmoderno pertenece a la Nueva Era. Tampoco es posible afirmar lo inverso, pues hay en la cosmovisión de la Nueva Era elementos recuperados de las más diversas filosofías, épocas y tradiciones milenarias, que poco tienen que ver con el posmo. Lo que puede inducirnos a pensar a la posmodernidad como una Weltanschauung (concepción del mundo, en alemán) queda en cierto modo limitado por la influencia del concepto de “fragmentación”, noción fuerte de la posmodernidad que debilita la idea de que ésta sea una cosmovisión unificada. La noción de fragmentación adquiere tanta importancia a la hora de intentar caracterizar lo que es la posmodernidad, que inclusive se constituye en un escollo a superar, a la hora de tratar de asimilar un conjunto de características o campo común compartido entre lo posmoderno y la Nueva Era. La primera gran conexión estaría dada por el irracionalismo que comparten en general las diferentes corrientes posmodernistas y la Nueva Era. Este irracionalismo metódico es quizás la base de otros elementos que conforman el paradigma de la posmodernidad y que analizaremos a continuación. II. Caracterización de la posmodernidad Fredric Jameson, profesor de Cornell University (USA), ensaya un análisis valorativo de la posmodernidad desde la óptica de la literatura, sobre un trasfondo político-económico, coordenadas culturales que constituyen el dominio de su especialidad. Uno de los principios básicos que consigna a la hora de iniciar su teoría es la cuestión de la “sordera histórica” padecida por la posmodernidad; este rasgo se constituye en un elemento clave a la hora de intentar conceptualizarla. Así, la teoría de la posmodernidad es «un intento de pensar históricamente el presente en una época que ha olvidado cómo se piensa históricamente... el esfuerzo de medir la temperatura de la época sin instrumentos y en una situación en la que ni siquiera estamos seguros de que exista algo tan coherente como una ‘época’».[4]
Un síntoma clave de que se está ante un pensamiento de corte posmoderno es la negación del tiempo como dimensión explicativa del sentido de los acontecimientos. Aquí tenemos un elemento interesante a ser tenido en cuenta. Hasta los albores de la posmodernidad el pensamiento occidental, al igual que el semita, se había “estirado”, por decirlo de alguna manera, sobre los pliegues de una dimensión temporal. Ésta le brindaba al pensamiento un marco referencial, lo cual hablaba de una esencial historicidad de la que toda idea, pensamiento o sistema de ideas, eran tributarios. Su raigambre y proyección históricas le eran consustanciales; todo relato se armaba sobre el trasfondo de una filosofía de la historia. Una muestra sumamente clara de esto la constituye el pensamiento hebreo y el relato de los avatares de su peregrinaje como pueblo de Dios, cumpliendo el antiguo pacto en una línea histórica que va desde el llamamiento de Abraham hasta el momento novotestamentario en que se produce la irrupción en la historia humana del nacimiento de Cristo y el establecimiento de un nuevo pacto que reemplaza al anterior. El sentido de todos los acontecimientos bíblicos es absolutamente histórico y está ligado a unos pocos grandes hitos enlazados en una filosofía de la historia signada por el gran conflicto cósmico. Estos hitos son: la creación, la caída en el pecado, el nacimiento de Cristo y su muerte en la cruz, la obra de redención, el juicio investigador y la segunda venida de Cristo, con su consecuente retribución de castigos y recompensas. La negación posmoderna de la historia contrae en su seno la negación de relevancia histórica de estos acontecimientos. Si la historia ya no tiene valor, tampoco los hechos que la determinan. El pensamiento posmoderno, que a partir de la crítica de las ideologías surge como negación de los grandes relatos, a los que acusa de historicistas y de pertenecer a una lógica de la dominación, se sitúa en la dimensión presente del