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Iglesia Católica y sectas El tratamiento que los medios de comunicación otorgan a las distintas organizaciones religiosas es claramente discriminatorio en función de la importancia social de cada una al menos en España, lo cual no contribuye a la sana convivencia entre las distintas comunidades. Con motivo del viaje del papa a Guatemala en julio y agosto, el Vaticano emitió un comunicado denunciando «la agresiva campaña de promoción de sectas fundamentalistas que ha experimentado Guatemala en los últimos años» (Zenit, 1.8.02; negrita añadida). Parte de la prensa española, especialmente La Razón y La Vanguardia, utilizó el mismo lenguaje hacia las iglesias protestantes. La Federación de Entidades Religiosas y Evangélicas de España (FEREDE) protestó enérgicamente mediante varias cartas a los diarios y un comunicado en el que denunciaba la prejuiciada manipulación informativa: «1.- Los fieles de la Iglesia católica evangelizan; mientras que los adeptos de las sectas evangélicas hacen proselitismo. 2.- La Iglesia católica romana (ICR) se preocupa por el bien espiritual de las personas, retornándoles a los brazos de la madre Iglesia; mientras que los grupos evangélicos captan ciudadanos con el fin de acrecentar sus filas (esto último, un fin legítimo al que ninguna institución incluyendo la ICR se niega). 3.- Los jóvenes muestran su entusiasmo y fervor en los actos multitudinarios del Papa; mientras los evangélicos en sus cultos son unos fanáticos y extremistas» (ver la web de la FEREDE, ICPress). Este tratamiento diferencial es frecuente en la prensa española, incluso la de tendencia más laica, en la que se asumen acríticamente las posiciones vaticanas (ver ¿Renuncia papal?). Por ejemplo, cuando el papa presidió las Jornadas Mundiales de la Juventud de Toronto (Canadá), El Mundo (28.7.02) informaba del almuerzo del papa con catorce jóvenes, a los que denominaba «apóstoles», estableciendo un paralelismo entre Cristo y quien se arroga ser su vicario. Fijémonos en las expresiones de estos jóvenes tras el encuentro: «Es como si fuera nuestro abuelo, como si sintiera la necesidad de protegernos y de guiarnos en nuestro camino»; «Ha sido una experiencia increíble, inolvidable»; «La sensación de hablar mano a mano con el Papa te da un vuelco al corazón y te hace sentir una especie de elegida, de ungida». Imaginemos que las hubieran pronunciado los seguidores de cualquier otro líder religioso. ¿No serían automáticamente tildadas de fanáticas? ¿No se denunciaría que un líder que recibiera tal tratamiento ostentaría un paternalismo sectario? En julio, La Razón publicaba una crónica sobre una misa de carismáticos católicos: «El que no haya asistido nunca a una eucaristía de carismáticos como era mi caso hasta ayer ciertamente no saldrá indiferente. Ver a más de 4.000 personas con los brazos en alto, cantando, bailando y abrazándose durante la celebración es una experiencia sorprendente [...]. Hay más de cincuenta sacerdotes sobre el presbiterio concelebrando la misa, presidida por don Juan José Gallego [...]. Su homilía es larguísima, de casi tres cuartos de hora, y predica casi gritando de principio a fin, pero es de las mejores que he escuchado últimamente [...]. Un par de filas más adelante hay una monjita menuda y anciana que no para de saltar y de alabar a Dios elevando los brazos. Sí; la Renovación puede o no gustar; puede o no sorprender. Pero los frutos de sanación y conversión están ahí, y cada vez son más abundantes» (8.7.02; negrita añadida). Imaginemos el tratamiento que el mismo diario, incluso el mismo periodista, habría dado si el encuentro hubiera sido de carismáticos evangélicos (pentecostales), en lugar de católicos, siendo que, fuera de las referencias a María, apenas habría cambiado su naturaleza. Resulta muy llamativo comprobar las distintas actitudes de la ICR según los territorios en los que actúa: en Iberoamérica, región tradicionalmente católica, se considera que otras creencias están invadiendo un territorio que se concibe como patrimonio del la Iglesia Romana. En cambio en Rusia, por ejemplo, la ICR se defiende de las acusaciones de proselitismo por parte de los ortodoxos, quienes recurren a la misma estrategia que sus rivales en