Hans Küng no se entera
© Guillermo Sánchez Vicente [guillermosanchez@laexcepcion.com] (12 de noviembre de 2003)

Sin profundizar en los aspectos esenciales, Hans Küng señala las que considera diez principales contradicciones del pontificado de Juan Pablo II.

El destacado teólogo católico Hans Küng ha visitado España recientemente para presentar el primer volumen de sus memorias, Libertad conquistada. Casi todos los periódicos de tirada nacional han publicado entrevistas con él, y han informado del tratamiento que el arzobispo de Barcelona le ha dispensado, prohibiéndole hablar en cualquier iglesia de la capital de Cataluña. (Por cierto, quizá interese recordar que en 1995, cuando el presidente del Partido Nacionalista Vasco, Xavier Arzallus, protestó enérgicamente por el nombramiento de un obispo no vasco para la diócesis de Bilbao, Küng dijo que comprendía «la postura de los vascos» en su rebeldía frente a Roma).

En sus intervenciones, el teólogo suizo arremete una vez más contra la jerarquía de la Iglesia Católica Romana (ICR). Unos días antes, el diario El País publicaba su artículo “Un pontificado con contradicciones fatales” (15.10.03), en el que señalaba las que, según él, son las diez principales contradicciones de la política de Juan Pablo II. Procederé a analizar estas afirmaciones, pero antes aclararé que cuando afirmo que Küng “no se entera”, lo hago desde el respeto que me merece como persona y como teólogo y, por supuesto, sin la pretensión de considerar que mi capacidad intelectual alcance ni de lejos la de este veterano pensador de 75 años de edad. Quien se aproxime a su extensa obra, descubrirá interesantes (si bien criticables) aportaciones en el campo de la historia de las religiones, la ética, los fundamentos del catolicismo romano, la existencia de Dios y muchos otros temas. (Ahora bien, suena un poco presuntuoso que sea él mismo quien espere que la curia lo reconozca como autor «de una obra teológica impresionante que ha ayudado a muchos fieles de todo el mundo [El Correo, 11.11.03]. Eso sí, ha tenido el detalle de no incluirse en su lista de teólogos importantes perseguidos por Juan Pablo II, en contraste con la actitud victimista del también disciplinado por Roma Juan José Tamayo, que se ponía a sí mismo a la altura de Arrio y de Lutero, entre otros).

Küng contrapone la política exterior de Wojtyla con la política interior: mientras alaba aquella, condena ésta. Algunos de los análisis de Küng son muy agudos. Por ejemplo, critica acertadamente que «el mismo hombre que defiende de puertas afuera los derechos humanos los niega de puertas adentro a obispos, teólogos y mujeres, sobre todo: el Vaticano no puede suscribir la Declaración de Derechos Humanos del Consejo de Europa [...]. La separación de poderes es desconocida en la Iglesia católica». Ya profundizamos en estos aspectos en Una Europa confesional.

Además, comprende perfectamente que en los actos de contrición del año 2000 y posteriores, Juan Pablo II «sólo pidió perdón para las faltas de los “hijos e hijas de la Iglesia”, no para las del “Santo Padre” y las de la “propia Iglesia”», por lo que «la reticente confesión no tuvo consecuencias: nada de enmienda, tan sólo palabras, nada de hechos». La prueba de ello, añadimos, es la reciente campaña revisionista sobre el caso Galileo, en la que el arzobispo Angelo Amato niega que el científico fuera torturado, y el cardenal Poupard minimiza la condena que se le aplicó, exculpando de paso al papa Urbano VIII (Zenit, 21.8.03; ver Rehabilitaciones vaticanas).

Por otro lado, el autor suizo parece sorprenderse de que «un predicador en contra de la pobreza masiva y la miseria del mundo» sea, «con su posición sobre la regulación de la natalidad y la explosión demográfica», «corresponsable de esa miseria». Sin dejar de ser cierto este punto, no habría que olvidar la observación que tanto han repetido muchos de quienes se han alejado decepcionados de la Iglesia Católica, que no por tópica resulta menos cierta: el propio patrimonio y estilo de vida de gran parte de los jerarcas católicos (empezando por su jefe) contrasta sangrantemente con las denuncias de la pobreza y la miseria.

El teólogo lamenta que siendo el papa un «panegirista del ecumenismo» no permita concelebrar la comunión con iglesias no católicas, además de mostrar una «exagerada ambición medieval de poder frente a las iglesias orientales y reformadas»; ha logrado así que el entendimiento ecuménico haya quedado «bloqueado tras el Concilio Vaticano II». En este punto, hay que señalar la tergiversada visión que muchos católicos (y no católicos) tienen de este concilio. Sin duda, el clima de ilusión creado en torno a tan importante evento, junto con cierto espíritu de renacimiento evangélico que muchas comunidades católicas vivieron en aquellos años, obnubilan la visión de quienes confunden sus ilusiones con la realidad.