tiempo; un presente deshistorizado, radicalmente distinto del puntual histórico del mecanicismo moderno. En esto comparte un canal comunicante con la Nueva Era, ideario de milenaria tradición, antes recluido en la filosofía oriental y que ha encontrado en los motivos del posmodernismo una fecunda veta capaz de propagarlo. Con ello, esta cosmovisión pudo occidentalizarse y planetarizarse, unificando lo que antes aparecía como absolutamente diverso. Junto al debilitamiento de la historicidad, signo característico de la nueva superficialidad que permea toda la cultura posmoderna, sus principales notas consisten en: el culto de la imagen y del simulacro; el ordenamiento de una vida que gira en torno a la tecnología y se entreteje a partir de una retórica del mercado, que ha impuesto su lógica del consumo frenético; “un nuevo suelo emocional”,[5] directa consecuencia de un galopante irracionalismo gestado a partir del rechazo de la modernidad y sus productos.[6] Pero el concepto de la posmodernidad no se agota en esto, ni mucho menos. El antimodernismo radical, producido por el rechazo del ideal del racionalismo ilustrado, cientificista y positivista, que confluía en el gran proyecto moderno, ha conducido a la época hacia una crisis de las “narrativas maestras”, en palabras de J. F. Lyotard,[7] programas racionales «que cantaban las esperanzas y la fe en la liberación de la humanidad».[8] El radical desprestigio en que caen los proyectos utópicos durante la posmodernidad ve cumplida su complementación, por un lado, en la imposición de proyectos socioculturales –efectivamente “reales”– insuflados por fuertes fundamentalismos político-religiosos, y, de otro lado, por proyectos globalizantes, también marcadamente ideológicos (por más que la idea del “fin de la historia” niegue la existencia de las ideologías predicando su muerte), fundados en el espacio central que ha adquirido la cuestión económica en el mundo. Este último tipo de proyecto, más comúnmente conocido como el “Nuevo Orden Mundial” (NOM), se presenta como democrático y pluralista en materia de religión, pero de alguna manera se las ha ingeniado para fundirse en un único y hegemónico movimiento de ideas cuya arista cultural-religiosa no es otra que la Nueva Era.
A estos elementos centrales que hemos consignado como constituyentes de la posmodernidad caben agregar algunos otros, de índole antropológica y sociológica. La mentalidad vigente en la sociedad postindustrial (Daniel Bell) se configura por su visión fragmentada de la realidad, una orientación pragmático-operacional, antropocentrismo y relativismo, atomismo social y una fuerte tendencia hedonista, caracterizada por la constante búsqueda del placer, el fin de la “ética del deber”,[9] una renuncia al compromiso y la responsabilidad, y el «desenganche institucional a todos los niveles: político-ideológico, religioso, familiar, etc.».[10]
Pero al mismo tiempo, y en su afán de “deconstruir” el discurso racionalista moderno, como reacción crítica contra la civilización secularizada y tecnocrática que trajo la modernidad, la posmodernidad también se configura como opuesta al burdo pragmatismo y al reduccionismo de la razón en detrimento de la emoción, el sentimiento y la imaginación. Su reacción antimodernizante señala las contradicciones socioculturales de la modernidad: «destrucción de la naturaleza, empobrecimiento del hombre al que se le amputa su libertad, bolsas de pobreza y delincuencia, crisis de la identidad, política de bloques y colonialismo...»[11] Ante estos elementos negativos que produjo la mentalidad secularizante moderna, el posmodernismo se alza como un movimiento contracultural enarbolando sus emblemas: la gratificación inmediata y no diferida, sus contradefiniciones, un irracionalismo manifiesto en nuevas formas de conocimiento (así surgen los enfoques sistémico, constructivista, gestáltico, etc.), liberación sexual[12] y la anarquía como norma social.
