Apostasías
© Guillermo Sánchez Vicente / Juan Fernando Sánchez
www.laexcepcion.com (2 de abril de 2007)

Con motivo de la celebración de los cincuenta años de los Tratados de Roma que dieron inicio al proceso de formación de la Unión Europea, Benedicto XVI se dirigía a los participantes en un Congreso organizado por la Comisión de los Episcopados de la Comunidad Europea con estas palabras: «¿No es motivo de sorpresa el que la Europa de hoy, mientras quiere presentarse como una comunidad de valores, conteste cada vez más el hecho de que haya valores universales y absolutos?». Y añadía: «Esta singular forma de “apostasía” de sí misma, antes aún que de Dios, ¿no le lleva quizás a dudar de su misma identidad?» (Zenit, 25.3.07).

En este caso, al hablar de “apostasía”, Ratzinger se refiere fundamentalmente al hecho de que, supuestamente, Europa está apartándose de los valores que ella misma ha definido en la historia (de ahí las comillas). Pero precisa que esta “apostasía”, aunque previa a la religiosa, es también una separación de Dios. Asume, por tanto, que “Dios” forma parte de la identidad de Europa (añadimos las comillas para resaltar que el papa se refiere a su visión particular de Dios).

La idea de que Europa ha “apostatado” viene repitiéndose desde los últimos años del reinado de Juan Pablo II, quien en su día afirmó: «La cultura europea da la impresión de ser una apostasía silenciosa por parte del hombre autosuficiente que vive como si Dios no existiera» (Juan Pablo II, Zenit, 13.7.03). Esta fórmula ha podido escucharse desde entonces en boca de distintos jerarcas de la Iglesia Católica Romana (ICR). Por ejemplo, el cardenal Rouco Varela, presidente entonces de la Conferencia Episcopal Española, afirmaba en 2003: «La apostasía silenciosa que vivimos actualmente es peor que el paganismo, porque los paganos aún no se han encontrado con Cristo, pero los apóstatas sí, y es más difícil que éstos vuelvan a la fe» (Zenit, 30.9.03).

Según la primera acepción del Diccionario de la Real Academia Española, “apostatar” significa «negar la fe de Jesucristo recibida en el bautismo»; le siguen dos acepciones más específicas aplicadas al abandono de una orden o de un hábito por parte del clero católico romano, y una cuarta: «Abandonar un partido para entrar en otro, o cambiar de opinión o doctrina». Considerando la primera definición, el término tiene en principio una aplicación exclusiva para el ámbito cristiano en general; según las dos siguientes se utiliza para fenómenos específicos de la ICR; y según la última admite un uso extendido para grupos ideológicos u opiniones de cualquier tipo.

Sin duda, el jefe de la ICR, que se autoconsidera “vicario de Cristo en la tierra”, hacía un uso más ajustado a la primera definición que a cualquiera de las otras tres. Para el papado, Europa, que históricamente ha sido cristiana, hace tiempo que está dejando de serlo. Ha renegado, por tanto, de la “fe en Jesucristo recibida en el bautismo” y, de no revertir su rumbo apóstata, se ve abocada al desastre espiritual y moral.

Según Ratzinger, Europa es «una identidad histórica, cultural y moral, antes que geográfica, económica o política; una identidad constituida por un conjunto de valores universales, que el cristianismo ha contribuido a forjar, desempeñando de este modo un papel no sólo histórico, sino de fundamento». No entraremos a analizar a fondo el alcance de esta discutible afirmación. Estamos de acuerdo en que la influencia del cristianismo ha contribuido a modelar muchos de los valores que la Europa actual asume como propios (y que, por cierto, no siempre pone en práctica). Ahora bien, si alguna institución ha atacado estos principios a lo largo de la historia, ésta ha sido el propio papado, como explicamos en nuestro artículo ¿Una Europa confesional?.

