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“Mirad que nadie os engañe…” En las “Jornadas Mundiales de la Juventud”, celebradas en Colonia y presididas por el papa Benito XVI, se han vuelto a escuchar palabras decisivas y a contemplar gestos significativos… Ya el escenario llamaba la atención del observador atento. La vista aérea mostraba una enorme explanada, repleta de cientos de miles de personas, en su mayoría jóvenes, que dirigían la mirada hacia un montecillo con forma de meseta, el “Monte de las Setenta Naciones”, así conocido porque se levantó con tierra procedente de todos esos países. Un marco adecuado para la vocación de universalidad que caracteriza a la institución celebrante. Sobre la colina, el altar papal, bajo una blanca techumbre: “templete-nube”…, así lo llamaba un locutor de la cadena católica romana Popular TV, el mismo que remarcaba la distancia dejada ex profeso (mediante el césped de la ladera del monte) entre el papa rodeado por sus asistentes eclesiásticos, y las masas que aclamaban a su líder. Distancia que nos transmite la idea, agregaba sin pudor, de que “el acceso al Señor” no es cualquier cosa. No lo ha dicho ese locutor, pero también podía haber señalado, puestos a abandonar el disimulo, que la estampa simbolizaba a la perfección los atributos esenciales de la institución celebrante: el clero, arriba (la “Iglesia” con mayúscula), y el pueblo, abajo. Sin olvidar que, en la larguísima misa dominical del día 21, resultaba manifiesta una vieja y singularísima querencia vaticana, tantas veces materializada en la historia: ésa que corre tras un poder temporal superior, incluso, al de quienes sólo tienen poder temporal… Y es que abajo estaban también los dirigentes políticos del pueblo del país anfitrión, fueran cuales fuesen su ideología política o sus creencias en materia religiosa. El mismo país, por cierto, que cinco siglos ha conoció cómo un fraile revoltoso renunciaba a los hábitos protestando contra Roma e inaugurando una nueva era, ciertamente no perfecta pero sí más digna, más libre, e incluso más evangélica que la precedente. Pero volvamos a Colonia y al tercer milenio. Ayer mismo, el poderoso paisano actual de aquel fraile no tuvo recato en citar, con toda intención, a Ignacio de Loyola (ver El Mundo, 20.8.05), el campeón de la Contrarreforma, entre los modélicos “santos” dignos de ser destacados e imitados en nuestros días. Y hoy, la espléndida exhibición clerical queda, por si hubiera alguna duda, subrayada por las propias palabras del jefe supremo del Estado Vaticano y de la Iglesia Católica Romana (ICR): «La espontaneidad de las nuevas comunidades es importante, pero también es muy importante conservar la comunión con el Papa y con los obispos, ya que son ellos los que garantizan que no se está buscando senderos particulares, sino que se vive en una gran familia» (Terra, 21.8.05). Son ellos los que lo garantizan, claro, previniendo las tentaciones de una heterodoxia excesiva que pudiera, voluntariamente o no, generar algún tipo de contrapoder, o mermar el poder central atesorado por la jerarquía político-religiosa vaticana. Y es, pues, con ellos, y no tanto con Cristo y su Palabra (ver Juan 17: 21ss.; 5: 39), con quienes las “nuevas comunidades” católicas romanas, igual que las viejas, han de conservar su “comunión”.
