“Bautizo civil”, bautismo religioso y laicismo
© Guillermo Sánchez Vicente [guillermosanchez@laexcepcion.com]
www.laexcepcion.com (5 de enero de 2005)

¿Es correcto llamar “bautismo” a ceremonias civiles de incorporación de un niño a la comunidad civil? ¿Y al rito practicado por la Iglesia Católica Romana (ICR)?

Recientemente se ha celebrado en Igualada (Barcelona) la primera ceremonia en España de lo que se ha venido en llamar “bautizo civil”. En ella una madre acudió al ayuntamiento con su hijo; allí el alcalde leyó dos fragmentos de la carta de los derechos de los niños de la ONU, así como un capítulo de la Constitución española referido a la educación. La madre había intentado promover esta ceremonia en Barcelona –ciudad en la que residía antes de trasladarse a Igualada–, pero se encontró con que «el Ayuntamiento no quiso entrar en polémica con la iglesia [católica]» (El Mundo, 7.11.04).

El arzobispo de Toledo, Antonio Cañizares, reaccionó diciendo «que haya un rito, una inscripción y que le quieran dar una solemnidad es como si quieren hacer un baile. Me da lo mismo; pero, ciertamente, es una estupidez llamar a eso bautizo» (El Correo, 9.11.04). Igualmente, el secretario general del Partido Popular, Ángel Acebes (cuya vinculación con movimiento católico Legionarios de Cristo es conocida), calificó de “payasada” este acto (El País, 9.11.04), y explicó: «Estamos efectivamente asistiendo a una política, a una estrategia de molestar a la Iglesia, de provocación y de agresión a la Iglesia y a los católicos; cada día tenemos un episodio, como es el de los bautizos civiles que, además de una agresión a los católicos, es una agresión al sentido común, de los católicos y de los no católicos» (Libertad Digital, 9.11.04).


¿Qué significa ‘bautismo’?

Según el Diccionario de la Real Academia Española, una de las acepciones del término ‘bautizar’ es “poner nombre”. Este uso se debe a que durante siglos los registros parroquiales de bautismo y matrimonio han cumplido la función de registro estatal, como consecuencia de la tradicional identificación de la iglesia con el estado en nuestro país y en muchos otros. Según este uso, suele llamarse “bautizo” a diversas ocasiones de contenidos variados, muchos de ellos no religiosos (ni, por supuesto, vinculados con la ICR, institución que tiende a apropiarse de todo lo supuestamente relacionado con ella, incluido el lenguaje).

Si nos atenemos al sentido religioso de la palabra ‘bautismo’, ciertamente no se puede decir que este tipo de ceremonias laicas constituya propiamente un “bautismo”. El término procede del griego baptizo, que significa “sumergir”. La aplicación religiosa procede de los orígenes del cristianismo, cuando los seguidores de Juan el Bautista primero y los cristianos después practicaron este rito como signo de entrada en la comunidad (hay precedentes entre los esenios de Qumrán, pero la suya era una ceremonia purificadora que se repetía periódicamente, y que por tanto no significaba un cambio de vida). El único bautismo contemplado por la Biblia es por tanto el bautismo por inmersión que practicaron Jesús (para dar ejemplo; ver Mateo 3: 13-16), los apóstoles y todos su seguidores (Hechos 8: 38, 39). Incluso en la Iglesia Católica Romana la inmersión fue una práctica habitual durante siglos, como testimonian los numerosos baptisterios de gran capacidad en las iglesias primitivas y medievales.

Si los bautizos civiles no pueden considerarse tales, tampoco es legítimo denominar así al bautismo (o “bautizo”) católico romano, que en la gran mayoría de los casos se realiza por aspersión de “agua bendita” (elemento este último, por cierto, que tampoco tiene fundamento bíblico alguno; el Nuevo Testamento desacraliza por completo espacios, personas y objetos. Mejor dicho, el mundo entero queda consagrado por la presencia de los creyentes, que sólo adoran en espíritu [Juan 4: 23]).