En ese mismo texto ya subrayábamos el absurdo de afirmar que Europa haya sido jamás cristiana, dado que el cristianismo se presenta desde sus orígenes como una opción que sólo los individuos pueden asumir libremente. La monja Lucía Caram, en su excelente artículo ¿Por una Europa Cristiana?, señala: «No me preocupa tanto que la Europa se diga cristiana como que lo sea por la vivencia de los valores evangélicos. Y eso no se impone, se VIVE». Por eso, Europa, en cuanto a ente colectivo, no puede apostatar, no puede “separarse de la fe en Jesucristo”. Admitir esa apostasía significaría retrotraernos a los oscuros tiempos en que las autoridades políticas, en connivencia con las religiosas o alentadas por ellas, obligaban a la práctica de una determinada confesión. La Europa actual, gracias a Dios y a pesar del papado y de las iglesias estatales, es un territorio fundamentalmente aconfesional.

«Estos valores, que constituyen el alma del continente, tienen que permanecer en la Europa del tercer milenio como “fermento” de civilización», continuaba Benedicto. Recurría así a un uso peligroso del concepto de “alma”, apoyado en el colectivismo idealista de tradición católica. Los continentes y los países no tienen alma; sólo las personas son (no tienen) almas (ver Dualismo antropológico griego y judeocristianismo). Y en caso de que entes colectivos como Europa la tuvieran, ese “alma” no tendría por qué ser inmutable, ni tendría por qué estar definida por la voluntad o la interpretación de la historia realizada por el monarca absoluto “de derecho divino” del último estado con tendencias teocratistas de Europa (un estado que nunca podría pertenecer a una Unión Europea democrática).

De hecho, es sabido que el viejo continente, después de soportar durante muchos siglos la tutela papal, empezó a emanciparse de ella, momento en el que surgen los modernos estados-nación. A partir de ahí fue poniendo en práctica unos valores laicos, bien derivados de la progresiva secularización de raíz protestante o, simplemente, del laicismo anticlerical; valores que han acabado definiendo a Europa (y a sus prolongaciones norteamericana, australiana…) como una cultura diferenciada tanto de su pasado como del resto del mundo. ¿Por qué razón tales valores laicos, que podrían considerarse fruto de una mayor madurez histórica, habrían de ser menos característicos de la supuesta “alma” europea que los anteriores principios confesionalistas? La objeción resulta tanto más seria por cuanto son precisamente esos valores los que han dado lugar a la mentalidad liberal-democrática que todos (exceptuando sectores muy marginales), incluso la propia ICR, dicen defender.

¿Cuál es el “‘fermento’ de civilización” al que se refiere Ratzinger? «Si [los valores cristianos] desfallecieran, ¿cómo podría el “viejo” continente seguir desempeñando la función de “levadura” para todo el mundo?». Alude aquí a la conocida parábola de Jesús: «El reino de los cielos es semejante a la levadura que una mujer tomó y la mezcló con tres medidas de harina, hasta que todo quedó fermentado» (Mateo 13: 33). Con ella el Maestro pretendía animar a sus seguidores a vivir la buena noticia y a darla a conocer y propagarla de tal modo que muchos otros pudieran recibirla y participar del reino que el propio Jesús inauguró.

En cambio, con su invocación a esa parábola Benedicto XVI pretende recuperar el pasado de Europa. No la Europa de las revoluciones liberales (condenadas sin misericordia por Pío IX), ni la Europa de la Reforma protestante (combatida por la Contrarreforma tridentina), ni la Europa de la separación entre las iglesias y el estado (que no sería tolerada hasta el Concilio Vaticano II), sino  una Europa uniformemente “cristiana”, teocratista, monástica, peregrina, inquisitorial, cruzada, intolerante; la Europa de esa “edad dorada” en la que, con todos los vaivenes que el propio papado experimentó, triunfaba el paradigma religioso único de Roma, vencedor en los campos de batalla y en los tribunales persecutorios sobre cualquier herejía que osara plantarle cara. El “fermento” de Benedicto, al contrario del que predicaba Jesús, es una invocación del neomedievalismo que sutilmente ofrece Roma como garantía de futuro para nuestro continente y para el mundo: «¡No tenéis que cansaros ni desalentaros! Sabéis que tenéis la tarea de contribuir en la construcción, con la ayuda de Dios, de una nueva Europa, realista pero no cínica, rica de ideales y libre de ilusiones ingenuas, inspirada en la perenne y vivificante verdad del Evangelio».

