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La polémica sobre el matrimonio homosexual Sectores cada vez más poderosos del panorama sociopolítico español se oponen a la aprobación legal del matrimonio gay. Aunque no sin sólidas razones, lo hacen en el marco de una agresiva campaña global contra el gobierno. España anda revuelta con la ley de matrimonios homosexuales. Se trata de una arriesgada apuesta del gobierno de la nación, el cual cumple así (justo es reconocerlo) una de sus promesas electorales. La ley altera (amplía) la definición jurídica de ‘matrimonio’. Para ello modifica 16 artículos del Código Civil, destacando la sustitución de los términos ‘marido’ y ‘mujer’ por ‘cónyuges’, y de ‘padre’ y ‘madre’ por ‘progenitores’. El artículo 44 queda así: «El matrimonio tendrá los mismos requisitos y efectos cuando ambos contrayentes sean del mismo o de diferente sexo.» La principal oposición pública a esta novedad legislativa procedió desde un principio de la jerarquía vaticana y española> de la Iglesia Católica Romana (ICR), aunque se ha inscrito en una campaña más amplia, tanto en sus objetivos (variados, aunque con un blanco común: el gobierno de Zapatero) como en sus promotores (Brigada Antiprogre, sectores neofranquistas y neofascistas, el Foro Español de la Familia, convocante de una gran manifestación sobre el tema, y el propio Partido Popular).
Con la extensión de la aceptación social de la homosexualidad en las culturas con influencia cristiana, han surgido no pocas confusiones y malentendidos. Dejando aparte la postura de las diferentes iglesias al respecto, lo cierto es que la Biblia, fuente común a todas ellas, afirma claramente su rechazo de las prácticas homosexuales. Así lo vemos tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento (Génesis 19: 1-29; Levítico 18: 22; Levítico 20: 13; Romanos 1: 24-27; 1 Corintios 6: 9-10; 1 Timoteo 1: 8-10; etc.). Nada en el contexto de estos pasajes permite atenuar la condena bíblica de la homosexualidad. Según ella, la caída moral y antropológica narrada en el tercer capítulo del libro de Génesis no habría modificado las distinciones básicas entre los géneros sexuales ni la naturaleza de sus relaciones, constituyendo por tanto la alteración de las mismas una perversión (ver Romanos 1: 26-27). Este rechazo parece confirmado por la psicología y la biología humanas, las cuales establecen claras distinciones entre los géneros sexuales y, consiguientemente, unas específicas relaciones naturales entre ambos; siendo entonces legítimo considerar contra natura las relaciones homosexuales, incluido el lesbianismo. En particular, merecen mención los aspectos médicos y anatómicos, por ser los más tangibles (y, por ello, los más indiscutibles). Cualquier obra seria e imparcial sobre el tema reconoce que la penetración anal, especialmente común aunque no exclusiva entre los homosexuales, supone una fuerte agresión al organismo. La función principal del ano es controlar la emisión de gases y heces. Para ello cuenta con un potente anillo muscular, el esfínter anal, que actúa como una válvula. El recto tiene por misión contraer y expulsar las heces al exterior, para la cual dispone de una potente capa muscular. Ambos músculos del ano y del recto se contraen vigorosamente debido a un reflejo mecánico al ser atravesados por el pene. Además, tanto el ano como el recto carecen de la secreción mucosa necesaria para lubricar y suavizar el paso del pene al interior, lo que facilita, como consecuencia, que se produzcan desgarros y heridas en la mucosa de los conductos anal y rectal, que sangran con facilidad. (De ahí que, todavía en la actualidad, la proporción de portadores del VIH/sida es mayor en la población homosexual que en la heterosexual, sin perjuicio de que el uso del preservativo haya contribuido a reducir los contagios). [En cuanto a las lesbianas, es frecuente entre ellas el recurso a objetos que imitan el pene del hombre, así como las prácticas dudosamente higiénicas. Naturalmente, esto último no es exclusivo del lesbianismo (ni de la homosexualidad), pero resulta más específico en las personas con dicha orientación sexual. Es así como queda de manifiesto el elemento contra natura, aparte de la problemática psicológica correspondiente.] De lo anterior cabe deducir que la anatomía humana no está naturalmente preparada para las relaciones homosexuales. Se comprenden así los apuros que muestran quienes se “inician” en ellas, y la necesidad que sienten de recibir asesoramiento por parte de practicantes más veteranos (esto es fácil de constatar, por ejemplo, en foros gays de Internet).
