¿Fin del optimismo humanista?
© G.S.V. [guillermosanchez@laexcepcion.com] (25 de diciembre de 2001)

El optimismo humanista, lejos de extinguirse, se perfila como punto de confluencia de un pensamiento único mucho más amplio de lo que denuncian sus críticos, en el que convergen los que defienden y los que rechazan el sistema.

Hasta el 11-S numerosas voces, sobre todo de la izquierda, anunciaban el advenimiento de un mundo progresivamente más justo y solidario. Quienes se muestran optimistas respecto a la evolución de la humanidad siempre han afirmado que, a medida que se mitigara la maldad humana y se generalizaran las buenas intenciones de los hombres, las medidas legales que limitan la sociedad abierta serían cada vez más excepcionales, y la situación normal en todo el mundo sería la que hemos vivido en Europa occidental y Estados Unidos durante los últimos cincuenta años: "paz" desde el punto de vista militar, estado de bienestar, desarrollo prometedor de la sociedad civil, etcétera.

Creo que el estudio de la historia desmentiría rápidamente la interpretación optimista de cada uno de estos puntos, pero no es mi objetivo hacerlo aquí. Aun asumiéndose la visión más esperanzadora del pasado, es evidente que desde el 11-S lo que venimos considerando "normal" será en realidad lo excepcional. Las medidas legislativas que se están adoptando en todo el mundo así lo prueban. George Bush ya dijo que esta guerra puede durar diez años... o más. Es decir, la conculcación de derechos básicos será indefinida. La promesa de una sociedad cada vez más pacífica y unida huye del horizonte. Es más, algunos empiezan a preguntarse si realmente habrá alguna vez buena voluntad entre los hombres.


¿Un nuevo orden mundial más justo?

El movimiento pacifista desarrollado en las sociedades occidentales durante la guerra fría y que en cierta medida se prolonga hoy en determinados sectores del movimiento antiglobalización ha mantenido como objetivo convencer a las autoridades de que los sistemas armamentísticos son innecesarios. Esta es una afirmación idealista y utópica (no asigno matices peyorativos a ninguno de estos nobles conceptos) que sólo puede sustentarse sobre la premisa de que la humanidad es buena por naturaleza. Por eso, cada vez que hay una gran crisis que confirma lo contrario (ya ocurrió durante las guerras mundiales, y se repite ahora), muchos "pacifistas" demuestran que su pacifismo sirve sólo para tiempos de paz, y apelan al más puro pragmatismo (es decir, a la necesidad de la guerra).

La larga masacre de poblaciones civiles ha comenzado por Afganistán y seguirá por otros países, según anuncian. Los movimientos contestatarios orientan su actuación principalmente a denunciar las matanzas. Mientras los belicistas que desde el primer momento apoyaron una actuación militar en Afganistán (y donde fuera "necesario") siguen confiados en que esta serie de guerras traerá un mundo más justo (o por lo menos, no más injusto), algunos "críticos" se muestran todavía perplejos y no parecen atreverse a especular sobre qué tipo de mundo nos espera. Pero los comentarios optimistas que expresan confianza en que la justicia traerá la paz siguen siendo relativamente frecuentes.

Como ya he argumentado en otro lugar (ver Antiglobalistas por la globalización), la gran mayoría de los componentes del movimiento antiglobalización no están en realidad contra la globalización, sino que abogan por otra globalización, según la consigna de que "otro mundo es posible". Ya destaqué entonces que esas afirmaciones se contradicen con los análisis terriblemente pesimistas que ellos mismos hacen de la evolución del sistema mundial. Lo sorprendente es que, con la acentuación de las tendencias totalitarias tras el 11-S, muchas voces perpetúan su discurso optimista, como si los acontecimientos y, sobre todo, las tendencias de los últimos meses anunciaran un nuevo orden mundial más justo.