Por otra parte, también la ciencia va cambiando de paradigma y abandona el modelo empirio-racionalista que aspiraba a la universalidad y objetividad absolutas del conocimiento. La ciencia adquiere un carácter probabilístico y pasa a depender más que nunca del ojo del observador (Paul Watzlawick). La ciencia actual, luego de la desmitologización epistemológica, ya no es aquel terreno firme y seguro de antaño. Si lo real depende del observador, que es quien construye el fenómeno observado, entonces ya no existe fundamento objetivo capaz de certificar ni negar nada; la propia experiencia determina la medida de lo posible. Paul Feyerabend, epistemólogo norteamericano contemporáneo, en su crítica a la racionalidad científica se pregunta si el mito, por ejemplo, no será una forma tanto o más válida de conocimiento que la ciencia. Todo esto lleva al científico a encontrarse tal como el hombre de la calle frente al misterio de la realidad, situación epistemológica que favorece la apertura de la conciencia hacia otras dimensiones de la realidad y hacia las cuestiones últimas. Pensemos por un momento en el impacto que tales ideas pudieron ocasionar en el origen de los conceptos pseudocientíficos que integran la Nueva Era, tales como las medicinas alternativas y la astrología, por ejemplo. En este sentido, la relación entre posmodernidad y Nueva Era se establece especialmente a partir de la vulgarización de las ideas posmodernas. Quizás son escasos los grandes mentores de la posmodernidad que se adhirieron o simpatizaron en algún momento con el movimiento nuevaerista, pero sus ideas han ocasionado en el mundo, que en definitiva no se rige intelectualmente, tendencias que confluyeron y se plasmaron en una nueva (vieja) religiosidad. Un ejemplo claro de este hecho lo constituye la figura de Ralph W. Emerson, pensador decimonónico que influyó en gran manera sobre la religión estadounidense de nuestro siglo, a la cual un conocido analista, sociólogo de Yale University, el Prof. Harold Bloom, no ha vacilado en denominar como “poscristiana”.[13]
Estos movimientos contraculturales del posmodernismo fueron caldo de cultivo para la búsqueda de nuevas soluciones captadas en el espacio extraoccidental. Así aparece en escena un neomisticismo traído de la mano de la filosofía y la espiritualidad orientales. La Nueva Era asimila la cosmovisión oriental, pero traduciéndola a su propio contexto sociocultural. Hoy reverdecen las inquietudes espirituales,[14] por todos lados se habla de ello y «parece que se está produciendo un reencantamiento del mundo por vía de una trivialización de lo religioso», que ancla esta experiencia antes reprimida en «horóscopos, ufologismos o búsqueda de experiencias místicas por los caminos de Oriente».[15] Nueva religiosidad en que se mezclan sugestión, magia, sacro cuidado de la naturaleza, búsqueda de lo novedoso y anómalo, e incluso hasta auténticas inquietudes religiosas, en definidas cuentas, un movimiento recorrido «por un utopismo pararreligioso de armonía y solidaridad mundial con los hombres y con la naturaleza».[16] III. Caracterización de la Nueva Era A la hora de hacer un muestreo de la multiplicidad de tendencias que confluyen en el suelo nutricio intelectual y religioso de la Nueva Era hay que decir, en primer lugar, que son muchísimas y sumamente diversas. Muy esquemáticamente cabe señalar al espiritismo fundado por las hermanas Fox; la teosofía, el ocultismo y la astrología (Madame Blavatsky y Alice Bailey); el trascendentalismo (R. Emerson y W. Whitman); el “movimiento de curación mental”, de vasta influencia en la psicología contemporánea; el movimiento contracultural beatnik de la posguerra estadounidense, cuyo espíritu anarquista y rebelde influyó en la aparición, en la década del 60, de los hippies, cuyos slogans predicaban pacifismo, hedonismo, misticismo, orientalismo y filosofía zen, romanticismo naturalista, uso y abuso de drogas; y «fundamentalmente el utopismo, expresado básicamente en sus consignas de peace and love».[17] La tendencia rebelde y contestataria del movimiento hippie será revertida en la Nueva Era, cuya sensibilidad integradora se adecua más a la condición posmoderna, que asume afirmativamente ciertos rasgos del estilo de vida burgués en lugar de rechazarlos como ocurrió con los hippies de los años 60.[18] Pero el núcleo fundacional de la Nueva Era reconoce como principal matriz
al Esalen Institute, creado en el Big Sur californiano, en 1962, en
cuyos programas participaron figuras tan reconocidas como Abraham Maslow,
Gregory Bateson, Margaret Mead, Carl Rogers, Aldous Huxley y Paul Tillich,
entre otros. Tradicionalmente la Costa Oeste fue considerada como una gran