Pero el rechazo bíblico (y, por tanto, cristiano) de la homosexualidad no abre la puerta a una condena sin más de las personas homosexuales. Su pecado no es ni más ni menos grave que cualquier otro. Según el apóstol Pablo, todos tenemos una fuerte tendencia natural a pecar: «No hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago» (Romanos 7: 15). Junto a ello, no vendría mal tener presente que, a diferencia de los hombres, Dios puede juzgar las intenciones y la sinceridad del corazón humano. En virtud de ello, la Biblia afirma, a diferencia del conocido principio jurídico humano, que la ignorancia de la ley sí exime de su cumplimiento. No hay que olvidar que las duras advertencias ya citadas (ver en particular 1 Corintios 6: 9-10; 1 Timoteo 1: 8-10) contra ciertos pecados se emiten en un contexto judeocristiano. Pero ese contexto no es el hoy imperante, siendo la nuestra una sociedad básicamente pagana, en la que buena parte de la gente ignora los preceptos divinos y, sobre todo, apenas ha reflexionado acerca de ellos. El cristiano genuino ha de tener en cuenta que no puede tratar igual a quienes comparten sus premisas básicas que a quienes no las comparten; y comprender que, así como los primeros deben inexcusablemente seguir las enseñanzas divinas, en los segundos lo fundamental es la fidelidad a sus conciencias. Eso es, de hecho, lo que la propia Biblia sostiene cuando habla de los “gentiles” (o paganos), como puede verse en Romanos 2: 14-16. En este sentido, ¿resulta inconcebible pensar que un homosexual pueda serlo en conciencia? Semejante consideración no cancela la enseñanza divina contra la homosexualidad, pero sí nos previene frente a condenar al homosexual, sea el simple practicante, o incluso el que tome la decisión de casarse con alguien de su sexo. Por supuesto, el homosexual que actúe así en contra de su conciencia (que es “ley para sí mismo”) estará incurriendo en un hecho bíblicamente condenable. Es preciso recordar, por lo demás, que Pablo habla de pecados, no de delitos (como no podía ser menos en alguien que no se arroga ninguna pretensión de poder civil, y que defiende la separación iglesia-estado; ver 2 Corintios 6: 14), sin perjuicio de admitir que algunos de los actos por él denostados puedan ser (y de hecho hoy lo son) tipificados jurídicamente por su carácter lesivo de la convivencia. Esta distinción pecados-delitos es relevante aquí, y en la coyuntura histórica que vivimos, pues no deben confundirse la esfera pública y laica con el marco religioso privado. La separación de estos ámbitos constituye una nota básica de un estado aconfesional y garantista (como el que, al menos teóricamente, caracteriza a España). No siendo la nuestra una sociedad teocrática y dado que el cristianismo (menos aún, el genuino) no es unánimemente asumido en ella, el cristiano no debe pretender imponer sus puntos de vista a los no cristianos; primero, porque la suya es la religión del amor, no de la imposición (ver Lucas 9: 51-56; 10: 27; 1 Juan 4: 18); y en segundo lugar, porque también el propio Jesús señaló que no debían confundirse las esferas de la iglesia y del estado (Marcos 12: 17; Juan 18: 36; etc.).
El rechazo de las relaciones homosexuales sólo puede conducir, en un cristiano coherente, a idéntica postura respecto al matrimonio homosexual; es decir, a un rechazo igualmente sin ambages. Ahora bien, con la misma lógica de la religión del amor, tampoco aquí cabe condenar a las personas que se apresten a contraer ese tipo de unión. Lo que sí puede hacer el cristiano, siempre con el debido respeto hacia aquéllas, es mostrar su desaprobación de tales prácticas. Pero sin pretender imponer por la fuerza (incluida la fuerza de la presión social) la visión cristiana al resto de la sociedad; menos aún cuando esa sociedad se rige de manera democrática, y como consecuencia de ello su gobierno ha decidido aplicar una visión distinta.