En la intervención de 2003 ya citada, Rouco Varela insistía en esa reivindicación de la hegemonía papal en la Edad Media: «Los países europeos sufrieron desde el siglo XVI numerosos zarpazos en su fe católica por parte del protestantismo, países tan católicos incluso como Francia e Italia, pero España se libró de esos zarpazos». Olvidaba precisar cómo fue librado nuestro país de la “herejía”: a base de terribles persecuciones y sangrientos autos de fe contra los conversos protestantes. Según Rouco, «la apostasía silenciosa que vivimos actualmente es peor que el paganismo, porque los paganos aún no se han encontrado con Cristo, pero los apóstatas sí, y es más difícil que éstos vuelvan a la fe». Y, por si quedaban dudas, dejaba claro en qué consiste la reivindicación papal de la mención a las “raíces cristianas” en la Constitución Europea: «Nadie va a conseguir instaurar los principios católicos en la sociedad a base de negar su identidad y de esconderse» (negrita añadida; ver Las “raíces cristianas” de Europa: una exigencia confesional).

En el discurso de Benedicto XVI no podía faltar otra de sus obsesiones, heredada del papa anterior: el laicismo y el relativismo como fuente de todos los males: «Cuando en este pragmatismo se introducen tendencias laicistas o relativistas, se acaba por negar a los cristianos el derecho mismo a intervenir como cristianos en el debate público». Hay que responder a esto que el laicismo genuino (o sea, la separación de la iglesia y el estado) es una propuesta característicamente cristiana, que por tanto difícilmente pretenderá perseguir a los cristianos ni a nadie. Tras la oposición papal al mismo se encuentra su pretensión secular de supeditar la política a la religión. Y tras la condena de la “dictadura del relativismo” se agazapa la mucho más peligrosa dictadura del absolutismo. Es cierto que los valores y principios sociales no pueden estar definidos por el capricho del momento; pero la contrapartida papal es que sea precisamente la ICR la que los dicte en toda ocasión (la prueba está en cómo una y otra vez en este campo de pruebas que es España los jerarcas romanistas presionan tratando de imponer sus convicciones en cada asunto público; ver, por ejemplo, La polémica sobre el matrimonio homosexual).

De ahí que, aun siendo cierta la influencia del cristianismo auténtico en los valores democráticos europeos, en el contexto actual sería un grave error reconocer las “raíces cristianas” de Europa, pues introduciría confusión y reforzaría las ambiciones políticas vaticanas.


Apóstatas, y a mucha honra

El concepto de apostasía viene siendo utilizado en los últimos años por movimientos anticlericales y antipapales, quienes promueven campañas de separación pública de la ICR. Estas campañas tienen un aspecto positivo, incluso necesario, en sociedades en las que gran parte de su población fue insertada en esta iglesia sin su consentimiento, dada la peculiar forma que tiene la ICR de entender el “bautismo” de bebés como método de ingreso en su comunidad y estructura (ver “Bautizo civil”, bautismo religioso y laicismo). Máxime cuando la propia institución pone todo tipo de impedimentos y trabas a quienes desean que su nombre sea borrado de los registros eclesiales (ver La Iglesia deniega casi todas las peticiones de apostasía), con argumentos tan curiosos como que no se puede borrar un acto que efectivamente ocurrió (algo que, sin embargo, no tienen problema en hacer, y además contra toda lógica y contra lo establecido por la propia Biblia, en el caso del matrimonio: ver Un desprecio al matrimonio).

Ahora bien, los promotores de las campañas incurren, quizá sin saberlo, en la trampa de asumir el lenguaje de su adversario, al animar a la población a ejercer la “apostasía”. De este modo, dan por hecho que la ICR es la administradora terrenal de la “fe de Jesucristo recibida en el bautismo”, y que por tanto la única forma de ser cristiano, incluso creyente, es ser católico. Los jerarcas romanistas, aunque ven cómo algunas de sus ovejas tradicionales desean ser apartadas de la grey, al menos pueden hablarles desde el paternalismo del dirigente espiritual dolido por su falta de fe. Es además frecuente que estas campañas estén dirigidas por colectivos de gays y lesbianas que pretenden con ellas protestar por la oposición de la ICR a la homosexualidad; incluso algunos de estos movimientos exigen al papado una rectificación en esta postura. Es fácil imaginar la satisfacción de los jerarcas ante estas manifestaciones que, en el fondo, suponen un reconocimiento de la autoridad moral y espiritual de la institución romana.


