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Inicio > Asuntos Contemporáneos > Religión, política y sociedad Blasfemias Parece que en nuestros días se está haciendo cada vez más frecuente acusar a otros de blasfemar. Pero, ¿en qué consiste la blasfemia? Y, ¿quiénes se destacan por ser blasfemos? El Diccionario de la Real Academia Española ofrece dos acepciones para la palabra "blasfemia": «Palabra injuriosa contra Dios, la Virgen o los santos», y «palabra gravemente injuriosa contra alguien». La primera acepción es un ejemplo de sesgo ideológico, de los muchos que todavía están presentes en el DRAE, especialmente en los conceptos de teología, pues gran parte de ellos están definidos según los dogmas de la Iglesia Católica Romana (ICR) y no contemplan otras perspectivas teológicas. Es, en cualquier caso, muy significativo, en la medida en que se considera que María y "los santos" pertenecen a un orden de algún modo equiparable a Dios. Desde el punto de vista de la Biblia, la blasfemia es toda palabra o acto injurioso contra Dios (Levítico 24: 11; Salmo 74: 10; Apocalipsis 16: 9, etc.; cf. Éxodo 20: 3, 7). El concepto también se usa en situaciones en que se atenta contra la dignidad de algo sagrado, en la medida en que pertenece a Dios. Según Tito 2: 5, la palabra de Dios puede ser blasfemada. Judas 8, 10 habla de quienes blasfeman contra «las potestades superiores» y de forma genérica contra cosas (se sobreentiende sagradas) que «no conocen». Esteban fue apedreado por los judíos acusado falsamente de haber blasfemado no sólo contra Dios, sino también contra Moisés, contra el templo y contra la ley (Hechos 6: 11-14). Pero ni siquiera en la mentalidad estrictamente monoteísta de los judíos, que sacralizaba de forma exagerada a Moisés, al templo y a la ley, podía caber una equiparación entre éstos y Dios. Jesús fue acusado de blasfemo por los escribas judíos por atreverse a perdonar los pecados de un paralítico (Mateo 9: 1-8). Obviamente, si Cristo no fuera Dios, su acto habría sido blasfemo; el acto de perdón fue una prueba más de su divinidad. En otra ocasión intentaron apedrearle por decir: «Yo y el Padre uno somos», palabras interpretadas, desde la lógica judía que no lo consideraba el Mesías, como una blasfemia (Juan 10: 30-39). El sumo sacerdote Caifás también le acusó de blasfemar por afirmar que él era «el Cristo, el Hijo de Dios» y añadir: «Además os digo que desde ahora veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del poder de Dios, y viniendo en las nubes del cielo». Caifás tomó estas palabras como base fundamental para su condena a muerte por el Sanedrín (Mateo 26: 63-66). Significativamente, el propio sumo sacerdote, mientras lo acusaba de blasfemar, incurría en una profanación, equiparable a la blasfemia, al rasgar sus vestiduras (v. 65), acto solemnemente prohibido por la ley (Levítico 10: 6). La Biblia expone otros casos en que personajes blasfemos acusan a hombres justos de blasfemar; tal fue el caso de la perversa reina Jezabel, quien acusó falsamente a Nabot de haber «blasfemado a Dios y al rey», para así poder apedrearlo con el fin de expropiar su viña a beneficio de la casa real (1 Reyes 21). Nótese el énfasis en poner al rey en el mismo nivel que Dios. En Apocalipsis 2: 9 Dios dice: «Conozco […] la blasfemia de los que se dicen ser judíos, y no lo son, sino sinagoga de Satanás», pasaje que destaca especialmente la idea de suplantación contenida en el término "blasfemia" (los "judíos" en este contexto simbólico representan de forma genérica al pueblo de Dios). En este sentido de suplantación, se