matriz de movimientos contraculturales y allí surgió, casi inevitablemente,
este movimiento que hoy alcanza una dimensión geográfica universal.[19] Cabe señalar también a sus más notables difusoras,
la actriz norteamericana Shirley MacLaine, quien reorganizó su vida de acuerdo
a su experiencia nuevaerista, y la escritora Marilyn Ferguson, verdadera arquitecta[20] de la Nueva
Era y autora del libro El contenido religioso de la Nueva Era está hecho a la medida del molde individual; un ambiente relativista en el cual nadie presume de tener toda la verdad; es la religión de los buenos deseos y del “amor”, en donde no existen las exigencias ni pertenencia a institución religiosa alguna; sólo hay retribuciones; «es la entrada triunfal en Jerusalem y la transfiguración, aunque sin el calvario ni la cruz. Nada que pueda representar la incomodidad de atarse a algo que vaya más allá de la propia subjetividad».[21] Acorde con el sentido antihistoricista del posmodernismo, la Nueva Era se revela como contenido acrónico, desestructurante de la realidad, y lo hace a partir de dos de sus más caros conceptos: el karma[22] y la reencarnación. Mecanismos por los cuales se eterniza la vida humana, que nunca muere, sino que al pasar de un cuerpo a otro va transformándose, de vida en vida, evolutivamente, a medida que asciende en niveles de conciencia hasta llegar a la perfección, a la par que también va creciendo la conciencia planetaria en un proceso de aumento de la complejidad.[23] Así mismo, durante una misma vida, se producen momentos de evasión de lo temporal a través de la meditación trascendental, instante en que se niegan las dimensiones temporales y se entra –o al menos se presume que ello es así– en contacto con lo absoluto.
Pero esta nueva religiosidad de nuestro siglo no podría ser otra cosa que una religión capaz de integrar la moral vigente en la posmodernidad, una ética heredera de la autonomía kantiana impuesta en la modernidad. Junto a la endeblez teórica de que hacen gala todos los movimientos posmodernos, los anima a todos ellos una actitud de cambio, que se presenta como irreversible. Esta actitud se manifiesta como “una nueva sensibilidad” que irrumpe en la cultura oponiéndose incrédulamente a cualquier tipo de programa “fuerte”, fundamentado del modo que sea. Esta radical incredulidad «actúa como una vacuna persistente e inmunizadora».[24] Se presenta, ante todo, como repulsa a toda teoría o nivel metateórico. Las ideas son difuminadas en una cultura que las recibe sin pretensión de permanencia alguna. Esta desconfianza hacia cualquier forma de fundamentación se manifiesta política y socialmente como un fuerte predominio del disenso reemplazante del anterior y “moderno” consenso. Los valores consagrados por la modernidad democrática, el pluralismo, la igualdad y la libertad de opinión son puestos, ahora, en la posmodernidad, al servicio de una cultura, que por irracionalista, los termina negando o degradando. Una sociedad regida por el disenso se torna rápidamente caótica e insegura. Si todo vale o da lo mismo, ¿qué es entonces lo justo, lo ético, lo correcto? ¿Quién será capaz de dirimir las diferencias? En el mejor de los casos sólo podrá hacerlo un gobierno de turno que según su propio criterio, político siempre, tratará de imponerse como norma. Pero hasta el fuero interno del ser humano y a la esfera de sus acciones privadas, jamás podrán llegar los alcances de los códigos y constituciones nacionales o internacionales. En este contexto ético social de la posmodernidad se entreteje la maraña de un nuevo ethos, cuyos efectos religiosos surgen como una lógica y previsible consecuencia. Pero, en cierto modo, la Nueva Era representa un intento de recuperar el consenso en algunos puntos claves que atañen a su cosmovisión, y difundir este conjunto de pretendidas verdades consensuadas a partir de una noción humanista de verdad a través del gran cauce de su pensamiento cultural-religioso, con el fin de lograr la armonía universal. Claro está que se trata de un nivel de consenso de base netamente permisiva, cuyos contenidos apuntan claramente al sostén de una divinización de la humanidad, la sacralidad de la naturaleza y la supervivencia del alma por la eternidad. En este punto la Nueva Era se constituye como la utopía del tiempo presente, la aspiración que aún no había podido lograr el humanismo moderno. Esta divinización del hombre adquirida con la Nueva Era era la meta señalada por el naturalismo y el secularismo cuyas raíces se hunden en las arenas del renacimiento y el mundo posmedieval. A partir de esta relación cabe analizar el proceso de secularización y autodivinización que produjo la mentalidad moderna hasta arribar al posthistoricismo de la época actual.
