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B16 en España: Confesionalismo y poder «A nadie en la tierra llaméis padre, El 30 de octubre, en una emisora de imagen “progre”, entrevistaban a Jordi Hereu, alcalde de Barcelona. Entre otros temas, hablaban de la inminente visita a esa ciudad del jefe del Vaticano y de la Iglesia Católica Romana (ICR), cargos que actualmente recaen en la respetable persona de Joseph Alois Ratzinger, autonombrado Benedicto XVI (aunque en español castizo es preferible Benito 16, menos pomposo, humanamente más cercano, y en todo caso más apto para un simple mortal).
La presentadora mencionó, quizá con cierto regodeo, posibles respuestas “antisistema”. A raíz de ello otro contertulio del programa, también catalán, expresó reiterada y enfáticamente –incluso en tono un tanto “sobrado”– su deseo de que la ciudad no hiciera «el ridículo». Esto sucedería, según él, si se incurriera en la tentación de empañar tan magna visita, que además sería seguida por «mil millones de personas». Aducía, pues, otra excusa “laica”: la imagen y la rentabilidad, incluso económica, que a medio y largo plazo podrían verse favorecidas por el evento. Tras ello, el alcalde (dicen que socialista) reafirmaba, ya en un tono menos “laico”, su deseo de que la visita del «Santo Padre» fuera un completo éxito.
Curiosamente (?), nadie replicó que quizá lo verdaderamente “ridículo”, además de indignante, es que se reciba con todos los honores oficiales al dictador vaticano, que es a la vez el líder supremo de una entidad religiosa particular, de la cual viene a hacer proselitismo. Nadie le dijo a ese contertulio que lo lógico sería que esa visita, en todo caso legítima, la pagasen los fieles de dicha confesión, y que las autoridades civiles –representantes de un estado presuntamente aconfesional– deberían mantenerse al margen de los actos mencionados. Nadie, en fin, destacaba que, lejos de implicar el menor “ridículo”, levantarse masiva y pacíficamente contra esa visita supondría, bien mirado, un gesto de dignidad popular frente al atropello de la Constitución española (y en particular, su artículo 16.3) y frente al expolio de recursos públicos que implica toda la organización de esa visita; recuérdese que la pagaron también los ciudadanos que, por diferentes razones, no simpatizan con esa confesión religiosa (o que, aun simpatizando, detectan y rechazan el susodicho atropello). Pero el colmo de la confusión entre lo público y lo privado, la guinda de tanto despropósito, la puso el alcalde. Fue en su ya citada alusión a Benito 16 como el “Santo Padre”. Un dato que, no por usual en estos casos, debiera resultar menos llamativo. Delata que cuando los responsables públicos empiezan cediendo “un poco” en la dignidad aconfesional del estado, aunque sea mediante las citadas excusas “laicas”, acaban entregados (casi) por entero a la parafernalia religiosa que deberían evitar como representantes que son de todos los ciudadanos. Cabe preguntarse, además, si cuando ese alcalde habla en esos términos –absolutamente innecesarios, pues se puede aludir correctamente al líder vaticano de otras maneras– es consciente de que puede estar hiriendo la sensibilidad de no pocos creyentes en el cristianismo genuino. Una herida que no sería fruto de una susceptibilidad especial, sino del amor a la verdad. Llamar “Santo Padre” a un simple mortal es directamente blasfemo. El Maestro de Nazaret advirtió explícitamente contra esa atribución de “Paternidad” espiritual a cualquier ser humano (ver Mateo 23: 9). La Biblia (reconocida como divina por los católicos, incluido el papa), sólo le atribuye santidad “con mayúsculas” al Dios Todopoderoso (ver Apocalipsis 4: 8), y la expresión “santo Padre” aparece una sola vez en toda la Biblia, cuando Jesús oró: “Padre santo, a los que me has dado, guárdalos en tu Nombre, en ese Nombre que me has dado, para que sean uno, como lo somos nosotros” (Juan 17: 11). Sin lugar a dudas, para Jesús el Santo Padre es Dios. ¿Puede algún hombre asumir legítimamente ese título? (ver “¿Quién es el Santo Padre?”).
Ni ése, ni muchos otros que también se arroga el papado de manera inicua (por falaz y en varios casos blasfema), como “Vicario de Cristo”, “Sucesor de Pedro” o “Sumo Pontífice”. Alguien tan culto y conocedor de la Escritura como sin duda lo es Joseph Ratzinger no puede ignorar que el papado usa títulos que sólo a Dios corresponden. No es verosímil que desconozca los textos bíblicos aquí citados, y muchos otros, que niegan toda legitimidad a los tratamientos que él se hace aplicar. En suma, el propio Joseph debería ser el primero en afirmar que él no es el Santo Padre, sino un simple mortal (como tú, querido/a lector/a, y como cualquiera de nosotros) con sus virtudes y sus defectos, con sus derechos y sus obligaciones. Sólo entonces empezaría a honrar y alabar verdaderamente al Dios a quien dice representar. Al «único y sabio Dios» que merece «honor y gloria por los siglos de los siglos» (1 Timoteo 1: 17). A ése, y sólo a ése, amante Salvador, es al que los cristianos despiertos y genuinos dicen: «¡Amén! ¡Ven, Señor Jesús!» (Apocalipsis 22: 20).