describe simbólicamente a un poder blasfemo por excelencia, una bestia que sube del mar (Apocalipsis 13: 1-9), equiparable a la gran ramera de Apocalipsis 17: 1-6 y sin duda identificable con «la apostasía», «el hombre de pecado, el hijo de perdición» de que habla Pablo, y que significativamente «se sienta en el templo de Dios como Dios, haciéndose pasar por Dios» (2 Tesalonicenses 2: 3, 4). Juan lo denomina "anticristo" (1 Juan 2: 18; 4: 3; 2 Juan 1: 7); es importante recordar que el sentido de este término no sólo implica oposición a Cristo, sino sobre todo ocupar el lugar de Cristo, pretender desempeñar sus funciones. Además, es obvio que se origina en un ámbito cristiano. Los creyentes en general pueden verse tentados a acusar de blasfemia a los no creyentes cuando toman el nombre de Dios en vano o hacen uso irrespetuoso de figuras o elementos considerados sagrados. Pero lo cierto es que son los creyentes de forma especial quienes corren mayor riesgo de blasfemar al no distinguir la línea entre lo divino y lo humano, al sacralizar personas, objetos o espacios, dotándolos erróneamente de un estatus equiparable al de Dios; desde el punto de vista bíblico, son ellos quienes tienen un mayor conocimiento, y por tanto la gravedad de sus transgresiones es mayor («Por medio de la Ley es el conocimiento del pecado», dice Romanos 3: 20). Lo más grave es cuando un colectivo religioso intenta imponer a toda la sociedad sus convicciones sobre el uso correcto de lo sagrado, como ocurre con las leyes antiblasfemia de ciertos países de mayoría islámica, o como ocurrió durante siglos en la Europa "cristiana" de la alianza trono-altar. Recientemente se están dando numerosas situaciones en que la jerarquía católica romana y su entorno acusan de blasfemar a quienes recurren a ciertas expresiones antirreligiosas. A veces la queja es comprensible; en otras ocasiones parece más una buena excusa para el victimismo. Y, al igual que ocurre con las acusaciones de apostasía, es necesario analizar si no serán precisamente los acusadores los que están incurriendo en blasfemias.
Los reformadores protestantes, además de recuperar conceptos teológicos fundamentales que habían sido pervertidos a lo largo de la Edad Media, y de depurar la práctica cristiana de todo tipo de añadidos de origen pagano, dedicaron gran parte de su lucha a acusar al papado de blasfemar y de pretender ocupar el lugar de Dios, entendiendo que esta institución era el principal enemigo del auténtico cristianismo. Efectivamente, desde el punto de vista bíblico muchas de las prácticas tradicionales del catolicismo, como la veneración de imágenes, resultan intolerables; pero ante todo es la institución del papado, eje fundamental de la ICR, la que es actúa como un ente abiertamente blasfemo. Desde sus propios orígenes, el papado fue erigiéndose en poder espiritual y político con pretensiones hegemónicas ilimitadas, para lo cual asumió numerosos títulos y atribuciones. En el artículo ¿Quién es el Santo Padre? exponemos la naturaleza anticristiana de esta institución y analizamos algunos de estos títulos ("Santo Padre", "Sucesor de Pedro", "Obispo de Roma", "Sumo Pontífice", "Vicario de Cristo"), destacando cómo muchos de ellos son exclusivos de la Divinidad. La exaltación a que se elevó a la figura del obispo de Roma durante la Edad Media, según los planteamientos de la supremacía papal y de la hierocracia, se puede comprobar en documentos como el Dictatus papae (1075) o la bula Unam Sanctam (1302). En esta última el papa afirma que «la Iglesia, pues que es una y única, tiene un