Desde el Renacimiento y hasta fines de la modernidad el hombre se ocupó en
crear utopías. Primeramente, Dios, como modelo de perfección consumada,
se constituyó en la razón de que el hombre creara y creyera en las utopías,
mundos perfectos que, como la palabra lo significa, no existían en ningún
lugar, salvo en su propia mente. De ese modo el ser humano quiso traer el
cielo a la tierra aunque al menos fuera en una proyección meramente futura.
El hombre toma a Dios como modelo de perfección pura, y partiendo de lo que
tiene a mano, de lo conocido y tangible, crea una realidad utópica, aislándola
de toda posible corrupción terrenal, aun y a pesar de que en su construcción
mental la utopía dispusiera de las máximas condiciones materiales posibles
( Según la cosmovisión teísta medieval y cristiana, Dios es una persona trina, en unidad de propósito y pensamiento, es creador y quien ejerce el gobierno sobre el mundo; se admiten con plenitud su providencia y revelación. Por el contrario, la cosmovisión moderna era teológicamente deísta. Dios apenas es principio y causa del mundo. El hombre moderno no estaba dispuesto a admitir que Dios se ocupa de los hombres, de su historia y destino; de lo contrario, no podría explicarse la existencia del mal. Ya bien entrada la modernidad será otra la cosmovisión predominante a partir del avance de la secularización, y será también muy distinta la índole de las utopías. Este proceso de la muerte de Dios comienza con el antropocentrismo renacentista, continuando con el subjetivismo, el Iluminismo y su endiosamiento de la razón, el positivismo, el materialismo en sus diversas formas, humanismo y nihilismo; ya no queda en la vida moderna y su continuación “post” lugar alguno para el Dios trascendente de la cristiandad. Esquemáticamente pueden señalarse cuatro concepciones filosóficas claves en la constitución de la moderna cultura secularizada. Primeramente, el sistema idealista de Hegel,[26] un panteísmo encubierto tras la ambigüedad de una deificación del hombre racional: el universal concreto. En segundo término, el positivismo de Comte, quien liquidó la vida religiosa y metafísica al valorarlas como dos estadios primitivos de un desarrollo que ha llegado al definitivo estadio “positivo” y a la “religión de la Humanidad”. Tercero, el marxismo, a partir de su radical negación de toda realidad espiritual, la materialización de la existencia y su concepción de la religión como narcótico del que es preciso liberarse a fin de lograr una sociedad más justa. Finalmente, el nihilismo, representado por Nietzsche, signado por la negación de la metafísica, la moral del superhombre y la subversión de todos los valores.