El motivo principal aducido en contra de esta novedad legislativa es el uso del término ‘matrimonio’ para denominar la unión de parejas homosexuales. Tanto es así que hasta la ICR ha declarado no oponerse a una fórmula de mera “unión civil” para ellas, siempre que no se la llame “matrimonio” (y, por tanto, no se le conceda el derecho de adopción). A este respecto hay que decir que la ICR tampoco considera matrimonio el ya clásico matrimonio civil, en el que los contrayentes no pasan por el altar de dicha iglesia. Sin embargo, no parece que, al menos actualmente, haga campaña contra el uso del término en ese contexto, ni mucho menos apela a la objeción de conciencia de los funcionarios para oponerse a celebrarlo. No vamos a negar aquí que la cuestión del nombre aplicado a las uniones homosexuales tiene su enjundia. En general, el lenguaje nos atrapa mucho más de lo que solemos creernos. Los usos restrictivos o expansivos de ciertos términos (como, ‘hacer el amor’, ‘tolerancia’, ‘terroristas’ o incluso ‘cristianos’) pueden generar confusión y aun graves peligros... Con todo, la virulenta oposición al empleo del término ‘matrimonio’ resulta muy llamativa. Para empezar, no es, ni muchísimo menos, la primera palabra que, en el léxico jurídico español, amplía su significado. Aparte de casos más triviales, en los que, por diferentes razones (analógicas, metonímicas…) fueron apareciendo nuevas acepciones de un término más o menos alejadas de sus sentidos previos (ejs.: ‘muela’, ‘ratón’, ‘gato’, ‘mesa’, ‘sirena’…), hallamos también precedentes en el ámbito jurídico-político (un ejemplo es el término ‘sufragio’: mientras el voto se ejercía en función de la renta, el sufragio por antonomasia era el censitario; cuando triunfaron las demandas democráticas más abarcantes, el sufragio pasó a ser “universal”; con especificar si es uno u otro, se entiende a cuál se hace referencia). Algo parecido ocurre con el término ‘matrimonio’: tradicionalmente no ha sido necesario especificar que su referente era una unión hombre-mujer; la ampliación a nuevas fórmulas exigirá añadir “heterosexual” u “homosexual”. Bien definidas las correspondientes acepciones del término ‘matrimonio’ (y bien entendidas las variantes de la definición jurídica), el problema lingüístico se diluye. Éste sólo será potencialmente peligroso si, por medio del término, se pretende manipular la realidad (lo que no es descartable). En todo caso, hay que recordar que a nadie se le está obligando a casarse con una persona de su mismo sexo. Y también que nadie va a confundirse sobre sus “preferencias sexuales” por culpa de ese novedoso hecho jurídico. Todo esto conviene subrayarlo porque escuchamos a menudo que la nueva ley “atenta contra el matrimonio” (heterosexual). En la legislación española, “matrimonio” es un concepto jurídico. Quienes se unan en matrimonio decidirán particularmente si a su unión le confieren además una dimensión espiritual, existencial o sacramental. Es más, el derecho español admite determinadas ceremonias religiosas (entre ellas, la católica romana) como medios válidos para constituir un matrimonio legal, de manera que quien “se casa por la iglesia” no debe acudir al juzgado. Esto significa que el estado ya es generoso con la ICR al homologar civilmente el matrimonio canónico. Cuestión aparte, se objetará, es el caso de los niños. Ellos pueden quedar confundidos cuando, de repente, aparezca ante sus ojos una boda homosexual. Sin embargo, ¿para qué está la educación familiar (que, por cierto, ha de ser previa, y prioritaria sobre la del estado, como suelen destacarlo, entre otros, quienes hacen campaña contra el matrimonio gay)? Una instrucción conveniente al respecto puede disipar rápidamente la confusión de los pequeños. Pero para ello es preciso que a la vez la escuela y los medios de comunicación públicos no impongan una determinada visión del asunto, por ejemplo la partidaria de la homosexualidad como una “opción” sexual más. Semejante manipulación, sin duda auspiciada por el lobby gay, deja sentir sus efectos en no pocos ambientes educativos. El espíritu de la verdadera laicidad del estado exige que, con el debido respeto a la libertad de cátedra de cada profesor, ninguna corriente religiosa o ideológica imponga su particular visión del mundo en la escuela. Pero es que además los niños actuales (le pese a quien le pese, y en La Excepción ciertamente nos pesa) ya están, casi diríamos que “nacen”, bastante acostumbrados a la realidad de parejas gays que salen, besan y conviven… y lo están “gracias”, sobre todo, a la televisión, pero también cada vez más a lo que puede observarse en la vida real y cotidiana. No parece que llamar “matrimonios” a esas parejas pueda cambiar mucho las cosas, ni en términos de confusión ni de posible escándalo para los niños.