Desde luego, se aproxima un Nuevo Orden Mundial, pero no precisamente el que esperan los más desfavorecidos del planeta, sino el que ya anunció George Bush padre durante la guerra del Golfo, y que Noam Chomsky considera continuación del "viejo", como argumentaba en su libro El nuevo orden mundial (y el viejo) (Barcelona: Crítica, 1994). La tradicional reivindicación de los contestatarios al sistema ha sido la de globalizar la democracia. Pero ahora que los países con las democracias más antiguas y consolidadas del mundo comienzan a revisar sus sistemas legislativos con el objetivo de garantizar la seguridad a costa de restringir derechos fundamentales, toda previsión realista y sensata conduciría a la idea de que lo que puede empezar a globalizarse (además de lo que ya se ha globalizado: diferencias socioeconómicas, explotación, redes criminales, contaminación medioambiental...) son precisamente estas tendencias totalitarias.

Los análisis de quienes todavía consideran viable un mundo mejor se sustentan sobre un modelo ideológico optimista heredado de la Ilustración. Pero muchos colectivos, al autocalificarse como utópicos, no reclaman una interpretación realista de la realidad mundial. Por ello no sorprende que la mayoría de los viejos rebeldes del 68, desengañados por las pocas posibilidades de cambio global de sus movilizaciones y seducidos por el bienestar de Occidente, se convirtieran en los prácticos tecnócratas y yuppies vividores de hoy. Ahora (desde hace tiempo, en realidad) comprobamos que no actuaban por principios, sino siguiendo consignas colectivistas que hoy consideran propias de etapas juveniles pero alejadas de la realidad. Normalmente no se avergüenzan de haberlas seguido, sino que más bien las recuerdan con cierta nostalgia que les hace mostrarse condescendientes (por no decir paternalistas) con los jóvenes antiglobalistas actuales. "Ya crecerán", vienen a decir.

Este giro se debe a que sus ideales estaban supeditados a los resultados sociales de sus protestas, y así lo expresan claramente muchos de ellos, que se consideran satisfechos con los logros conseguidos desde entonces en las sociedades ricas. La mayoría de estos "logros", por cierto, afectan a las costumbres y a las normas sociales y jurídicas, pero no se extienden en absoluto a la situación global de la humanidad, ni siquiera a la gestión política de las democracias occidentales. En términos marxistas, tan de moda entonces, se han modificado algunos aspectos de la superestructura pero la base económica permanece intacta.

Los auténticos idealistas de entonces quizá lo sigan siendo ahora, pero desde luego son minoría. La historia ha demostrado una vez más que quienes finalmente se imponen en los sistemas sociales y de poder, para bien o para mal, son los pragmáticos, no los idealistas. Por eso tampoco debemos sorprendernos cuando veamos a algunos de los románticos antiglobalistas de hoy gestionar la globalización burocrática (quizá totalitaria) de mañana, o aceptar los beneficios que a ellos les reporte. Estos procesos son los frutos naturales del optimismo humanista y de las frustraciones que sus quimeras inevitablemente producen.

El optimismo humanista promete, contra toda evidencia, un progreso continuo hacia la libertad de la humanidad. Incluso quienes denuncian el totalitarismo emergente en Estados Unidos, parecen sumarse a las esperanzas que recientemente expresó Bush: «En la Historia hay una corriente que fluye hacia la libertad». El empeño en seguir creyendo que se puede construir un mundo justo está aproximando entre sí, insospechadamente y sin que sean conscientes de ello, a quienes construyen y mantienen el sistema mundial y a quienes lo critican. Y a medida que nuevas amenazas se concreten en todo el mundo, cada vez serán más quienes soliciten medidas excepcionales a costa de sacrificios en las libertades.