Sin negar que el concilio trajera grandes cambios, sobre todo formales, a la ICR, es necesario recordar que fue muchísimo más en cantidad y calidad lo que se preservó que lo que se cambió. El caso del ecumenismo resulta muy ilustrativo al respecto; no hay más que leer los documentos conciliares sobre el tema para comprobar que Juan Pablo II –mal que les pese a los católicos progres– no ha hecho más que seguir fielmente la estela de Juan XXIII en este punto. El decreto Unitatis redintegratio ya concebía el ecumenismo como el proceso de asimilación del resto de iglesias por parte de la católica, y reformulaba claramente el clásico extra ecclesia nulla salus: «Únicamente por medio de la Iglesia católica de Cristo, que es el auxilio general de salvación, puede alcanzarse la total plenitud de los medios de salvación» (Un. red., 3), pues la «una y única Iglesia [...] subsiste indefectiblemente en la Iglesia católica [...] enriquecida con toda la verdad revelada por Dios» (Un. red., 4). Pretender que el Concilio abriera la vía hacia un ecumenismo de “negociación de verdades” entre comunidades cristianas es confundir los deseos con la realidad (ver Ecumenismo cristiano).

Küng parece ignorar los éxitos de la habilísima política “ecuménica” de Wojtyla en la cristiandad y fuera de ella cuando dice que «la desconfianza hacia el imperialismo romano [es decir, vaticano] está ahora tan difundida como antes. Y esto no sólo entre las iglesias cristianas, sino también en el judaísmo y el islam, por no hablar de India y China». Lo cierto es que, aunque las distancias son todavía significativas, jamás papa alguno había tendido tantos puentes hacia otras religiones; eso sí, con un propósito de atracción, no de aproximación real, como ya analizamos en Los hijos de Abrahán y Miradas hacia Oriente.

La percepción que Küng tiene del impacto social del papa actual, así como de las tendencias de la neorreligiosidad de nuestro tiempo, me parece simplemente miope. Es cierto que «no deben llamar a engaño las masas de las manifestaciones papales» (como las recientes movilizaciones para ver al papa en su visita a España en mayo de 2003). Pero parece que Küng ignora que uno de las rasgos destacables de la jerarquía católica romana a lo largo de su historia ha sido precisamente el de preferir un seguidismo formal de las masas a una adhesión reflexiva de los individuos. Esta característica es consustancial al colectivismo de la ICR, configurada más como proyecto sociopolítico que como ámbito e instrumento para propiciar las vivencias religiosas de la persona. Por eso, no hay que poner en duda el éxito que suponen las movilizaciones sociales suscitadas por este papa, y no hay que olvidar lo útil que pueden llegar a resultar como estrategia política (ver Juan Pablo II: ¿el papa de la paz?).

Es cierto que «son millones los que bajo este pontificado han “huido de la Iglesia” o se han retirado al exilio interior», pero mientras salen de la ICR muchas gentes sencillas, regresan o se están aproximando al seno de la “Santa Madre Iglesia” a través de distintas vías (“ecumenismo”, política religiosa, identificación en los valores, neoconservadurismo, pragmatismo, moda, renacimiento espiritual…) muchos personajes influyentes que, dado el carácter político-religioso de la ICR, y de la nueva escena internacional, resultan finalmente más decisivos, en términos netos, que las “pérdidas”.

Para el teólogo, «la animosidad de gran parte de la opinión pública y de los medios de comunicación frente a la arrogancia jerárquica se ha intensificado de forma amenazadora». Pero un seguimiento atento de estos medios no puede llevar más que a la conclusión contraria: mucho más amenazador es el sorprendente aumento del confesionalismo y/o la admiración hacia el papa en casi todos los medios y ambientes, incluso algunos de tendencia laicista (como la izquierda europea) o tradicionalmente antirromanista (como los fundamentalistas protestantes, sobre todo los de Estados Unidos; ver Ecumenismo cristiano).

Sólo desde el colmo de la ignorancia (provocada en este caso, sin duda, por la confusión entre deseos y realidad) alguien puede creer que el papa actual «pierde credibilidad como autoridad moral», que «ha propiciado la pérdida de autoridad de su pontificado por culpa de su autoritarismo» o que «carece de la credibilidad de un Juan XXIII». Con todo el atractivo que desplegó este último, su proyección internacional no alcanzó ni la décima parte de la de Juan Pablo II (entre otras razones, por la brevedad de su pontificado, porque no viajó tanto como el polaco, y por los avances que desde entonces han experimentado los medios de comunicación social y la globalización). Jamás un papa había gozado de tanta credibilidad, admiración y liderazgo en lugares y entre grupos sociales tan dispares, incluso entre sus detractores. El propio Hans Küng es, quizá sin saberlo, prueba de ello, cuando valora muy positivamente la política exterior del papa y le rinde el mayor de los aplausos porque «se haya pronunciado de una forma clara y neta contra la Guerra de Irak» (El Mundo, 21.10.03), ignorando la compleja pero patente estrategia geopolítica que encerraba su actuación (ver El eje Washington-Vaticano).