En realidad, el “salto” ideológico-práctico más importante del proyecto de ley de matrimonios gays viene dado por el permiso de adopción de que gozarían estas parejas. Aquí sí que nos encontramos ante una cuestión delicada, pues, como en cualquier otra modalidad de adopción, debe admitirse, y así suele hacerse por todos los sectores, la absoluta prioridad del derecho de los niños que pueden ser adoptados, sobre el derecho (a veces, poco más que un capricho) de los adoptantes. La finalidad principal de una adopción no ha de ser otra que suplir la carencia afectiva y de protección que sufre un niño sin padres. Llevando este principio hacia sus consecuencias lógicas, es fácilmente comprensible que el ideal viene dado, una vez más, desde el sentido común y la naturaleza: el niño necesita una figura materna y una figura paterna, es decir, arraigarse en una familia nucleada en torno a los dos sexos bien definidos, tanto en lo psicológico como en lo anatómico. El carácter contra natura de la homosexualidad manifiesta aquí un nuevo reflejo, potencialmente sufrido en este caso por menores cuyos derechos resulta intolerable conculcar. De hecho, ya ha habido homosexuales que han manifestado públicamente que bajo ningún concepto a ellos les gustaría haberse criado en un hogar sin madre, por ejemplo. Cada vez son más las investigaciones que demuestran las notables diferencias entre la psicología masculina y la femenina (por supuesto, éstas en ningún modo justifican un trato jurídico diferencial entre el hombre y la mujer). Es más, las principales ramas del movimiento feminista moderno, normalmente poco sospechoso de conservadurismo, insisten en ese carácter diferencial. De ahí que la presencia de dos progenitores de distinto sexo (y, por mucho que hablen algunos de multiplicidad de “opciones”, sólo existen dos sexos) no es algo trivial, sino medular en las relaciones humanas en general, y en las familiares en particular. Ahora bien, el “salto” hacia la adopción por homosexuales no es tan grande en la jurisdicción española cuando se recuerda que, de hecho, la legislación en vigor ya permitía la adopción por parte de homosexuales (aunque no, obviamente, a parejas de homosexuales en cuanto tales); como permite también desde hace décadas, por ejemplo, que una lesbiana pueda tener un hijo propio por medio de inseminación artificial. Unos permisos, por cierto, que en ningún momento desataron las iras que sí ha suscitado la prevista ley de matrimonio homosexual (lo que vuelve a hacernos pensar que todo gira en torno al nombre, por encima de cualquier otra consideración; aunque tampoco cabe desestimar que la presente reacción resulta más virulenta por entender que el nuevo paso supondría una consagración legal definitiva de unos hechos que hasta ahora eran más bien circunstanciales: no ilegales, pero en cierto modo alegales, al menos en lo que se refiere a la condición homosexual de algunos padres o adoptantes). Con todo, y en virtud de cuanto venimos exponiendo aquí, no deja de tener sentido cuestionarse la licitud de que personas solteras (o incluso, individuos solos) puedan adoptar. Parece obvio, y así lo recoge la legislación vigente, que ése en ningún caso es el ideal, sino un “mal menor”. Del mismo modo, puestos a admitir la adopción por parte de los matrimonios gays lo sensato sería que su “derecho” a la misma sólo fuera ejercido en caso de que el niño o la niña en cuestión no dispusiera de un matrimonio adoptante más idóneo (es decir, el compuesto por un padre y una madre, hombre y mujer respectivamente, heterosexuales). No parece que sea ésa la intención de la nueva ley, y por ello merece una protesta desde el punto de vista cristiano y aun, aparentemente, desde el sentido común y la usual percepción de lo que resulta “natural”. Pero esta protesta no debe estar inspirada por un afán de imposición, basado en erigirse en los únicos intérpretes autorizados de la “ley natural”. Volveremos más adelante sobre este asunto.