El drama del pacifismo optimista

Si insisto en esta visión catastrofista, es porque considero que esta tendencia es en gran medida inevitable. Y lo es no porque ningún determinismo histórico así lo dicte, sino porque coincide con el rumbo concreto que ha tomado el conjunto de la humanidad, tan imparable como el proceso de globalización (salvo imprevisibles sorpresas que serían, sin duda, tanto o más catastróficas). El drama del pacifismo optimista consiste en que, en primer lugar, anuncia que el mundo está en un callejón sin salida si se siguen los parámetros políticos presentes; en segundo lugar, constata que todos los indicios apuntan a que el sistema actual se perpetúa en modalidades cada vez más injustas. Pero, a pesar de ello, se empeña en prometer un mundo mejor, y supedita su acción a este objetivo: "Si todos nos movilizamos, lo conseguiremos".

El punto débil de este pacifismo no está en sus loables intenciones y sus métodos (dignos de apoyo siempre que sean auténticamente pacíficos), sino en sus motivaciones. A fin de cuentas, según este modelo ser militante pacifista merece la pena siempre que se crea que estas acciones pueden cambiar el mundo, aunque sea a muy largo plazo. A medida que esta esperanza intramundana vaya perdiendo sus soportes (proceso que se ha acelerado desde el 11-S), es previsible, e incluso comprensible, que estos idealistas vayan acercándose a posturas más pragmáticas. ¿Por qué desgastarse, e incluso arriesgarse, en luchar por algo que no se va a conseguir?

En este contexto, sólo personas o pequeños grupos con convicciones fundadas en valores absolutos podrán defender un pacifismo "clásico". Serán personas que asuman la no violencia y la libertad por principio, y no como medios ligados a unos objetivos. Las raíces del pacifismo clásico se encuentran precisamente en movimientos que, aun luchando por el cambio social, fundamentaban las esperanzas personales de sus integrantes en una realidad trascendente. Tal es el caso de los primeros cristianos (objetores de conciencia ante el culto imperial o el servicio militar del Imperio Romano) o del pacifismo moderno de Gandhi y Martin Luther King.


Hacia el pensamiento único

La seguridad o el bienestar colectivo es sin duda patrimonio irrenunciable de las sociedades que han alcanzado ciertas cotas de libertad. Ahora bien, el progresivo e imparable despliegue de maldad al que venimos asistiendo exige que los amantes de la libertad tengamos claro que ésta es todavía más irrenunciable, porque es nuestro patrimonio personal. Si la libertad se define exclusivamente en términos sociopolíticos, condicionaremos nuestra libertad a circunstancias externas a nuestra propia persona. Si definimos la libertad como opción vital y actitud, como decisión de no someterse necesariamente a los criterios que la mayoría ha establecido para encontrar una vía de salida a la sociedad, no es de extrañar que quienes opten radicalmente por vías personales, aun a costa de su vida, acaben siendo tachados de fanáticos, fundamentalistas o integristas. A los ojos de los nuevos globalitarios (utilizando el término acuñado por Ramonet) no resultan tan distintos los terroristas de los descontentos con el sistema, como viene demostrando la estigmatización a que el propio movimiento antiglobalización está siendo sometido desde el 11-S.

Otra prueba de ello es el abuso del concepto "fundamentalista" que se viene haciendo desde hace unos años. Sirve como cajón de sastre para meter en él precisamente a todos quienes no participan del optimismo humanista que vengo describiendo, desde terroristas islámicos hasta minorías religiosas cristianas. Bajo el paraguas del "ecumenismo" se está desarrollando también un proceso de globalización religiosa como consecuencia del cual se diferenciarían dos grandes grupos: los partidarios del "diálogo" (término que suele ocultar la idea de proyecto ético-religioso común e interconfesional) y los "fundamentalistas" (un nuevo término para lo que tradicionalmente se ha entendido por "herejes"). De ahí que toda persona o movimiento que no participe del optimismo humanista, sean cuales sean sus convicciones y métodos, se vea etiquetado como "fundamentalista", y excluido del proyecto para un mundo mejor basado en el auténtico pensamiento único, del que en el fondo participan también la mayoría de los "críticos".