¿Quién es el apóstata?

Ante estos hechos cabe preguntarse quién es realmente el apóstata. Porque, aparte del sentido que el DRAE otorga a este término (en unas definiciones claramente mediatizadas por la teología católica, como suele ocurrir en esta gran obra), en los orígenes del cristianismo la palabra ‘apostasía’ tiene unos matices interesantes. En el Nuevo Testamento el término griego aparece muy pocas veces; la más significativa de ellas es cuando Pablo anuncia que, antes de que Jesús regrese, habrá entre los creyentes una apostasía en la que un “hombre de pecado” se sentará “en el templo de Dios como Dios, haciéndose pasar por Dios” (ver 1 Tesalonicenses 2: 1-9). Es decir, que la apostasía por excelencia no es tanto una oposición a lo religioso, sino un fenómeno que tiene lugar dentro de la propia iglesia cristiana, donde una figura se exalta a sí misma hasta recibir honores propios de la Divinidad.

Para apostatar en sentido bíblico, es necesario haber profesado sinceramente la fe cristiana. Y, dada la forma en que la fe tradicional se ha transmitido en nuestro medio, muchos de los actuales “apóstatas” nunca han vivido con convicción esta religiosidad; como mucho habrán seguido un conjunto de prácticas sacramentales que su entorno les ha inculcado. De ahí que no se puede decir que sean auténticos apóstatas, por mucho que su discurso pueda ser radicalmente anticristiano (y no sólo anticatólico).

Cabe preguntarse: ¿Qué institución ha apostatado de la fe de Jesús a lo largo de la historia, abandonando la sencillez del mensaje del evangelio para encadenarla a todo tipo de tradiciones, muchas de ellas de origen pagano? ¿Qué jerarcas imponen su magisterio frente al libre examen de la Escritura? ¿Qué hombre asume para sí de forma blasfema títulos como “Santo Padre” o “sumo pontífice” que sólo corresponden a Cristo y al Señor? ¿Qué organización se erige en mediadora imprescindible de la gracia de Dios, frente a la redención gratuita e inmediata ofrecida por Jesús? ¿Qué poder religioso establece alianzas y juega a la alta política con los poderosos del mundo, ofreciendo a la vez un rostro amable y pacificador? ¿Quién ha añadido una pléyade de mediadores humanos, tanto en la tierra como supuestamente en el cielo, que interceden ante Dios por los mortales pecadores? ¿Qué ministros se hacen llamar “padres”, contra el mandamiento de Jesús? ¿Quiénes han tergiversado oficialmente los diez mandamientos, suprimiendo el que condena el culto a las imágenes y modificando el día de descanso? ¿Quién ha convertido la cena del Señor en un sacrificio “real” de Cristo? ¿Qué iglesia sacraliza espacios y objetos, dotándolos de una dimensión sobrenatural ajena al espíritu iconoclasta de Jesús? ¿Qué entidad religiosa acusa a otras iglesias minoritarias de ser “sectas” a la vez que, desde un tiempo a esta parte, dice abogar por la libertad religiosa?

La respuesta a estas preguntas nos ofrece el verdadero perfil de la apostasía. De modo que frente a la declaración de apostasía de la Iglesia Católica Romana que algunos promueven, entendida ésta como separación de la fe cristiana, proponemos la declaración de apostasía de la ICR entendida como denuncia de la apostasía en la que hace siglos cayó esta organización. Elevamos esta protesta asumiendo la sinceridad y la coherencia, ejemplar en muchas ocasiones, que muchos de los miembros de esta iglesia viven diariamente. Pero no podemos dejar de denunciar que, como institución y en especial en lo que a su cabeza visible concierne, es esta iglesia la que ha apostatado.

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