El gran líder sonríe complacido mientras le aclaman. Otro locutor, esta vez de la cadena Cope, la radio obispal española, recuerda cómo se le ha dicho al papa que “usted pertenece a la juventud y la juventud le pertenece a usted”. Largos siglos de emancipación ilustrada que parecían haber dejado atrás la esclavitud, el feudalismo y la subordinación de las conciencias, décadas de revueltas generacionales que enarbolaban banderas libertarias… para acabar perteneciendo a un simple mortal (¡tan mortal como tú, querido/a lector/a, y como quien firma estas líneas!). Pero lo dicen tal cual, sin que (apenas) nadie levante clamor alguno. “¡Benedetto, Benedetto!” “¡Viva el Papa!” Vaya éxito en su debut, en su definitiva puesta de largo… Los dirigentes políticos, que ni remotamente sueñan con congregar a multitudes tan numerosas e incondicionales, seguramente lo miran con envidia. “A este paso”, quizá piensen, “va a dejar chico al Magno…” Toda esa veneración, sin (apenas) ecos críticos, transmite la sensación de unanimidad: tanta gente no puede estar equivocada. El que es capaz de concitarla tiene que ser alguien muy especial, no nos engañemos. No ya los líderes políticos…, ni los grupos de rock más legendarios, ni aun los equipos de fútbol más glamourosos atraen a unas muchedumbres tan masivas, regalen o no la entrada a sus shows. Pertinaces, los pobres progres mortecinos (ver Progres: El ocaso de una pose) seguirán negando el poder de este otro líder, y continuarán empeñados en ver en su figura, en su iglesia y en su fervor neotridentino simples inercias del pasado. Pero el hecho es que toda esa gente lo trata como a un dios. ¿Como a “un dios”, he dicho? ¿No es más bien como a Dios? Sí. Concluida la homilía del venerado anciano, un grupo de jóvenes, vestidos a la supuesta usanza de los magos de Oriente, accede hasta él (han subido el montecillo) y, arrodillándose, le hace entrega de oro, incienso y mirra (ver Mateo 2: 1-2, 11). Es normal: se encuentran ante el “Vicario de Cristo”, según lo proclama el Catecismo de la Iglesia Católica (el papa hoy, por cierto, ha tenido a bien publicitar un compendio del mismo, recientemente editado), y la ICR, en consecuencia, le tributa una adoración que sólo a Cristo corresponde.
No han sido los medios adictos los únicos que han ofrecido el magno evento. Una vez más, la televisión pública española ha retransmitido fielmente la misa durante más de tres horas (pero tampoco eso le granjeará al “laicista” presidente del gobierno mérito suficiente ante los dirigentes eclesiásticos; éstos, ambiciosos, quieren doblegar al estado, y vaya si lo están consiguiendo…). Una vez más, las palabras decisivas y los gestos significativos han discurrido ante la pasiva recepción de las gentes y de los medios de comunicación. Receptores nada críticos, es cierto, pero justo por ello más vulnerables, incluso cuando su reacción está mezclada de relativa indiferencia. Aunque (casi) nadie lo note, ha sido una nueva demostración de fuerza vaticana, si bien no tardarán en llegar otras aún más notables. Hace casi dos mil años un maestro muy particular, lleno de extraño amor por todos los hombres, nos previno contra «los falsos profetas, que vienen a vosotros vestidos de ovejas, y por dentro son lobos rapaces» (Mateo 7: 15). Agregó que «por sus frutos los conoceréis» (7: 16, 20). Más tarde, como dando a entender que el asunto le preocupaba especialmente, insistió en la misma idea: «Mirad que nadie os engañe…» (24: 4). Muchos, bien porque viven en la ignorancia (no siempre involuntaria), bien porque se guían más por los deseos y sentimientos que por la razón, aún no han reparado en los frutos de esos falsos profetas (ver, por ejemplo, El eje Washington-Vaticano). Es de esperar que tendrán nuevas oportunidades, pues tales frutos seguirán cayendo. Pero es ahora cuando esas gentes deben despertar, no vaya a ser que se haga tarde, y que la trampa llegue a ser tan sutil que sólo las mentes preparadas puedan discernirla. Los «falsos profetas» y los «falsos cristos» se proponen «engañar, si fuera posible, aun a los elegidos» (24: 24). Eso es al menos lo que nos advirtió Jesús, el Hijo de Dios. Del único Dios verdadero. Para escribir al autor: juanfernandosanchez@laexcepcion.com |
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