De modo paralelo, las utopías se fueron modificando, desde aquellas primeras formas renacentistas, de índole más bien geográfica y sobre un trasfondo que oscilaba desde un teísmo a un deísmo, pasando por “la paz perpetua” y la moral kantianas, el Estado racional de Hegel, el socialismo utópico, el positivismo comtiano, y cerrando toda una época, la “sociedad sin clases”, comunista, preconizada por Marx. Utopía esta última, profetizada y postulada con el extremo rigor de una pretendida necesariedad, y en la que a partir de su fundamento sustancialmente ateo no quedaba ya lugar alguno para la trascendencia. Situado entre Hegel y Marx está Feuerbach, quien apuntó sus dardos hacia el Dios trascendente del cristianismo, afirmando que la idea de Dios no es más que una proyección del hombre como ser perfecto, y concluyendo que el hombre es el Dios del hombre, en lo cual consiste todo el misterio de la religión.[27] No le resultaría nada complicado a Marx, poco más adelante y a partir de los argumentos de Hegel y Feuerbach, elaborar su crítica a la religión y al Dios del cristianismo. Notemos, por otra parte, qué simple puede resultarle a un ser humano posmoderno, y portador de las notas esenciales de su época, retocar apenas el conjunto de la argumentación de Comte, Hegel, Marx y Nietzsche y derivar en la autodivinización de sí mismo y del mundo, tal como propone la Nueva Era. IV. Posmodernidad, panteísmo y Nueva Era El movimiento de ideas producido en la sociedad posmoderna deambula entre un agnosticismo heredero del ateísmo y un neopanteísmo que rebrota como base de una nueva religiosidad. Ambas posturas se entremezclan y confunden. Es agnóstica, porque posee un barniz de tolerancia religiosa que se asienta en la indiferencia; para el ateo, en cambio, Dios sigue existiendo al menos como enemigo. Neopanteísta, porque de algún modo hay en la conciencia posmoderna una búsqueda de lo sagrado, que se encuentra en la sacralización de sí. Los valores de la posmodernidad están anclados en una absoluta inmanencia; el Dios trascendente es un objeto pintoresco abandonado en el desván. El agnosticismo de nuestra época es el legado posmoderno del ateísmo en que culminó la modernidad.[28] Nuestra indiferencia ante Dios es la peor condena a la que podíamos someterlo. Esta versión posmoderna del agnosticismo intenta reemplazar la falencia del conocimiento de lo divino con una búsqueda de lo divino en sí mismo: «Seréis como Dios», había dicho la serpiente del Edén.[29] Quienes están enrolados en el movimiento de la Nueva Era, o simplemente simpatizan con él, objetarán que, por el contrario, nuestra época está sumida en un retorno a la religiosidad, una religiosidad originaria, superadora de las formas conocidas, que produce una vuelta del hombre a Dios y a la naturaleza. No nos engañemos, la Nueva Era no representa novedad alguna en este mundo, es lisa y llanamente un neopanteísmo, que condujo al hombre a su autodivinización. H. Bloom señala que la influencia de la teosofía ha depurado al Dios de la Nueva Era de todo lo antropomórfico, lo ha despersonalizado y «elude el espacio interventor de la encarnación. Por tanto, el cristianismo es, en su mayor parte, ajeno a la Nueva Era, excepto en la medida en que el cristianismo ya ha sido modificado para adaptarse a la religión estadounidense, de la cual la Nueva Era es a veces una encantadora parodia».[30] Todo es válido en la Nueva Era, lo que importa por sobre todas las cosas es la máxima realización del hombre, el culto a sí mismo y su unión íntima con la totalidad de la naturaleza. Es ésta una religión muy propia de la posmodernidad, sin sacrificios, sin privaciones, sin un Salvador, sin pecado y sin perdón. Quizás no exageramos al afirmar que esta nueva forma de religiosidad, hoy tan popular, ha vaciado definitivamente el contenido y el objeto de la religión. Es la consumación del paradigma de la modernidad, es, en definitiva, la esencia del paradigma de la posmodernidad. Desde el punto de vista del análisis de la conexión existente entre el desarrollo del utopismo moderno y su cancelación preconizada por los posmodernismos acerca del «fin de los grandes relatos»,[31] la Nueva Era se erige como la utopía religiosa de fin de siglo. V. Epílogo: valoración de la posmodernidad; ¿cómo responder a sus desafíos? Hasta aquí hemos visto cómo fue desarrollándose en la modernidad la visión secularizada del mundo, que no fue más que la antesala a dos tendencias básicas de la posmodernidad: por un lado, la irrupción de los fundamentalismos político-religiosos; por otro, el objeto principal de nuestro análisis, el establecimiento de una nueva religiosidad universal que condensa