solo cuerpo, una sola cabeza, no dos, como un monstruo, es decir, Cristo y el vicario de Cristo, Pedro, y su sucesor», identificándose a sí mismo con Cristo, al formar ambos juntos una sola cabeza. Hoy en día el papa romano conserva el título de "cabeza visible de toda la Iglesia", cuando según la Escritura la única cabeza de la iglesia, humana y divina, visible o invisible, es Cristo (Efesios 4: 15; 5: 23; Colosenses 1: 18, etc.). La misma bula atribuye al papa funciones salvíficas que corresponden en exclusividad a Dios: «Declaramos, decimos, definimos y pronunciamos que someterse al Romano Pontífice es de toda necesidad para la salvación de toda humana criatura» (añadimos negritas en todo el artículo). Las siguientes palabras de "San" Bernardo de Claraval (1090-1153) se han citado durante siglos en la misa votiva "Pro eligendo Papam" que da inicio al cónclave elector: «Tú eres el gran sacerdote, el sumo Pontífice; tú eres el primero de los obispos, el heredero de los apóstoles; tú eres por el primado Abel, por el gobierno Noé, por el patriarcado Abraham, por el orden Melquisedec, por la dignidad Aarón, por la autoridad Moisés, por la jurisdicción Samuel, por el poder Pedro, por la unción Cristo» (cit. en J. M. Vidal, Habemus Papam. De Juan Pablo II al Papa del olivo, p. 185). Obsérvese que se dice directamente "Tú eres Cristo". Estos títulos y atribuciones perviven hasta hoy, y gran parte de ellos son todavía empleados. La terminología utilizada por "Santa" Catalina de Siena (1347-1380) para referirse al papa, "el Dulce Cristo en la Tierra", se usa con frecuencia por parte de periodistas, políticos, obispos, cardenales, e incluso del propio papa hablando de sí mismo. En los tiempos modernos la institución papal, sin renunciar a ninguna de las disposiciones mencionadas, completó las atribuciones divinas del jefe de la ICR. Especialmente en época de Pío IX, quien proclamara el dogma de la infalibilidad papal durante el Concilio Vaticano I, la papolatría alcanzó extremos insólitos. Los ultramontanos favorables a este proceso llegaron a hablar de él como "Rey de Reyes" (así se llama a Dios en 1 Timoteo 6: 15; Apocalipsis 19: 16, etc.), "Vicediós de la Humanidad" o "Salvador", y se le dedicaron himnos que en el breviario romano iban dirigidos al mismo Dios. La revista oficiosa del Vaticano Civiltà Católica se atrevió a publicar: «Cuando el Papa medita es Dios quien piensa en él». El obispo Berteaud de Tulle describió al papa como «la palabra [de Dios] hecha carne, que pervive», y el obispo auxiliar de Ginebra explicó una triple encarnación del hijo de Dios: en el seno de la Virgen, en la Eucaristía y en el papa. Se le aplicaron al papa citas de la Escritura referentes a Jesús. "San" Juan Bosco (1815-1888) hablaba del papa como «Dios en la Tierra», y escribió: «Jesús ha situado al Papa en un nivel superior al de los profetas, al de Juan Bautista, el protoapóstol, al de los ángeles. Jesús ha puesto al Papa en el mismo nivel que Dios» (August B. Hasler, Cómo llegó el Papa a ser infalible, Barcelona: Planeta, 1980, p. 49). En la carta "apostólica" Praeclara Gratulationis Publicae de 1894, el papa León XIII dice de sí mismo: «Nos ocupamos en la tierra el lugar de Dios». La revista Perseverancia del obispado de Barcelona, en su número 111 de marzo de 1950, recogía la siguiente proclama con motivo del "aniversario de la coronación de la Santidad de Nuestro Señor Pío XII": «¡CREO EN EL PAPA! CREER EN EL PAPA expresa más que creer en la Iglesia, más que creer en la Divinidad de Jesucristo, más que creer en la misma existencia de Dios».