En las protestas contra la nueva ley, no ha sido raro escuchar a manifestantes y detractores que no se oponían a los homosexuales ni a sus prácticas, sino sólo a que se legalizase su matrimonio. Por ejemplo, hace escasos días una señora de cierta edad decía por televisión, en tono ciertamente rudo y despectivo: «Que se junten o hagan lo que quieran, ¡pero que no se casen!» Aunque menos elegantemente pronunciadas, estas palabras coinciden en lo básico con el mensaje al respecto de la Iglesia Católica Romana y el PP, quienes a lo sumo admitirían unas hipotéticas “uniones civiles” entre homosexuales como alternativa legal al matrimonio gay; es decir, para evitar la legalización de éste. Bien mirada, esta argumentación tiene algo de chocante, sobre todo si se recuerda la tradición “puritana” que en materia sexual ha venido caracterizando históricamente la doctrina del catolicismo romano. Sabido es cómo su moral siempre se ha opuesto, para el caso de varón y mujer heterosexuales, al concubinato y al amancebamiento; esto, en realidad, era un rechazo hacia una modalidad de relación no controlada en su base por la propia ICR. Resulta por ello curioso que, para el caso de la relación propia entre homosexuales, prefieran ese “juntarse” a una institución legal. O que, como mucho, admitan una “unión civil”, desprovista lo más posible de afinidades con el matrimonio heterosexual. Cabe preguntarse: 1. ¿No es lógico que los homosexuales se sientan denigrados por la ICR, y más en la medida en que son conscientes del secular desprecio que esa institución político-religiosa ha prodigado siempre hacia el “juntarse”? ¿Debe sorprendernos que, con semejante argumentación, algunos homosexuales hayan declarado no sentirse tratados como personas? 2. ¿No vuelve a poner este detalle de manifiesto que lo que más le importa a la ICR es justamente la cuestión terminológica, y que lo que no tolera es que otros se “apropien” de la palabra ‘matrimonio’, que, según parece, esta entidad privada considera propiedad suya? (Que esto es lo realmente básico, y no el asunto de la adopción, puede ayudarnos a entenderlo otra pregunta: ¿Admitiría la ICR el matrimonio gay si se le negase el derecho a la adopción? La respuesta parece obvia). Con motivo de su aprobación final por el Congreso de los Diputados, el presidente del gobierno español, José Luis Rodríguez Zapatero, afirmó que la nueva ley hará de España un país “más decente”. Al margen de que su intención fuera otra (él aludía más bien al reconocimiento de unos supuestos derechos), cabría interpretar libremente esas palabras en el sentido expuesto en este apartado: una regulación institucional de la relación homosexual puede resultar más decente (en la medida, por ejemplo, en que implica un compromiso público por parte de los contrayentes) que el mero “juntarse”. Por supuesto, como ya hemos insinuado más arriba, nuestra opinión es que la actual sociedad responde más bien al paradigma de la indecencia, por estar sus bases y conductas totalmente alejadas de la Palabra de Dios. Con todo, entender del modo indicado las palabras de Zapatero no deja de tener su lógica.