«Yo me pongo de rodillas ante el Papa sin
ningún problema.»
Incluso tiene razón en lo básico cuando, seguidamente, le dice a Arcadi en esa misma emisora privada: «No creo que debieras frivolizar ante la actitud piadosa de muchas personas que muchos domingos se ponen de rodillas con todo su espíritu y su mejor intención ante la liturgia católica.» Sin duda hay que respetar el derecho de esos millones de fieles. Además, como decíamos anteriormente, el asunto de fondo es todo menos frívolo. Toni Garrido, el conocido presentador del programa de Radio Nacional de España “Asuntos Propios”, tiene todo el derecho a llamar “Su Santidad” a Benito 16... pero no en cuanto director de un programa de RNE, como lo hizo recientemente. Esto no implica violación alguna de su libertad de expresión o de conciencia, sino respeto a la de los demás. Recordemos que RNE, en cuanto radio pública, es de todos. Cualquier miembro de CiU o del PSC tiene pleno derecho a subrayar las “raíces cristianas” de Cataluña en vísperas de la magna visita, pero no está tan claro que lo deban ejercer si se erigen a la vez en representantes de Cataluña, cuya “conciencia de nación” aprovechan para reivindicar. (No sin razón la ultraderecha papista –Roma no paga a traidores– se refiere a ellos con sorna como el “nacional-catolicismo catalán”. Por cierto, resulta llamativo que quienes justifican y ensalzan el histórico y auténtico nacionalcatolicismo, y que a la vez proponen un neonacionalcatolicismo para la España actual, se refieran a otros con este término de forma irónica. También José Luis Rodríguez Zapatero tiene derecho a “arrodillarse” ante el papa donde le dé la gana... siempre que no lo haga como presidente del gobierno. Pero, como bien lo ha denunciado Cayo Lara, parece que a Zapatero no le basta con preservar privilegios y entregar cada año cuantiosos fondos del estado a la confesión papal: su “arrodillamiento” llegó al extremo de que fue a despedir a Ratzinger al aeropuerto (a diferencia de lo que hace con otros jefes de estado), rindiéndose así ante un poder que todavía muchos incautos se atreven a negar, y violando de paso el espíritu de la Constitución española. Y se plegó después ante la gravísima provocación del papa en su referencia a “un anticlericalismo, un secularismo fuerte y agresivo como lo vimos precisamente en los años treinta”.
Hechos 10: 25-26 dice: «Cuando Pedro entró, salió Cornelio a recibirlo y, postrándose a sus pies, lo adoró. Pero Pedro lo levantó, diciendo: –Levántate, pues yo mismo también soy un hombre». A nuestros efectos, este pasaje es llamativo porque el papa se proclama “sucesor de Pedro”, pero resulta que el supuesto antecesor se negó a que otros se arrodillasen ante él. Una evidencia más de la impostura ante la que nos enfrentamos. El Dios al que el simple y respetable mortal Joseph Ratzinger osa decir que representa insiste una y otra vez en su Palabra en que no hace ni es partidario de hacer distinción de personas entre los seres humanos (ver p. ej. Deuteronomio 10: 17; 16: 19; Malaquías 2: 9; Hechos 10: 34 [de nuevo, una declaración de Pedro]; Romanos 2: 11; Gálatas 2: 6). ¿Se conduce así el jefe del Vaticano y de la ICR cuando se hace llamar “Su Santidad”, “Vicario de Cristo”, “Santo Padre”... por sus iguales? ¿Obedece al Dios que “no hace acepción de personas” cuando se empeña en mantener, consolidar y acrecentar todo tipo de privilegios para su entidad religiosa privada? Anunciaban los portavoces vaticanos que la visita de B16 a España se realizaba bajo el empeño de detener la “descristianización” y proceder a su “reevangelización” de Europa. ¿Acaso fue alguna vez cristiano el viejo continente? (ver Las “raíces cristianas” de Europa: una exigencia confesional). Y en función de lo que estamos viendo, ¿son realmente cristianos quienes pretenden “recristianizarlo”? Quizá deberían empezar ellos mismos por convertirse al cristianismo genuino. Mientras no lo hagan, seguirán siendo –en muchos casos– «ciegos guías de ciegos».
«Ya no hay judío ni griego; no hay
esclavo ni libre; no hay hombre ni mujer, porque todos vosotros sois uno en
Cristo Jesús.» Reiterémoslo: Carlos Herrera tiene todo el derecho del mundo, un derecho sagrado, a arrodillarse ante un ser humano llamado Joseph, como en su día lo tuvo a hacer lo propio ante otro llamado Karol... Pero, en virtud de la vida y muerte de Jesús de Nazaret, llamado “el Cristo”, tanto Carlos Herrera como cualquier otro ser humano tienen derecho a no arrodillarse ante ningún simple mortal. Y si son responsables públicos, tienen incluso el deber de abstenerse de ello mientras ejercen sus funciones. Para
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