Juan XXIII, papa predilecto de los católicos progresistas, no renunció ni a la silla gestatoria ni a la tiara (ésta fue suprimida por Pablo VI y recientemente recuperada por Benedicto XVI), pero convocó el Concilio Vaticano II; el consiguiente aggiornamento trajo cierta moderación en el uso algunos títulos y atributos, pero los principales se han seguido utilizando con gran profusión (incluso por medios de comunicación no confesionales). Es loable que los católicos progresistas luchen por un modelo de iglesia más bíblico; pero se engañan creyendo que tal cambio es posible en semejante institución; el punto de mayor aperturismo fue precisamente el Concilio, que realmente no llegó tan lejos como muchos consideran. Ellos creen, o quieren creer, que el Concilio supuso una modificación radical en la concepción de la iglesia; pero no hay más que leer los documentos emanados de él para comprender que no fue así. La constitución Lumen Gentium afirma claramente: «Esta doctrina sobre la institución, perpetuidad, poder y razón de ser del sacro primado del Romano Pontífice y de su magisterio infalible, el santo Concilio la propone nuevamente como objeto de fe inconmovible a todos los fieles, y, prosiguiendo dentro de la misma línea, se propone, ante la faz de todos, profesar y declarar la doctrina acerca de los Obispos, sucesores de los Apóstoles, los cuales, junto con el sucesor de Pedro, Vicario de Cristo y Cabeza visible de toda la Iglesia, rigen la casa del Dios vivo» (18), y confirma el dogma de la infalibilidad papal (25). Por ello, y por mucho que les pese a algunos, tiene razón Rouco Varela cardenal-arzobispo de Madrid, cuando escribe: «"El Dulce Cristo en la Tierra" es la forma como llamó al Papa en el momento quizá más dramático de la historia del Papado, el Cisma de Occidente, en el quicio del siglo XIV al XV de nuestra Era. La expresión podía –y puede, de hecho– parecer a muchos, teólogos y no teólogos, melosa; pero lo cierto es que el Concilio Vaticano II no le retiró a su significado, profundizado por el Concilio Vaticano I, ni un ápice de su valor teológico y pastoral. Sí, el Obispo de Roma, el Papa, es Vicario de Cristo para la Iglesia de modo eminente (LG 18)» (ABC, 18.4.10). Destacados teólogos "progresistas", aunque rehúyen la papolatría extrema, son en realidad defensores del papado, si bien les gustaría un papado más conforme a sus ideas. Así ocurre con Hans Küng, Xabier Pikaza o Leonardo Boff; para este último el papa es «el verdadero animador de la fe y de la esperanza de toda la Iglesia», aunque él desearía que «fueran los representantes de toda la cristiandad, incluso muchas mujeres, los que eligieran al papa» (El País, 11.4.05). El sacerdote canadiense Eloy Roy expresa este tipo de convicciones en su artículo El próximo Papa, donde traza un perfil del papa ideal, pero, aun esforzándose por "humanizarlo", incurre también en una lamentable comparación: «En fin, que su vida sea tal que al morirse –probablemente a los 33 años, asesinado por algún conservador tradicionalista de su entorno– se hable poco de él y mucho de Jesús, del que habrá sido, después de todo, nada más que el humilde testigo».