La propia expresión “bautismo civil” tiene connotaciones religiosas; el contexto actual además evoca los intentos de establecer una “religión civil” durante la Revolución Francesa, y los penosos y ridículos episodios que los acompañaron, como el culto a la diosa Razón o la semana de diez días; recuerda también la “religión positiva” que diseñó Auguste Comte en el siglo XIX; todas ellas, muestras de una modalidad de “laicismo” que en realidad traiciona la esencia de este principio, al tratar de establecer una religión de estado en la que el objeto de culto sería el propio estado, la sociedad, la ley, la patria, la humanidad…

Estos precedentes, junto a contados episodios recientes de “laicismo” mal entendido, han sido esgrimidos por la jerarquía católica española para descalificar las pretensiones laicistas del gobierno del PSOE (ver Doblegando al estado). Es cierto que hay algunas corrientes supuestamente laicistas que promueven una especie de “religión laica”, con sus ritos de transición y festividades; pero son tendencias minoritarias y en realidad no representan el auténtico laicismo, que promulga la separación de la religión y el estado (por cierto, tal y como la auténtica religión cristiana establece; véanse Mateo 22: 21 o Juan 18: 36). No pocos católicos están apelando al concepto constitucional de “aconfesionalidad” para diferenciarlo del de “laicismo” o “laicidad”, con el fin de atacar el principio de separación iglesia-estado, cuando a efectos prácticos no deberían existir diferencias entre uno y otro (el principio teórico de laicidad exige en la práctica la aconfesionalidad del estado; por tanto no son conceptos excluyentes, sino correlativos).

Este minoritario pseudolaicismo pararreligioso, con sus festividades “laicas”, su santoral cívico, su “liturgia”, sus ritos de transición, supone en realidad un auténtico homenaje a la Iglesia Católica Romana, a semejanza de la cual parece haberse concebido. De este modo, en lugar de constituir una amenaza a su existencia y su libertad, funciona, mal que les pese a sus promotores, como mecanismo de legitimación. El conjunto de la población no podrá evitar interpretar estas corrientes como un sucedáneo de algo que, en contraste con estas innovaciones, resultaría primigenio y auténtico (a pesar de que la liturgia y los ceremoniales romanistas apenas conserven nada del cristianismo original). Estos supuestos ataques vienen así a consolidar la popular identificación entre cristianismo y catolicismo romano. Además, el hecho de que los bautismos civiles se celebren con niños y no por ejemplo al cumplir la mayoría de edad (cuando el ciudadano democrático asume todas sus responsabilidades civiles) refuerza la concepción errónea, mantenida por la ICR y algunas iglesias protestantes, de que el bautismo cristiano debe aplicarse sobre recién nacidos.


¿Quién decide?

He señalado que uno de los significados religiosos del bautismo es la incorporación a la comunidad. El “bautismo civil” de Igualada se hizo claramente con ese propósito, el de vincular al recién nacido (a un niño de pocos años, en este caso) con una comunidad humana, fundada en los derechos humanos. Hay que decir que resulta muy hermoso que una madre manifieste su disposición a educar a su hijo en valores tan elevados como los reflejados en las declaraciones de derechos humanos. Sólo cabe ver a este acto como “estupidez radical” (según las palabras del arzobispo Cañizares) o “payasada” (según Acebes) en la medida en que pretendiera ser una versión laica del pseudobautismo católico. Pero quizá no tanto por ser una versión laica –aunque también–, como, justamente, por serlo de algo espurio.

Según el Catecismo de la Iglesia Católica, por el bautismo «somos incorporados a la Iglesia y hechos partícipes de su misión» (nº 1213) y «los padres cristianos deben reconocer que esta práctica corresponde también a su misión de alimentar la vida que Dios les ha confiado» (nº 1251). Que los padres expresen para su hijo el deseo de que pertenezca a una comunidad y de que viva ciertos valores es comprensible (parecería en cambio que para algunos católicos no lo es cuando las celebraciones son fuera de su iglesia). En el bautismo católico y en el civil se supone que los padres además asumen el compromiso de educar al hijo según esos valores. Pero este deseo y este compromiso jamás podrán sustituir la decisión voluntaria de la persona de participar de esos valores y de formar parte de esa comunidad, ni en un caso ni en otro. De ahí que en el auténtico bautismo, el de la Biblia, sólo se conciba que se bautice un adulto que ha creído (Marcos 16: 16) y que demuestra haber asumido un compromiso personalmente. Esto no puede ser de otro modo, dada la simbología de bautismo: «¿O es que ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo resucitó de los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva» (Romanos 6: 3, 4). ¿Qué recién nacido puede optar por una “vida nueva”? Además, el bautismo cristiano sólo se puede entender como resultado de un arrepentimiento previo (Hechos 2: 38), algo inconcebible en un bebé.

Esta contradicción con la Biblia es tan evidente que el propio Catecismo de la Iglesia Católica necesita aclarar que el bautismo «se ha convertido en un acto único que integra de manera muy abreviada las etapas previas a la iniciación cristiana» (nº 1231; cursivas añadidas). Se introducen además las figuras del padrino o la madrina, «que deben ser creyentes sólidos, capaces y prestos a ayudar al nuevo bautizado, niño o adulto, en su camino de vida cristiana» (nº 1255).