En cualquier caso, y en honor a la verdad, el cristiano debería reconocer que el matrimonio gay no supone un salto cualitativo realmente notable con respecto a la situación preexistente, ya inmoral desde el punto de vista bíblico. Sencillamente, la moral social dominante en España dista mucho de la moral cristiana (sobre todo si por ésta entendemos la del Evangelio). El problema de fondo, desde una perspectiva cristiana, no estaría tanto en dar un paso más que consagre los supuestos derechos de los homosexuales en tanto que tales, como en el casi total alejamiento de la humanidad (incluida su parte española) respecto al Dios del cristianismo; alejamiento que es una constante en la historia, y en modo alguno una novedad reciente. En este sentido, una oposición tan extremosa al matrimonio gay como la que estamos presenciando no parece sensata, pues suena a algo así como “empezar la casa por el tejado”, e incluso invita a sospechar que tiene que haber motivaciones adicionales para lanzarla. Sospecha que parece confirmarse cuando se recuerda que dicha oposición se inscribe en una campaña más amplia de acoso y derribo al gobierno de la nación (ver Doblegando al estado).
La campaña de la ICR es legítima y legal, y por supuesto gran parte de quienes la apoyan lo hacen en conciencia y seguramente con motivos nobles. Pero es importante discernir las razones de fondo y las implicaciones de la misma. Así, quizá, podamos saber si además de legítima y legal es realmente ética, al menos desde un punto de vista cristiano. En primer lugar, la ICR una vez más se apropia del concepto de matrimonio, asignándole el sentido “religioso” que le conviene, y que no es precisamente el del Evangelio (ver Un desprecio al matrimonio). En segundo lugar, no deja de chocar la virulencia (“objeción de conciencia” incluida) con que ha reaccionado esta institución que precisamente, y en contra de lo que dice la propia Biblia, impone el celibato a sus ministros (ver 1 Corintios 9: 5, p. ej.), y que admite las “nulidades eclesiásticas” a pesar de que niega el divorcio en cualquier caso (lo que se opone a las palabras de Jesús en Mateo 5: 32). El uso que la jerarquía católica romana hace del concepto de “ley natural” (que además es filosófica y teológicamente discutible) delata su pretensión de considerarse a sí mismos los exclusivos depositarios e intérpretes de la misma, poniéndose en el lugar del propio “Legislador Natural”. Esto se manifiesta, por ejemplo, en el atrevimiento de tales jerarcas a negarle a la ley del matrimonio homosexual (que podrá ser injusta o inapropiada) su rango legal, cosa que osan hacer, además, desde el punto de vista jurídico, situándose a sí mismos por encima de la ley y del poder legislativo. Sin duda, cualquier persona en conciencia puede adoptar esa perspectiva («Es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres», dice Hechos 5: 29); lo peligroso es cuando alguien lo hace erigiéndose en representante de la “ley natural”. Si a esto se le unen las repetidas afirmaciones de que el gobierno, por muy democrático que sea, no puede ir contra esa “ley natural”, entonces no cabe sino preguntarse hasta dónde llega la voluntad de poder (léase, las aspiraciones neoconfesionalistas) de la Iglesia Católica Romana.
No menos llamativo resulta cómo, en toda esta campaña contra el matrimonio gay, la ICR ha venido, en la práctica, escondiendo su rechazo de la homosexualidad (aunque a veces se les haya “escapado” a algunos de sus miembros, caso de Aquilino Polaino). Estimamos correcto que haya matizado que no condena a los homosexuales, pero nos parece menos admisible, además de muy sintomático, que no haya esgrimido su condena de las prácticas homosexuales como base de su denuncia del matrimonio gay. Y más, teniendo en cuenta que esa condena sigue figurando en su Catecismo (ver § 2357-2359). Todo su ataque se ha fundado en la defensa de su respetable, pero particular, concepción del matrimonio y de la familia. Lo anterior tiene su explicación: en buena lógica cristiana, la ICR española tendría que excomulgar a los homosexuales practicantes (seguramente, millares) que figuran entre sus miembros. Y eso es justamente lo que no quiere. Recordemos que estamos hablando de una institución que mantiene en sus filas a infinidad de personas, incluidos delincuentes