las aspiraciones del hombre sin Dios y que a partir de la autonomía de la razón confluye en la autodivinización de sí mismo. Quedan como problemas a resolver, desde la óptica bíblica que aquí sostenemos, cuestiones tales como los reclamos de la crítica posmoderna de un planeta que fenece; la consecuencia del uso indiscriminado de una técnica y una política que dejaron de estar al servicio del hombre y que están matando la naturaleza creada por Dios; una vida burocratizada, vigilada y planificada por los incontrolables mecanismos de poder a cuyo servicio se colocan los mass media;[32] un ser humano alienado económica, social y culturalmente, que ha perdido la única referencia válida que podía tener de sí mismo: la constante comunicación, cara a cara, con el Dios personal, amante, creador y trascendente, que a pesar de todos los intentos emancipadores que ha debido soportar, continúa ejerciendo su providencia sobre el mundo y la raza humana, pues escrito está para siempre: desde los tiempos en que no había tiempo y por la eternidad, Dios es, por sobre todas las cosas, paz, justicia y amor. © LaExcepción.com
[1] José María Mardones, Raíces sociales del ateísmo (Madrid: Fundación Santa María, 1985), p. 9. [2] Desde la filosofía, y teniendo como base la cuestión ético-moral apuntada (Ethos), es posible ensayar una clasificación binaria de los movimientos internos en el posmodernismo, a saber, en un posmodernismo escéptico y otro epicúreo. En el primer grupo estarían situados filósofos como Foucault, Derrida y Baudrillard, por ejemplo, y en el último: Rorty, Vattimo y Lyotard. José Rubio Carracedo, Educación moral, posmodernidad y democracia. Más allá del liberalismo y del comunitarismo (Madrid: Trotta, S.A., 1996), p. 91. [3] «Toda ideología se basa en una cosmovisión: una perspectiva totalizadora acerca del origen, propósito y destino de la vida humana y del universo, que determina nuestros valores éticos y nuestra cultura diaria.» Humberto M. Rasi, “Combatiendo en dos frentes”, Enfoques (Año VI, Nº 1, Universidad Adventista del Plata, 1994), p. 15. [4] Fredric Jameson, Teoría de la Posmodernidad (Madrid: Trotta, S.A., 1996), pp. 9, 11. [5] Ibíd., p. 28. [6] Jameson habla de una coupure (ruptura radical) que produce la división de aguas entre la modernidad y la posmodernidad. Esta cesura estaría localizada (y aquí difieren los teóricos del posmodernismo) entre fines de los años cincuenta y comienzo de los sesenta, y se identificaría (en esto sí hay casi plena coincidencia) con la extinción del centenario movimiento moderno. Es interesante la valoración que Jameson hace de la época sucesoria: «El catálogo de lo que viene después es empírico, caótico y heterogéneo...». Ibíd., p. 23. [7] J.F. Lyotard, La posmodernidad explicada a los niños (Barcelona: Gedisa, 1995), pp. 29-31. [8] Manuel Fernández del Riesgo, “La posmodernidad y la crisis de los valores religiosos”, en G. Vattimo y otros, En torno a la posmodernidad (Barcelona: Anthropos, 1994), p. 89. [9] Lipovetsky, Gilles. Le crepúscule du devoir. L’ éthique indolore des nouveaux temps démocratiques. París, Gallimard, 1992. Versión castellana: El crepúsculo del deber. La ética indolora de los nuevos tiempos democráticos (Barcelona: Anagrama, 1994). [10] Fernández del Riesgo, Op. cit., p.89. [11] Ibíd., p. 90. [12] El filósofo italiano Gianni Vattimo, uno de los abanderados de la posmodernidad europea, analiza en su último libro (1996), Creer que se cree, de qué manera el proceso de secularización sufrido por la cultura occidental ha modificado «el papel de la sexualidad en la vida individual y social», y cómo a partir del «debilitamiento de la moral religiosa tradicional, el sexo deviene más libre...», valoración ésta que Vattimo juzga positivamente, lo cual no podría ser de otra manera en el fundador de la ética y el pensamiento débiles. G. Vattimo, Creer que se cree (Bs. As.: Paidós, 1996), p. 66. [13] «Emerson, el teólogo de “la religión estadounidense”. En su prosa aparecen los signos de esta religión: libertad de conciencia, confianza en la percepción vivencial, sentido del poder, presencia de Dios dentro de uno mismo… Lo que Emerson llamó “la confianza en sí mismo”, que constituye la premisa fundamental de la religión estadounidense». Harold Bloom, La religión en los Estados Unidos. El surgimiento de la nación poscristiana (México: F.C.E., 1994), pp. 42, 43. [14] «Si se cree
a varias encuestas publicadas a comienzos del verano de 1994 (en especial
por el semanario americano US News and World Report), el 93% de los
americanos se declaran hoy en día “creyentes” y el 65%
de éstos asegura que la religión “ganó en importancia para ellos”».