Frente a la ceremonia neotestamentaria, la ICR cataloga el bautismo en una categoría extra y antibíblica, la del sacramento, en el cual se transfiere a la persona, mediante la intervención sacerdotal, una gracia mediatizada por un rito (opus operatum). A ello se añaden otros elementos, como el exorcismo: «Puesto que el Bautismo significa la liberación del pecado y de su instigador, el diablo, se pronuncian uno o varios exorcismos sobre el candidato. Este es ungido con el óleo de los catecúmenos o bien el celebrante le impone la mano y el candidato renuncia explícitamente a Satanás» (nº 1237). Según la ICR, «el Bautismo imprime en el cristiano un sello espiritual indeleble (character) de su pertenencia a Cristo. Este sello no es borrado por ningún pecado» (nº 1272). Esta pertenencia “a  Cristo” se entiende por supuesto como pertenencia a la Iglesia Católica; de ahí las dificultades burocráticas con que se encuentran aquellos que, habiendo sido bautizados en la misma sin conocimiento suyo, desean desvincularse de esta institución, que siempre incluye entre sus fieles a multitudes que jamás decidieron practicar esta ceremonia. Lamentablemente, hay movimientos que promueven “apostatar” de la ICR, entrando así en el juego de su terminología monopolística (ver Apostasías).

Curiosamente, la Iglesia Romana justifica el bautismo de niños haciendo referencia al “pecado original” (pero al modo en que entendió este concepto Agustín de Hipona, desviándose de la Escritura al considerar que el recién nacido no sólo es pecador, sino también culpable): «Puesto que nacen con una naturaleza humana caída y manchada por el pecado original, los niños necesitan también el nuevo nacimiento en el Bautismo […] para ser librados del poder de las tinieblas» (Catecismo, nº 1250). Curiosamente, digo, porque es bien sabido que, a pesar de ciertas ambigüedades en el tema, la doctrina oficial católica a lo largo del siglo XX ha basculado desde la condena más feroz del evolucionismo a una asunción de la compatibilidad entre la teoría de la evolución y el relato bíblico de la creación. Reducido Adán a figura mítico-simbólica, pocos agarraderos históricos quedarían a una doctrina que remonta hasta él el origen del pecado humano; a pesar de ello, los sacerdotes (y muchos padres sin saberlo) están bautizando a los niños con el fin de borrar esa culpa primigenia (y eso que el apóstol Pedro afirma claramente que el bautismo no quita «las inmundicias de la carne» [1 Pedro 3: 21]).

De modo que a pesar de que el limbo ya no se menciona en el Catecismo (a diferencia del infierno y del purgatorio, que siguen siendo doctrina oficial), los teólogos romanistas siguen devanándose los sesos para encontrar explicación exacta al destino de los bebés y los fetos sin bautizar (ver las divertidas –dicho sea con todo respeto– especulaciones recientes en “Los niños fallecidos sin bautismo, una cuestión que interpela a los teólogos” y en “¿Qué sucede con los niños fallecidos sin el bautismo?”). El dogma de la inmaculada concepción de María es otra desviación teológica derivada de esta errónea concepción del pecado original.


Conclusiones

En conclusión, el bautismo civil y otros ritos de transición podrán resultar ridículos para muchos, pero en la medida en que no sean obligatorios ni estén financiados por el estado, son tan dignos de respeto como cualquier otro rito, sea cual sea la instancia que lo legitime. Ahora bien, desde el punto de vista cristiano es evidente que esta ceremonia tiene tanto que ver con el bautismo verdadero como lo pueda tener el “bautizo” de un buque con una botella de champán.

Desde esta misma perspectiva bíblica, un bautizo civil es menos disparatado que declarar a un niño recién nacido “cristiano”, borrando su “pecado original” mediante un rito sacramental sin que siquiera haya podido experimentar la conversión, y haciendo de él un miembro más de la estructura eclesiástica, social y estadística de una iglesia, cuando obviamente no ha tenido ocasión de pronunciarse sobre estas cuestiones que atañen a su vida y a su destino eterno. Según la Escritura, en cambio, los cristianos, tras haberse arrepentido, toman la decisión de bautizarse, pues «sepultados con él [Cristo] en el bautismo», con él también han «resucitado por la fe en la fuerza de Dios» (Colosenses 2: 12).

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