El filósofo católico Jesús Villagrasa afirmaba en www.zenit.org (21.11.01): «Con un terrorista o con un fundamentalista hay poco que dialogar. [...] Estos grupos se dan no sólo entre los musulmanes; también hay sectas de "inspiración cristiana"; y también hay funcionarios de gobiernos occidentales que no distinguen entre un grupo fervoroso y una secta peligrosa.» El gran teólogo español González de Cardedal coincide en el análisis, con una curiosa clasificación confesional: «Europa está constituida hoy por cuatro afluentes religiosos: el cristianismo, el Islam, las religiones orientales que se presentan con voluntad misionera, las sectas que llegan de Estados Unidos. El camino de Europa debe superar tanto la secularización de la conciencia como el fundamentalismo, asumiendo la realidad autónoma de este mundo a la vez que preguntando por el fundamento sagrado de lo real» (ABC, 20.9.01). Precisamente esta cita revela con claridad la doble dimensión de la neorreligiosidad que venimos denunciando en La Excepción: un proyecto global para este mundo combinado con un "fundamento sagrado". En el mundo católico (y, cada vez más, entre las iglesias protestantes institucionalizadas) se considera que este fundamento se encarna en el liderazgo papal.

En esa línea han de interpretarse anhelos como el de Antonio Montero, arzobispo de Mérida-Badajoz: «¡Ay, si la tragedia neoyorquina abriera paso de verdad a un nuevo orden mundial de rostro humano y solidario! El Occidente libre, rico y, en última instancia, cristiano del que formamos parte, se pondría a la altura de los "Momentos estelares de la humanidad"» (ABC, 24.9.01). El pensamiento "cristiano" actual, perdida toda referencia escatológica en su teología, ansía un mundo más justo modelado por la generosidad y la proyección global de Occidente. De ahí que el artículo se titule y concluya precisamente con la mayor expresión de fe humanista: «Creo en el hombre.»

Es éste el postulado en el que vienen convergiendo, antes y después del 11-S, casi todos los pensadores, políticos y activistas actuales, de derechas y de izquierdas, ateos y religiosos, clericales y laicistas. Por ejemplo, el filósofo Carlos París "profetizaba", con un lenguaje entre ilustrado y teológico: «En estas tinieblas la única luz salvadora es la crítica y la rectificación, emprendiendo una nueva marcha hacia los olvidados valores solidarios y humanistas» (La Razón, 12.11.01).

Muchos han defendido siempre una interpretación pragmática y de mínimos del progreso de la humanidad: mientras Occidente se salve, es suficiente; las tendencias actuales han venido a consolidarlos en su postura. Otros están abandonando su antiguo idealismo para sumarse a este pragmatismo de supervivencia. Otros siguen confiando en la bondad humana como garantía de un futuro mejor. Entre todos ellos va emergiendo, de la mano del optimismo humanista –que no desfallece y que de alguna forma los une–, el clamor por un nuevo liderazgo moral que sirva de crisol ideológico y que excluya a quienes no se ajusten a alguno de estos moldes. Se perfila así un nuevo totalitarismo sutil pero palpable.

La humanidad, en el momento con el futuro más negro de su historia, se quiere aferrar a algunos rescoldos de esperanza. Es admirable el idealismo utópico de algunos activistas, líderes de opinión o simples ciudadanos que, fieles a sus convicciones íntimas, no se venden al confort de lo que ya han conseguido para sí, ni se acomodan en posturas sostenidas por la mayoría. Algunos, quizá muy pocos, se empeñarán en defender la justicia y la verdad como opción personal e irrenunciable, se plantearán como objetivo la revolución en sus vidas y la consecución de cambios en su ámbito de influencia (incluso cuando finalmente lleguen a la conclusión de que es imposible cambiar de forma global este mundo podrido); rechazando esoterismos vacuos, sensacionalistas o intelectualizados, buscarán fundamentos sólidos y trascendentes a su débil fortaleza. Unos proclamarán, otros descubrirán, que, al margen del esfuerzo humano, existe una promesa fiable de un mundo mejor. Serán la excepción

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