Jean-Claude Guillebaud, La trahison des Lumières. Enquête sur le désarroi
contemporain (Paris: Éditions du Seuil, 1995). Versión castellana: La
traición a [15] Fernández del Riesgo, Op. cit., p. 90. [16] Ibíd., p. 91. [17] Roberto Bosca, New Age. La utopía religiosa de fin de siglo (Bs. As.: Atlántida, 1993), pp. 37-41. [18] Ibíd., p. 42. [19] Ibíd., pp. 44, 45. [20] Russell Chandler, Understanding the New Age. Versión cast. La Nueva Era (El Paso, Texas: Edit. Mundo Hispano, 1991), p. 122. [21] Roberto Bosca, Op. cit. p. 46. [22]«Se utiliza para referirse a la “deuda” acumulada en contra del alma, como resultado de acciones buenas o malas cometidas durante la vida (o las vidas) de alguien. Si el Karma acumulado por una persona es bueno, supuestamente esa persona reencarnará en un estado deseable. Si uno acumula Karma malo, reencarnará en un estado menos deseable». Walter Martin, The New Age Cult. Versión castellana: La Nueva Era (Minneapolis: Editorial Betania, 1991), p. 135. [23] En este punto cabría confrontar la Nueva Era, con la obra del padre jesuita y filósofo Pierre Teilhard de Chardin, fundador de una cosmovisión evolucionista cristiana sumamente afín a la cosmovisión de la Nueva Era. Su principal obra es El fenómeno humano. [24] Rubio Carracedo, Op. cit., pp. 89, 90. [25] En este apartado utilizo el hilo del razonamiento presentado en mi artículo “Posmodernidad: entre el ocaso de las utopías y la muerte de Dios”, publicado en Enfoques (Año VIII, Nº 1, Universidad Adventista del Plata, 1996), pp. 67-69. [26] Hegel, Feuerbach, Comte, Marx y Nietzsche fueron todos ellos filósofos del siglo XIX; los tres primeros produjeron su principal obra en la primera mitad del mismo y los dos últimos en la segunda. [27] Hans Küng, ¿Existe Dios? Respuesta al problema de Dios en nuestro tiempo (Madrid: Ediciones Cristiandad, 1979), p. 283. [28] El último Vattimo, en su libro Creer que se cree, en donde hace una especie de profesión de fe de su retorno al Cristianismo, presenta una inconfundible muestra del tipo de religiosidad light, afín a los valores de la posmodernidad y a la Nueva Era, que domina la época. Declaraciones tales como que «hoy ya no hay razones filosóficas fuertes y plausibles para ser ateo o, en todo caso, para rechazar la religión», se encuentran con evaluaciones positivas del secularismo moderno, en que la razón humana se autonomizó «respecto a la dependencia de un Dios absoluto, juez amenazador, de tal modo trascendente en relación a nuestras ideas del bien y del mal que parece un soberano caprichoso y extravagante», y con auguriosos saludos al proceso de «abajamiento de Dios» y el fin «de la religión natural que lo piensa como lo absoluto, omnipotente, transcendente». Finalmente revaloriza al Cristianismo porque, después de la secularización, ya «no es, pues, un patrimonio de doctrinas definidas de una vez por todas y a las que dirigirse para encontrar finalmente un terreno firme en el mar de la incertidumbre y en la Babel de lenguajes del mundo posmetafísico...». G. Vattimo, Op. cit., pp. 22, 41, 42, 54 y 73. [29] Génesis 3: 5. [30] H. Bloom, Op. cit., p. 200. [31] J.F.Lyotard, Op. cit., pp. 29-31. [32] En este aspecto son notables las visiones premonitorias que presentaron en sus novelas autores de inicios del siglo XX, como Franz Kafka, por ejemplo (El proceso, El castillo y La metamorfosis); y, algo más cercanos a nosotros, George Orwell, en 1984, y Ray Bradbury, con Farenheit 451. |
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