convictos, cuya conducta y cuyo estilo de vida se alejan mucho de los que teóricamente preconiza. Algunos ven en ello una muestra del amor cristiano que acoge a todos, ignorando que es justamente ese amor el que exige la disciplina en caso necesario, como lo declaran sin sombra de duda Jesús y el apóstol Pablo (ver por ejemplo Mateo 18: 15 ss.; 1 Corintios 5: 4-5). En realidad, a la ICR le viene bien mantener a todo el mundo en su seno porque, siendo como es una entidad político-religiosa, de ese modo puede mantener hinchadas sus estadísticas de fieles… y sabido es lo dada que es a blandirlas para avanzar en el logro de sus ambiciones. Y así, resulta curioso constatar cómo esta entidad exige a los funcionarios públicos la objeción de conciencia (por cierto, ¿es exigible una objeción de conciencia, sea cual sea su motivo?; ¿no implica eso ser conciencia del otro?) si se ven en la tesitura de tener que casar a gays o lesbianas, pero a la vez su propia jerarquía consiente las prácticas homosexuales (hasta ahora, el “juntarse”, y desde ahora, ya lo veremos, el matrimonio gay, entre sus miembros). Una incoherencia ética explicable cuando se recuerdan los fines esencialmente políticos de esta espuria institución. Desde el momento histórico (primeros siglos de la “era cristiana”) en que, en connivencia con el Imperio Romano,> la iglesia (o, más adelante, diócesis) romana estableció su primacía sobre las demás iglesias o congregaciones (recordemos la diversidad del cristianismo en los primeros siglos), esta institución siempre ha buscado, y muchas veces conseguido, modelar la legislación de los países en los que prevalecía. El triunfo del liberalismo en Occidente en los siglos XIX y XX la condujo primero a atrincherarse en posiciones ultrarreaccionarias y exclusivistas (Pío IX), y luego a buscar el encaje de su doctrina tradicional en un mundo que comenzaba a dar la espalda a dogmas e infalibilidades (Concilio Vaticano II). Pero no ha habido, ni en el “magisterio” ni en la práctica, una auténtica renuncia a la pretensión de la ICR de dar forma a las leyes que rigen los estados. De ahí su apelación permanente a la “ley natural”, que siempre será la que ellos mismos definen como tal.
La ICR siempre ha identificado entre sí (y por tanto, confundido) los conceptos de iglesia y sociedad. Pero si acudimos a la primera comunidad cristiana, comprobaremos que siempre se ofrece a sí misma como alternativa al “mundo”; el evangelio es una levadura que leuda la masa (Mateo 13: 33), pero en ningún momento se promete a los cristianos que sus convicciones y estilo de vida serán algo generalizado, sino todo lo contrario: el mensaje cristiano tiene vocación universal, pero la iglesia está llamada a ser minoría, no por exclusivismo o fatalismo, sino por imperativo del poder enemigo que domina el mundo (1 Juan 5: 19). El Reino que anuncia Jesús se comienza a vivir aquí, pero nunca se completa ni se generaliza en esta tierra, sino en el momento de la parusía (ver La esperanza). De ahí que los seguidores de Jesús no puedan ni deban esperar el triunfo político o social, sino más bien incomprensión y persecución (2 Timoteo 3: 12). No por ello han de cejar en su esperanza de influir, incluso decisivamente, en el devenir histórico, pero nunca deben hacerlo imponiéndose. En este contexto, la acción de la iglesia es dar testimonio, apelar a las conciencias, proponer, dialogar, convencer. Al denunciar públicamente lo que el evangelio califica como pecado, lo hará atendiendo cuidadosamente a las convicciones de quienes lo practican. De ahí que resulte no sólo coherente, sino también necesario, denunciar por ejemplo cualquier guerra ofensiva, pues los gobernantes, o bien previamente han renunciado a la misma en su legislación y sus principios (caso de las democracias), o bien no desean que otros la lleven a cabo contra ellos (aplicable a todos los regímenes). Sin contar con el hecho de que muchos de ellos se declaran cristianos. Lo mismo podría decirse del robo, o cualquier otro acto que agreda la libertad o la integridad del prójimo. Pero es evidente que cuando se trata de condenar la codicia, la envidia, la fanfarronería, la deslealtad, la idolatría, la avaricia, el adulterio, la mentira o la homosexualidad (por volver a la lista de pecados paulina), por mucho que algunas