Iberoamérica, al considerar la presencia católica una intrusión. Tanto las jerarquías católica como la ortodoxa coinciden en su pretensión de hegemonía social, e incluso política. Es por esta concepción por la que el Vaticano ha celebrado tanto la calurosa acogida del papa por parte del presidente de México, que exhibió su catolicismo en actos oficiales, rompiendo con la tradición radicalmente laica del país. Si algo debería caracterizar a los cristianos es su seguimiento de Cristo, y su deseo de compartir esta convicción y esta vivencia. Tristemente, hay quienes, llevando el nombre de cristianos (incluso pretendiendo ser los únicos auténticos), no lo entienden así. «La Virgen de Guadalupe se ha convertido en la muralla más infranqueable y firme con que cuenta la Iglesia católica en México para frenar el avance de las agresivas sectas evangélicas venidas de Estados Unidos. Y es que decir mexicano y guadalupano es casi lo mismo. Incluso los agnósticos o ateos de México suelen decir con orgullo que son guadalupanos, aunque no crean en Dios. [...] Jurar en su nombre es lo más sagrado del mundo [...]. Cuando los miembros de estas comunidades evangélicas yanquis se lanzan a las calles mexicanas para abordar a futuros adeptos, convenciéndoles de la bondad de sus nuevas teorías o traducciones del Evangelio de Cristo, todo suele ir bien hasta que se topan con la misma pregunta que inquiere un indito que no sabe leer, o una ama de casa apenas instruida, o un ejecutivo comercial: ¿Y ustedes qué dicen de la Virgen de Guadalupe? [...] Saben que todo lo referente a lo guadalupano es sagrado para el mexicano, y por lo tanto es inútil discutir» (Alex Rosal, La Razón, 1.8.02; negrita añadida). Al margen de lo absurdo de tanta generalización, pues hay millones de mexicanos protestantes, ¡qué triste manera de ostentar el paganismo como argumento para defender el cristianismo!
Durante siglos la ausencia de libertad religiosa, el carácter rural y tradicionalista de las sociedades, y cierto aislamiento cultural configuraron una Iberoamérica con un catolicismo sociológico sin fisuras. El materialismo consumista, la globalización y la conversión de amplios sectores de la población a otras religiones o a otras confesiones cristianas condujeron al papado a diseñar, hace más de diez años, la llamada nueva evangelización para todos aquellos territorios tradicionalmente católicos en los que el avance de ciertas libertades está resquebrajando el modelo de unidad religiosa, política y social que, de forma compulsiva, se fue imponiendo en Iberoamérica desde su conquista (lo que históricamente se ha entendido por evangelización). Un fruto de este modelo ha sido la unión de la iglesia con el estado en todos los países de hegemonía católica. Se reaviva así un planteamiento competitivo de la confesionalidad. Desgraciadamente, nadie está libre de suscitarlo, pues las propias comunidades despreciadas por la jerarquía católica reaccionan en ocasiones de forma hostil hacia otros grupos religiosos cuyas ideas rechazan. Por eso, muchos caen en la tentación de tachar de sectas a los rivales religiosos, en lugar de abrirse a un diálogo constructivo (ver Diálogo) con todo aquel que esté dispuesto a mantenerlo (recordemos la cerrazón de los guadalupanos mencionados más arriba: es inútil discutir). Si realmente los creyentes creen en la verdad, no deberían tener miedo a supuestas ofensivas de otras religiones. Estos antagonismos podrían traer nuevas formas de limitar la libertad religiosa, en aras de la concordia social o cualquier otra razón de estado. La propia Iglesia Católica se ha puesto en guardia contra el uso del término secta allí donde le pueda afectar, como ocurre con la legislación antisectas de Francia (véase Movimientos y campañas anti-sectas en el número de julio de 2002 de la revista católica Arbil). En realidad, muchos creyentes somos capaces de dialogar con quienes profesan otras creencias, demostrando que el respeto (no la tan traída y llevada tolerancia; ver Ecumenismo humanista) y la libertad de conciencia son los fundamentos de la armonía social. Es triste que los contactos interreligiosos se conviertan en sucias luchas de poder o en enfrentamientos políticos. © LaExcepción.com |
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