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Beatificaciones polémicas El pasado 28 de octubre la Iglesia Católica Romana (ICR) procedió a la beatificación de 498 personas asesinadas durante la guerra civil española. Los dirigentes eclesiásticos han explicado que esta ceremonia sólo tiene un valor religioso, pero numerosas voces, tanto de dentro como de fuera de esta iglesia, han denunciado el sentido político del acto. Una de las principales críticas que se han vertido contra este proceso es la de que se ha celebrado sólo en honor de creyentes asesinados por el bando republicano, mientras que ninguno de los religiosos ejecutados por los franquistas ha recibido reconocimiento. Se ha argumentado extensamente sobre el carácter político de esta reivindicación de los mártires de la llamada por la jerarquía católica “última persecución religiosa de la historia de España” (como si el nacionalcatolicismo franquista y su consiguiente prohibición de todas las demás confesiones no hubieran supuesto persecución). Pero hay un aspecto que apenas se ha analizado en los medios de comunicación: el significado religioso de las beatificaciones. Por un lado, este proceso significa un reconocimiento público del testimonio en vida de determinadas personas, de modo que sirvan como ejemplo e inspiración para los católicos. Es esta dimensión del acto la que ha suscitado las críticas internas y externas a la toma de posición de la jerarquía. Pero no hay que olvidar que, mediante este proceso, el papado se atribuye la potestad de determinar un estatus especial de algunos muertos, cuya intercesión desde el más allá se considera superior a la de otros difuntos.
El Catecismo de la Iglesia Católica, citando el Concilio Vaticano II, afirma que los difuntos que están en el cielo «no dejan de interceder por nosotros ante el Padre. Presentan por medio del único Mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, los méritos que adquirieron en la tierra» (nº 956). Curiosamente, se cita la Biblia, según la cual hay un solo mediador (1 Timoteo 2: 5), para justificar que se añadan millones de mediadores ante Dios; se considera que su santidad, al estar en gloria, es mayor que la de los que permanecen en la tierra. Pero lo más sorprendente es que a continuación el Catecismo insta a ofrecer «por ellos oraciones». Nos hallamos por tanto ante la flagrante contradicción de que un mismo difunto intercede ante Dios, pero a la vez necesita que los mortales supliquen a Dios por su alma: «Nuestra oración por ellos puede no sólo ayudarles, sino también hacer eficaz su intercesión en nuestro favor» (nº 958). Esta contradicción puede escucharse en todos los funerales católicos, en los que por un lado se reza a Dios por el alma del difunto, y por otro se celebra el que los allegados a él cuenten con una voz más intercediendo por ellos desde el cielo. Pero hoy en día no se suele explicar que la oración por los difuntos se realiza por si estos se encontraran en el Purgatorio, una creencia oficial pese a lo que algunos creen (a diferencia del “limbo”, cuya existencia el papa ha cuestionado, que no negado; tanto uno como otro, en cualquier caso, son invenciones de la “Tradición” que contradicen abiertamente a la Biblia). Por tanto, si se realizan oraciones y misas por los muertos es «para que, una vez purificados, puedan llegar a la visión beatífica de Dios. La Iglesia también recomienda las limosnas, las indulgencias y las obras de penitencia a favor de los difuntos» (nº 1032). Ahora bien, ¿cuántos de los católicos que mandan celebrar una misa por un familiar fallecido piensan que puede estar en el Purgatorio? La jerarquía eclesiástica fomenta en ocasiones la devoción, a veces aun en vida, hacia ciertas personas destacadas por su religiosidad. Tras su fallecimiento se suele abrir la causa para su beatificación; con el tiempo, pueden ser declarados “santos” mediante la canonización. Dos ejemplos recientes de estas iniciativas son los de Teresa de Calcuta y Juan Pablo II. En otros casos, es la llamada “religiosidad popular” la que expresa su inclinación por ciertos personajes carismáticos. A veces, con el tiempo, la jerarquía recoge ese interés e incoa la causa correspondiente; otras veces considera que la persona venerada por el pueblo no es digna de un reconocimiento oficial, pero no impide ni censura que los fieles den culto a estas figuras, como sería de esperar. De este modo se mantienen dos de los pilares, aparentemente contradictorios, sobre los que se asienta la eclesiología católica: su fuente pagano-popular (consagrada, por ejemplo, en la descarada supresión del segundo mandamiento) y su dogmatismo dictado verticalmente por el papado (ver Mentalidades católica y protestante). Así, el mundo de los “santos” católicos, algunos de los cuales son dudosamente históricos, y no pocos trasunto de los dioses y diosas precristianos, aparte de servir de ejemplo moral y meditación espiritual para sus seguidores, conforma un universo de superstición y milagrería abiertamente contrapuesto a la religiosidad de la iglesia apostólica.
La Iglesia Católica Romana cree y predica, con todo derecho, esta teología. Pero hay que señalar que es por completo anticristiana. Según la Biblia, son santos el propio Dios (el único que lo es en un sentido absoluto; ver Apocalipsis 15: 4) y aquéllos a los que él salva y regenera por la fe (Colosenses 1: 22). En el Nuevo Testamento se considera santos a todos los cristianos genuinos vivos, como se puede comprobar una y otra vez en las cartas de Pablo. Los muertos, en cambio, tanto creyentes como no creyentes, duermen esperando la resurrección (1 Corintios 15: 22-23).