Quizá es que Küng desconoce realmente la creciente trascendencia política del Vaticano (aunque sorprenda creerlo, dadas sus amplias investigaciones, así como su conocimiento de primera mano sobre la realidad de la institución papal). De hecho, si bien considera que «no puede pasarse por alto el papel del Papa polaco en el colapso del imperio soviético», parece querer minimizarlo cuando dice que «éste no se derrumbó a causa del Papa, sino de las contradicciones socioeconómicas del propio sistema soviético». Como muy bien documentaron Carl Bernstein y Marco Politi en Su Santidad. Juan Pablo II y la historia oculta de nuestro tiempo, la “santa alianza” Wojtyla-Reagan resultó decisiva no sólo para determinar el momento en que sucumbieron la URSS y sus satélites, sino también la forma en que ocurrió.

Agrega Küng que «para la Iglesia católica, este pontificado, a pesar de sus aspectos positivos, se revela a fin de cuentas como un desastre», diagnóstico difícilmente conciliable con la sensación de esplendor que se vive en las postrimerías del mandato de Juan Pablo II, reconocida tanto por sus más entusiastas adherentes como por la gran mayoría de analistas externos.

El teólogo suizo considera que «un Papa declinante que no abdica de su poder, aunque podría hacerlo, es para muchos el símbolo de una Iglesia que tras su rutilante fachada está anquilosada y decrépita». Me temo que son más los que interpretan esta permanencia como signo de valor y coraje incluso heroicos (ver ¿Renuncia papal?).

Finalmente, Küng prevé que un próximo papa continuista con respecto al actual «no haría sino potenciar aún más la monstruosa acumulación de problemas y haría casi insuperable la crisis estructural de la Iglesia católica». Oír hablar de “crisis estructural” en el momento de máximo auge del papado desde Pío IX resulta sorprendente. Claro, que también suscribe el mito de que «Juan Pablo II no gobierna, lo hace su entorno, sobre todo el Opus Dei» (Religión Digital, 11.11.03), como si no supiera que ha sido precisamente el papa quien ha diseñado un entorno curial y político a su propia imagen y semejanza, con nombramientos directos de los principales cargos. Y aunque especular sobre futuros papas siempre ha resultado aventurado (ver reseña de Habemus papam), la actual configuración del cónclave, diseñada hábilmente por Juan Pablo II, apunta más hacia un “Pío XIII”, como se teme el propio Küng (Religión Digital, 11.11.03) que hacia un “Juan XXIV”, como desea. Y aun en el caso de que saliera elegido “uno de los suyos” (los católicos progres ansían un pontificado del cardenal Martini, con fama de aperturista), nada garantiza que las “reformas” que pudiera llevar a cabo modificaran sustancialmente el panorama político-eclesiástico, al menos en lo que atañe al acercamiento al evangelio, tan deseable para una iglesia de la importancia de la ICR.

Küng se escandaliza porque el papa «posterga la doctrina de la Biblia» en sus normas sobre el celibato y acertadamente señala que ésta es la principal causa de «la catastrófica escasez de curas, el colapso del sacerdocio en muchos países y el escándalo de la pedo filia en el clero». Pero igualmente escandaloso resulta su desprecio por la Biblia en otros asuntos también graves que, desgraciadamente, el teólogo suizo no ha tenido a bien incluir en sus diez puntos de protesta. Tampoco los predecesores de Wojtyla, incluido Juan XXIII, llevaron a cabo las reformas esenciales (revolución, más bien) que una lectura del Evangelio exigiría en el seno de la ICR.

Con todo lo radical que pueda parecer, Küng se considera a sí mismo un «hombre más bien de centro y muy fiel a la tradición»; reivindica su cualidad de «sacerdote católico con plenos poderes para predicar y celebrar la eucaristía» (Religión Digital, 11.11.03; cursiva añadida). Su teología, al igual que ocurre con la de algunos de sus colegas o seguidores (Boff, Tamayo o Pikaza; sobre éste ver Habemus papam), comparte unos fundamentos afines a los de la jerarquía, y nunca llega al cuestionamiento último de los mismos. Como demuestran en muchas de sus declaraciones, estos teólogos de la liberación –entre quienes, al menos en sentido amplio, cabe incluir a Küng– sólo desean que un nuevo papa afín a sus planteamientos imponga en su iglesia una línea conforme a los ideales (algunos de éstos muy nobles) que ellos albergan. Me pregunto si son conscientes de hasta qué punto su aparente oposición a la línea “ultra” de la jerarquía en realidad no hace sino reforzar el sistema que la propia jerarquía representa.

En definitiva, como él mismo afirma, Küng se mantiene «fiel a la tradición de la Iglesia y no piensa abandonarla» (Noticias de Navarra, 11.11.03). En una ilustrativa comparación, considera que «abandonar la Iglesia no sería la solución, como tampoco lo hubiera sido que un disconforme con la política de Franco se marchara durante la dictadura a Francia» (El Correo, 11.11.03). Ilustrativa, digo, porque revela hasta qué punto comparte la visión esencialmente política que la ICR tiene de sí misma.

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