En la celebración del "Corpus Christi" de una ciudad andaluza en 2003 pude ver una calle adornada con imágenes, no de Cristo, sino de Juan Pablo II, acompañada cada una de ellas de una leyenda. Bajo una que lo mostraba en el hospital tras el atentado de 1981, ponía: "Tu sangre derramada, savia para una nueva humanidad". Como si se tratara de un nuevo Cristo. Durante sus últimos años de vida Karol Wojtyla sufrió un notable deterioro físico, a pesar del cual continuó realizando una intensa actividad pública. Ese empeño despertó la admiración de sus seguidores, quienes compararon continuamente su dolor con la pasión de Cristo en la cruz (ver ¿Renuncia papal?), algo bochornoso para quien piensa que, a diferencia de Jesús, a Wojtyla nadie le estaba infligiendo una tortura, sino que simplemente él se esforzaba en exhibirse en público sin otra necesidad que la de exaltar su propia figura; por no hablar del cómodo entorno que como "profeta crucificado" disfrutó hasta el final: dependencias de lujo, cientos de servidores a su disposición (incluidos sastres y zapateros exclusivos), títulos políticos del máximo nivel reconocidos en todo el mundo, una planta entera reservada en el mejor hospital de Roma… Recordando su agonía, el arzobispo Angelo Comastri narraba: «Me precipité, como es normal, en el apartamento del Santo Padre, donde el Papa estaba viviendo su sufrimiento, su pasión y, diría, su batalla hasta el final». «Al verle en el lecho del sufrimiento, le dije: "eres verdaderamente el Vicario de Cristo hasta el final, en la pasión que estás viviendo con una edificación que conmueve al mundo"» (Zenit, 4.4.05) Kiko Argüello, fundador del Camino Neocatecumenal, evoca sus últimos días: «Le recuerdo como un santo. Como un hombre que llevaba sobre sí la cruz de Jesucristo y que se daba cuenta del bien que estaba haciendo al mundo» (Religión en Libertad, 3.5.11). Es significativa también esa "conciencia de ser santo", tan cercana a lo vanidoso, que también mostraron otros que después fueron beatificados. El vaticanista Sandro Magister le aplica las palabras que Apocalipsis 1: 7 refiere a Cristo: "Contemplarán al que traspasaron", y añade: «Al igual que en la cruz, muchos ven hoy en Karol Wojtyla beato un anticipo del paraíso» (Chiesa.Espressonline, 1.5.11) En los días previos al funeral de Wojtyla se pudo asistir a una auténtica demostración de fuerza vaticana, acompañada de la exaltación casi universal del papa y de la institución que encarna. Las palabras que le dirigieron líderes políticos y religiosos de todo signo excedieron con mucho el reconocimiento que cualquier hombre, por muy destacado que haya sido, merece (ver Demasiado para un hombre). En las exequias, celebradas por quien "casualmente" días después sería su sucesor, el cardenal Joseph Ratzinger, éste oró así al difunto: «Podemos estar seguros de que nuestro querido Papa está ahora en la ventana de la casa del Padre, nos ve y nos bendice. Sí, bendíganos, Santo Padre». Y añadió: «El Santo Padre fue además sacerdote hasta el final porque ofreció su vida a Dios por sus ovejas y por toda la familia humana, en una entrega cotidiana al servicio de la Iglesia y sobre todo en las duras pruebas de los últimos meses. Así se ha convertido en una sola cosa con Cristo, el buen pastor que ama sus ovejas» (Zenit, 8.4.05). Esa equiparación blasfema a Cristo, que es el único Buen Pastor (Juan 10: 11) y el único que ha dado su vida por la humanidad, se repitió sin cesar. La cadena episcopal española Cope exhibió un gran titular en su web durante esos días: "JUAN PABLO II, EL BUEN PASTOR". Raniero Cantalamessa, predicador de la Casa Pontificia, en una meditación que dirigió a los cardenales reunidos en cónclave, evocaba la figura de Wojtyla: «Un hombre así es una imagen viva de Cristo, sin ni siquiera la mediación de las palabras» (Zenit, 7.4.05).