de estas conductas puedan afectar a terceros y rozar el delito, la estrategia social del cristiano ha de ser diferente, en la medida en que su influencia ha de estar basada en el amor y no en la imposición. En España numerosas confesiones religiosas se han venido pronunciando públicamente contra el matrimonio homosexual, en virtud de su concepción de la familia. En tono respetuoso y sin pretensiones de imponerse, quieren hacer oír su voz, que es tan legítima como la de los defensores de esta novedad legal. Incluso no han tenido reparos en suscribir, el 20 de abril de 2005, un documento conjunto con la ICR. Ya entonces hubo creyentes (evangélicos, judíos, católicos, unitarios, musulmanes y hasta católicos) que advirtieron del «intento de apropiación que determinadas instituciones religiosas quieren hacer del matrimonio, con la consiguiente confusión entre matrimonio civil y religioso» (ACPress.net, 27.5.05). Cuando organizaciones familiares convocaron la manifestación del 18 de junio con el apoyo de la jerarquía católica, los representantes de estas otras confesiones se dividieron entre quienes expresaron su rechazo a la convocatoria, mostrándose reacios a ser instrumentalizados por la Conferencia Episcopal en su estrategia política de acoso y derribo al gobierno, y quienes se sumaron a la manifestación (si bien es verdad que entre las instancias oficiales prevaleció la primera postura). Estos últimos están contribuyendo, de manera muy especial, a fraguar la alianza “ecuménica” entre evangélicos y católicos; y así, soslayando los abismos teológico-doctrinales entre ambas iglesias, vienen uniéndose en la defensa política de ciertos asuntos morales (ver Ecumenismo cristiano). En Estados Unidos, donde la pujanza de la Christian Coalition of America y lobbies similares es cada vez mayor, ya participan del poder de la mano de George W. Bush y muchos otros políticos. En realidad, la estrategia seguida por la ICR y grupos de presión afines es similar a la del lobby gay, tan condenada por ellos: un colectivo se erige en representante del interés general y trata de imponer su visión del mundo a la sociedad, pretendiendo modelar la legislación en función de sus valores e intereses. Si resulta inaceptable que el lobby gay pretenda decidir cómo ha de abordarse la cuestión de la identidad sexual en el sistema educativo, tampoco la ICR debería pretender dirigir la política educativa del país (de hecho, todo el sistema educativo ha estado impregnado de sus valores hasta la llegada de la democracia en España). Por muy repulsivos, ridículos, y hasta ofensivos que puedan parecer a muchos los “desfiles del orgullo gay”, hay que destacar cómo las numerosas procesiones romanistas son consideradas blasfemas y denigrantes (recuérdense los actos de penitencia que las acompañan en ocasiones) por muchos cristianos que entienden que la Biblia las rechaza (católicos incluidos; ver Pascua pagana). Ambos tipos de actos son igualmente respetables (siempre que cuenten con el permiso correspondiente) y participan de un mismo objetivo, entre otros: trasladar al ámbito público, con pretensiones de influir en él, una concepción de la vida. Una institución que durante siglos ha impuesto el “orgullo católico” y que ha exhibido crucifijos y “vírgenes” en todas sus instituciones, está moralmente deslegitimada para frenar a los colectivos (progres, gays, etc.) que ahora, al contar con un considerable apoyo social, recurren a procedimientos similares para tratar de influir en la sociedad. Ese “orgullo católico” regresa ahora con fuerza (por ejemplo, en pulseras con el lema “100% católico”). Parecería que entramos en una competición por ver qué grupo de presión demuestra mayor presencia social y mayor capacidad de influencia política. Y tanto en los militantes gays como en los católicos se pueden observar con frecuencia actitudes victimistas, al denunciar la “persecución” a la que son sometidos por parte del bando contrario. Lo triste es que no les falta parte de razón: parecería que en nuestra sociedad no somos capaces de superar la dictadura de lo políticamente correcto según los progres sin caer en la dictadura de lo aceptable por los “guardianes de la moralidad”. Para escribir a los autores: laexcepcion@laexcepcion.com |
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