Es comprensible, y digno de todo respeto, que los familiares católicos de los religiosos asesinados por los franquistas esperaran también el reconocimiento de sus seres queridos. Pero, como ha indicado la jerarquía, no tienen más que abrir el proceso, recopilando los hechos dignos de “santidad” y presentándolos al obispo, si es que creen en la autoridad de su iglesia para “beatificarlos”. Lo triste es que muchos católicos críticos que estos días han alzado su voz contra la beatificación realizada en Roma, han denunciado el significado político de este acto concreto, pero no han señalado lo absurdo de toda canonización. Cuando el Vaticano anuncie, como previsiblemente hará, la beatificación de Óscar Arnulfo Romero, el conocido arzobispo salvadoreño asesinado en 1980 y venerado por los sectores populares e izquierdistas de la ICR, ¿cómo reaccionarán éstos? ¿Aceptarán la autoridad papal? ¿Denunciarán el carácter político de la elección? ¿Recibirán con ilusión el “giro social” del papa de turno? Más triste todavía es comprobar cómo también desde fuera de la ICR muchas personas parecían desear una actitud menos partidista de la jerarquía, concretada en una canonización de representantes de ambos bandos. (Ahora bien, ¿qué significa “desde fuera de la ICR” en un país en el que la mayoría de las personas han sido bautizadas sin su consentimiento, y en el que conseguir que el nombre de uno sea eliminado del registro de miembros es una hazaña casi imposible?). Lo coherente habría sido que estos sectores laicos, en primer lugar, hubieran expresado claramente que lo que la ICR haga con sus creencias y sus prácticas religiosas es un asunto interno de esta iglesia (independientemente lo que se piense sobre esas creencias). Sólo tras ese distanciamiento tiene sentido analizar el sentido político del acto. Sin él, se entra en el juego teológico eclesiástico, al expresarse el deseo de bendición papal sobre “los otros mártires” (así titula María Antonia Iglesias su libro sobre los maestros de la República, asimilando la terminología católica). Hay que insistir en que las canonizaciones son un acto privado propio de una institución religiosa concreta, y como tal digno del respeto de todos, en atención a la libertad religiosa. Si algo tienen de interés para el resto de la sociedad es que mediante la selección de los candidatos, la ICR se retrata (algo evidente en este proceso, así como en otros no muy lejanos como el de Escrivá de Balaguer; ver también Rehabilitaciones vaticanas). Ahora bien, es la propia ICR la que les otorga una dimensión pública, invitando a la ceremonia a autoridades políticas que asisten a ella no como particulares católicos, sino en representación oficial. De este modo se desdibujan los límites entre esta iglesia y el estado, se confunde lo público con lo privado, se actúa como si todos los españoles fueran católicos y se considera a la jerarquía romanista como un interlocutor situado al mismo nivel que el estado.
En el caso de los 498 mártires, el ejecutivo de Rodríguez Zapatero ha demostrado una vez más que, pese a las acusaciones victimistas de la ICR y sus acólitos (ver Doblegando al estado), su política es muy favorable a los intereses de esta iglesia. Hasta el momento, este gobierno les ha entregado unas generosísimas condiciones de financiación a través de la declaración de la renta, no ha revisado los acuerdos de 1979 con esta iglesia-estado (y ha asegurado que no los tocarán), ha favorecido la equiparación de la situación de los profesores de religión elegidos por los obispos a la de los funcionarios de carrera y ha designado como embajador a Francisco Vázquez, un convencido católico que en ocasiones se muestra más afín al Vaticano que al gobierno que lo nombró. Cuando Benedicto XVI vino a Valencia no en calidad de jefe de estado, sino de jefe de la ICR, el presidente del Gobierno se desplazó a rendirle pleitesía, como si Ratzinger fuera el anfitrión. (Dos de los grandes asuntos condenados por la jerarquía romanista por su supuesto carácter anticatólico, la legislación sobre el matrimonio homosexual y la implantación de Educación para la Ciudadanía, no corresponden a la jurisdicción de la ICR ni afectan en realidad a sus intereses, a pesar de lo cual los ha instrumentalizado contra el gobierno).
El embajador Vázquez señaló que la presencia de Moratinos en Roma es un «gesto» del gobierno español hacia el Vaticano, con el que se ha querido dar al acto «la relevancia que merece». Destacó que «se trata de una ceremonia religiosa, que tiene una gran valor para toda España, ya que puede servir para conseguir el perdón y la reconciliación». Aprovechó para destacar «la gran importancia que tiene para España el reciente nombramiento de tres cardenales» de este país (La Razón, 27.10.07). A pesar de todo ello, la jerarquía y la Derechosa seguirán proclamando el carácter anticatólico (“anticristiano”, dicen ellos) de Rodríguez Zapatero.
Si no se ha canonizado antes a estos mártires, es porque no convenía a la estrategia de la ICR, no porque los papas anteriores condenaran el apoyo de los obispos españoles y del Vaticano a la “cruzada” franquista. Otro tanto ocurre con otras “regresiones” de la jerarquía actual, como el restablecimiento de la misa en latín o la reivindicación del sentido tradicionalista del Concilio Vaticano II, que habrían resultado muy imprudentes, incluso suicidas, hacen veinticinco años, pero que encajan perfectamente en el contexto mundial actual. Los católicos progres, sorprendidos ante iniciativas procedentes de un modelo de iglesia que consideraban ya superado, seguirán esperando que un nuevo Juan XXIII reoriente a su iglesia a otro aggiornamento, sin comprender que el Concilio fue una hábil respuesta adaptativa de una institución que perdía el tren de la historia al no reconocer oficialmente las libertades civiles ni la separación de la iglesia y el estado. Hoy, cuando el mundo se dirige inexorablemente hacia el totalitarismo global codirigido por el eje Washington-Vaticano, que nadie espere un giro liberal en el papado; como mucho, habrá gestos que parezcan anunciarlo, incluidas canonizaciones de personajes más o menos contestatarios. Para
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