Los papas no sólo reciben pleitesía de sus seguidores; también se refieren a sí mismos con los títulos que la Escritura reserva a Dios. Benedicto XVI, en su primer mensaje, decía: «Al escogerme como obispo de Roma, el Señor ha querido que sea su vicario, ha querido que sea esa "piedra" en la que todos puedan apoyarse con seguridad» (Zenit, 20.4.05) El obispo Agustín Radrizzani habló de Benedicto XVI como quien habla del mismo Cristo: es «un enviado de Dios» y «el anuncio de su elección nos iluminó porque la orfandad desaparecía al darnos el Señor un nuevo Vicario que lo representaría». Consideró como «muy necesario aprender a amar al Santo Padre porque desde ese 19 de abril glorioso Dios le ha confiado la conducción de la Iglesia» (ACI, 29.4.05). El escritor Guillermo Urbizu relataba en esos días una experiencia: «El análisis más teológico y entrañable que he oído –o leído– se lo escuché a mi hijo de seis años. El chaval estaba viendo muy atento el primer saludo del Papa, sobre mis rodillas. De pronto dijo, con voz casi inaudible: "¡Qué bien!, ya no estamos solos"» (El Semanal Digital, 1.5.05). ¡Qué triste es que alguien que dice ser cristiano entienda que la pérdida de un líder religioso les deja en orfandad y soledad, y que la elección del sucesor será la compañía espiritual necesaria! Quien estudia la Biblia, en cambio, recordará las palabras de Jesús: «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mateo 28: 20). En la Jornada Mundial de la Juventud celebrada en Colonia en 2005 toda la escenografía estuvo orientada a identificar al papa con Cristo (ver "Mirad que nadie os engañe…"). En cada encuentro de ese tipo el papa celebra una comida con doce jóvenes, a modo de Jesús con los apóstoles. Igualmente, cada Jueves "Santo" el papa procede a lavar los pies de doce sacerdotes. Pero Jesús, tras lavar los pies de los apóstoles, ordenó: «Pues si yo, el Señor y el Maestro, he lavado vuestros pies, vosotros también debéis lavaros los pies los unos a los otros» (Juan 13: 14). Por ello, este gesto papal, que podría parecer humilde, tiene en cambio como obvio objetivo atribuir el rango de "Señor y Maestro" al obispo de Roma, identificándolo con Jesús. Con motivo del viaje de Ratzinger a Brasil se compuso un «Himno de acogida al Papa Benedicto XVI», que dice: «¡Benedicto, "Bendito el que viene en nombre del Señor!"» (Zenit, 12.2.07); es decir, se le recibe como a Cristo cuando entró en Jerusalén (Mateo 21: 9). El escritor Juan Manuel de Prada se prodiga en aplicar al papa atribuciones propias de Cristo: ante ciertas críticas que Ratzinger recibió por su visión de la sexualidad, escribió: «Aceptando convertirse en diana del escarnio y la calumnia furiosa […], Benedicto XVI, varón de dolores, está preparando a los cristianos para afrontar la Cruz. Así de duro y así de simple: "Ecce Homo"» (ABC, 2.5.09). Nuevamente, se equiparan la tortura y la muerte de Jesús en la cruz con las críticas que recibe un líder político y religioso dotado de enorme poder y que vive rodeado de comodidades. Para colmo, por ser criticado se le denomina "varón de dolores", palabras tomadas de la impresionante profecía mesiánica de Isaías 53 que describe la suprema entrega expiatoria de Cristo; y se concluye identificándolo con Jesús en el juicio ante Pilato: «He aquí el hombre» (Juan 19: 5). Las comparaciones resultan más que odiosas, especialmente para quien comprende el carácter absolutamente único de Jesús. Rouco Varela, cardenal-arzobispo de Madrid, repetía la misma equiparación blasfema: «Celebramos el quinto aniversario de la elección de Benedicto XVI en un momento histórico en que los ataques mediáticos a su persona y ministerio han adquirido las formas de una virulencia dialéctica insultante y difamatoria. Son "hora de Cruz" para aquel que representa heroicamente al Crucificado» (ABC, 18.4.10). En su viaje a Angola, Benedicto XVI, se dirigió a los jóvenes citando el Apocalipsis bíblico: Dios «enjugará las lágrimas de sus ojos. Ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor»; pero para la agencia vaticana Zenit es el papa quien consuela, pues titulaba así: "Benedicto XVI enjuga lágrimas de los jóvenes angoleños" (22.3.09). En palabras de esa misma agencia, «los representantes pontificios y nuncios apostólicos no son simples diplomáticos, son representantes del Papa y por tanto del mismo Cristo, auténticos sacerdotes, considera Benedicto XVI» (14.6.10). Demetrio Fernández contaba el susto que recibió al ser notificado por el nuncio de su nombramiento como obispo de Tarazona: «Acudí a la cita señalada. "Siéntese. El Santo Padre le ha nombrado obispo de Tarazona. ¿Acepta?", me dijo. "Viniendo del Santo Padre, como si viniera de Dios", le respondí» (La Razón, 20.8.09). Otro ejemplo de fe ciega en la infalibilidad y el carácter divino del jefe: «Si alguna vez nos preguntáramos qué es lo que el Señor querría decir a los hombres de nuestro tiempo, no tendríamos la menor duda que lo mismo que el Papa enseña y anuncia cada día, pues su voz es la voz de Cristo para los hombres de cada época. Tenemos la fortuna, además, de contar en estos momentos de la historia con un servidor de la viña del Señor, Benedicto XVI, que ha demostrado con creces la actitud propia del Buen Pastor, que sigue dando la vida por las ovejas, a semejanza del Maestro que nos llamó a servir y no a ser servidos» (Jesús Higueras, ABC, 27.6.10). Luis Fernando Pérez, director de Religión en Libertad, escribió: «Los católicos debemos recibir a Benedicto XVI como si viniera el mismísimo Cristo» (5.11.10).
Se podrían reproducir innumerables ejemplos de blasfemias similares, aplicadas en especial al jefe de la Iglesia Católica Romana, además de a mortales como María y los santos. Por supuesto, este uso del lenguaje es respetable, y entendemos que se hace con sinceridad y sin ánimo de injuriar a nadie. Pero quienes lo usan no deberían olvidar que a muchos otros, especialmente a los cristianos bíblicos, nos resulta doloroso por su carácter blasfemo, si bien defenderemos siempre que puedan expresarse según su conciencia. Hay sectores católicos que acusan a otros colectivos de blasfemar (a veces con razón, otras veces llamando blasfemia a lo que no lo es), e incluso exigen que se coarte su libertad de expresión, en un intento de aplicar peligrosas "leyes antiblasfemia", basadas además en su particular concepto de blasfemia. También habría que recordarles que de cualquier persona, incluidos por supuesto los papas, se pueden descubrir miserias que avergonzarían a cualquiera. No hay más que leer las indignas biografías de decenas de predecesores de Benedicto XVI, igualmente exaltados en su día, o pensar en personajes actuales, como Marcial Maciel, fundador de los Legionarios de Cristo; en su día era casi venerado (llegó a defenderse su "beatificación"), pero hoy todos quieren olvidar su figura tras conocerse su crímenes sexuales ocultos. El propio papa actual no es precisamente ejemplo de integridad moral: por mucho que hoy se esfuerce por limpiar su iglesia de pedófilos, en el pasado se empeñó en protegerlos (ver El Vaticano y la pedofilia); participó decisivamente en la estrategia de ambigüedad calculada de Juan Pablo II ante las invasiones de Afganistán y de Irak, y apoyó al promotor de éstas, George Bush, en la elección de 2004 (ver Dossier Ratzinger). Son bien conocidas algunas de sus provocaciones, como la de Ratisbona contra los musulmanes, o la de su visita a España en 2010. Sabiamente, la Biblia advierte: «No confiéis en los príncipes, ni en hijo de hombre, porque no hay en él salvación» (Salmo 146: 3), o «¡Maldito aquel que confía en el hombre, que pone su confianza en la fuerza humana» (Jeremías 17: 5), pues «hay un solo Dios, y un solo mediador entre Dios y los hombres: Jesucristo hombre» (1 Timoteo 2: 5), único que debe ser exaltado. Para
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